Robert Fletcher*  

 

Introducción 

Quisiera comenzar el presente ensayo analizando brevemente dos empresas turísticas diferentes.

La primera es el hotel de lujo y Spa Emoya fuera de Bloemfontein, en Sudáfrica (Büscher y Fletcher, 2016). Como parte de su conjunto de ofertas, Emoya anuncia una estancia en una ciudad de chabolas simulada donde los clientes pueden experimentar “una población tradicional (del estilo de un asentamiento informal), asentada en un entorno seguro de una Reserva Privada de Caza” (http://www.emoya.co.za). Se trata, según el reclamo de la compañía, “¡del único barrio de chabolas en el mundo equipado con calefacción de suelo radiante y conexión inalámbrica a internet!”. Con capacidad para 52 huéspedes a razón de 550 rand (unos 44 dólares EE.UU.) por persona y noche, la experiencia se comercializa como ideal para “la formación de equipos, braais (una barbacoa de Sudáfrica), fiestas temáticas de lujo y una experiencia para toda la vida”.

Chabolas Emoya. (Fuente: http://pictures.mightytravels.com)

Chabolas Emoya. (Fuente: http://pictures.mightytravels.com)

A partir de ahí, pasamos a Los Campesinos, cerca de Quepos, en la costa del Pacífico de Costa Rica, donde los miembros de una cooperativa local de productores de vainilla han desarrollado una empresa de ecoturismo basado en la comunidad (Fletcher, 2014). Accesible únicamente mediante transporte privado, por una pista apta solo para coches de todo terreno, se ofrecen solo tres cabañas de madera con capacidad para un total de doce personas, en literas de madera simples. Las atracciones incluyen un puente colgante sobre el cañón de un río y una cascada, una caminata guiada por una reserva natural y, para los más aventureros, una excursión haciendo rapel por la propia cascada. Las comidas se sirven en una pequeña cantina junto a las cabinas con vistas al cañón.

Los Campesinos. (Autora: Paige Spee)

Los Campesinos. (Autora: Paige Spee)

Estos dos ejemplos representan el turismo en extremos opuestos. En Emoya, en primer lugar, nos encontramos con el turismo quizás más explotador, que ofrece no solo una experiencia que segrega intencionadamente a sus clientes del entorno social, concentra los ingresos en manos de unos pocos empresarios y contribuye a la apropiación exclusiva y privativa del espacio, sino que además lo hace buscando, como base de su oferta, la manera de mercantilizar la desigualdad socioeconómica generada por el sistema capitalista, del cual la industria del turismo resulta ser uno sus principales y más vanguardistas componentes. En Los Campesinos, por el contrario, se aprecia el potencial del turismo para funcionar como un instrumento de justicia social (Higgins-Despiolles, 2009): aportando bases para el autogobierno comunitario, que no explota ni mercantiliza la cultura local; entrando a formar parte de una economía comunitaria diversificada, que contribuye tanto a la generación de medios de vida como a la conservación del medio ambiente; aportando recursos para que los miembros de la comunidad no tengan que emigrar en busca de empleo a otros lugares; y, en consecuencia, dándoles mayor poder de autodeterminación para decidir a qué quieren que se asemeje su futuro.

Estos dos casos ejemplifican, por un lado, las trampas del turismo convencional como un componente del desarrollo desigual y, por el otro, el potencial de la actividad para dar apoyo a la potenciación de la comunidad. Entre estos dos extremos, por supuesto, hay una gran diferencia. Y en la actualidad la industria del turismo mundial en su conjunto exhibe, obviamente, mucho más de lo primero que de lo segundo. El reto para la investigación crítica en relación con el turismo —y particularmente para una aproximación al tema desde la ecología política— es determinar cómo apoyar mejor un cambio de énfasis desde el primero al segundo. Un primer requisito para esta tarea, en cualquier caso, es un conocimiento profundo del problema en cuestión. Para esto es esencial realizar un análisis crítico de los factores que impulsan esas características de la industria turística mundial, y en particular de la “carrera hacia el abismo” que conlleva el deterioro de las relaciones sociales y ambientales.

En este propósito, creo que un enfoque desde la ecología política es particularmente productivo, ofreciendo un análisis matizado de la compleja interconexión entre los procesos políticos, sociales, económicos y ecológicos que intervienen en el desarrollo del turismo, a través de la vinculación entre los distintos agentes que operan a diferentes escalas. Armados con este bagaje, podemos identificar con mayor claridad los caminos por los que se podría facilitar una transición hacia los tipos de formaciones socioeconómicas más liberadoras que queremos cultivar. El presente ensayo tiene por objeto contribuir a este proyecto, en primer lugar, con la descripción de las líneas generales de una crítica política ecológica de los rasgos negativos de la industria del turismo; y, en segundo lugar, proponiendo una plataforma conceptual para cultivar su potencial positivo. Mi análisis se basa en una revisión de la creciente literatura que explora el turismo desde una perspectiva de la ecología política (véanse, especialmente: Douglas, 2014; Mostafanezhad et al., 2016; Nepal y Saarinen, 2016), a la que he contribuido a través de mi propia investigación y publicaciones durante la última década (Fletcher, 2009, 2011, 2014; Fletcher y Neves, 2012).

La ecología política del turismo

La investigación en la ecología política en general se divide, más o menos, en los diseños realizados desde las perspectivas marxistas y los realizados desde las postestructuralistas. Esta división se reproduce también en cierto modo dentro de los estudios del turismo (Douglas, 2014). A partir de estas diferentes perspectivas, podemos, a continuación, analizar el turismo ya sea como una forma particular de la acumulación capitalista —siguiendo la perspectiva marxista— o como una tecnología concreta de gobierno —a partir de postulados postestructuralistas.

El turismo como una estrategia de acumulación

Teniendo en cuenta una perspectiva marxista en primer lugar, es evidente que el turismo —que podría decirse que es la mayor industria del mundo— contribuye mucho más de lo que se generalmente se le reconoce a la reproducción y a la expansión del sistema capitalista mundial (Fletcher, 2011). De hecho, el turismo suele ser visto como una representación del capitalismo en su forma más creativa, capaz de enfrentarse a los límites aparentes, los obstáculos y las contradicciones de la acumulación. Y no meramente a superarlos, sino que llega incluso a transformarlos en productos comercializables, que contribuyen a extender el alcance del capitalismo y, al hacerlo, allanar el camino para nuevas formas de acumulación. En este sentido, como observa Symmes (2003), los turistas pueden considerarse algunas de las “fuerzas de choque” más potentes de la globalización. En esencia y de esta forma, es el desarrollo desigual producido por el propio capitalismo lo que la industria del turismo mundial vende, aprovechando las diferencias de salarios y de precios entre países ricos y países pobres, que es la base para la expansión del desarrollo capitalista. Como afirma Robinson (2008: 131), la industria del turismo se basa en la “mano de obra barata, poco cualificada [de] camareras, camareros, conductores, empleados, porteros, etc. y se hace posible gracias a la expansión de los parados y marginados en todo el mundo”. Desde esta perspectiva, el funcionamiento de toda la industria mundial del turismo puede ser entendido, en cierto sentido, como una forma de lo que Klein (2007) llama “capitalismo del desastre”, ayudando al sistema a sacar provecho de las piezas de recambio, caníbal en esencia (ofreciendo este proceso un nuevo giro al concepto clásico de tours caníbales [1]).

“Vendemos el paraíso”. (Autora: Julia Hoffmann)

“Vendemos el paraíso”. (Autora: Julia Hoffmann)

Al igual que con cualquier proceso capitalista, por lo tanto, el turismo está fundamentalmente relacionado con la mercantilización (Britton, 1991; Bianchi, 2009; Gibson, 2009). Pero, ¿cuál es el producto o las mercancías en concreto que produce la industria del turismo? La respuesta no es tan sencilla como uno podría suponer en primera instancia. Bram Büscher y yo hemos abordado esta cuestión en detalle en un artículo reciente (Büscher y Fletcher, 2016), a partir del cual voy a resumir brevemente estas cuestiones aquí. Como explica Castree (2003), el proceso de mercantilización abarca seis aspectos principales: 1) la privatización; 2) la alienación (separación física y moral de los vendedores); 3) la individuación (separación del contexto circundante); 4) la abstracción (como representación de una categoría general de realidades); 5) la valoración (del valor de uso al valor de cambio); y 6) el desplazamiento (es decir, el fetichismo de la mercancía). Estas dinámicas son todas fáciles de observar en la creación de los productos convencionales, como el azúcar o el aceite, que pueden extraerse físicamente de la tierra y de las personas cuyo trabajo permite esta extracción. Pero, ¿cuál es el producto que se vende en el turismo? Obviamente, eso depende del tipo de empresa de que se trate, pero en general lo que el turismo vende es un tipo particular de experiencia, en oposición a una entidad física por sí misma. Dicha experiencia por lo general implica la participación activa de las personas cuyo trabajo es parte de la experiencia ofertada. Por consiguiente, el fruto del trabajo de los que prestan el servicio no puede separarse en ningún sentido significativo del “producto”. Además, una experiencia turística abarca comúnmente una gran variedad de “elementos de fondo” (el medio cultural, el entorno, la infraestructura física…) esenciales para la experiencia, pero de los que no se apropia, ni privatiza, ni financia ninguna empresa particular (Briassoulis, 2002). ¿Cómo se producen, entonces, dinámicas de alienación e individuación en tales circunstancias?

Consideremos de nuevo el barrio de chabolas Emoya de la introducción. Si solo tenemos en cuenta el entorno físico, es evidente que este se ha privatizado y se ha individuado mediante su segregación como una reserva natural privada; mientras que la experiencia que proporciona ha sido valorada de forma directa mediante su traducción en un valor de cambio específico que se cobra por cada noche de estancia. La experiencia también ha sido elevada a un modelo abstracto, en pro de su promoción como una manifestación particular de un “poblado de chabolas” genérico. También se han desplazado las diversas formas de mano de obra involucrada en la producción de la experiencia. La alienación, por último, se puede identificar en la forma de trabajo invertido en la construcción de la barriada, que está totalmente divorciado de la posterior venta de este último a los turistas.

Sin embargo, si tenemos en cuenta la experiencia en su conjunto, esta imagen se vuelve todavía más complicada. Aquí los proveedores de experiencias turísticas (es decir, los guías) son parte del “producto”, y, por lo tanto, este producto no puede ser enajenando o alienado e individuado en el mismo sentido que la ubicación física. En este caso, más bien, la mercantilización requiere la alienación de aspectos de la subjetividad misma de los proveedores, en la forma en que Hochschild (2003) lo ha descrito con respecto al “trabajo emocional” que el turismo exige. Mientras que el turismo se describe comúnmente como una forma de mercantilización capitalista (Britton, 1991; Bianchi, 2009; Gibson, 2009), la forma en cómo se produce exactamente no suele ser explorado de forma explícita, y, como se destaca aquí, no se trata un proceso tan sencillo como a menudo se supone. Por lo tanto, la exploración de las dimensiones específicas de la mercantilización que supone el turismo (y la forma de revertirlas) es un elemento de suma importancia, pero sobre el que no se ha hecho todavía suficiente énfasis desde un enfoque marxista de la ecología política del turismo.

El turismo como una solución capitalista múltiple

Como una forma de mercantilización que propicia la acumulación en las fronteras de la expansión capitalista, el funcionamiento del turismo puede ser visto en clave de lo que David Harvey (1989) llama una “solución” a la tendencia intrínseca del capitalismo a la sobreacumulación, por lo que sirve para ayudar a sostener el sistema capitalista con mayúsculas (Fletcher, 2011). De hecho, la industria del turismo mundial puede ofrecer toda una serie de soluciones vinculadas entre sí. En primer lugar está, por supuesto, la clásica solución “espacial” de Harvey (1989), en la que la inversión en la expansión del desarrollo turístico proporciona enclaves geográficos para la acumulación de capital. En segundo lugar, la solución “temporal” de Harvey, en la que el capital se invierte con la promesa de su retorno futuro y/o en la que el “tiempo de rotación” del capital invertido se reduce de tal manera que “la aceleración de este año absorbe el exceso de capacidad del año pasado” (1989: 182). En la venta más común de una experiencia efímera, en lugar de un producto duradero, el turismo tiende a lograr dicha aceleración de la rotación de capital especialmente bien (Fletcher, 2011). El turismo también facilita una solución combinada “espacio-temporal” cuando, por ejemplo, la ayuda al desarrollo internacional para la construcción de infraestructura turística consigue el desplazamiento espacial y temporal de forma simultánea.

Sin embargo, esto es solo el comienzo, ya que hay muchas otras formas en que el turismo puede ser identificado como generador de problemas, creados por el desarrollo capitalista en su búsqueda de nuevas vías para la acumulación. Hay, por ejemplo, lo que Guthman (2015) describe como una especie de “solución corporal”, en la que se crean industrias para hacer frente a los problemas físicos (por ejemplo, la obesidad) creados por otros negocios. De esta manera, el cuerpo se convierte en un lugar privilegiado de la acumulación (Harvey, 2000), absorbiendo al mismo tiempo y purgando los frutos de la producción capitalista y creando valor adicional en ambos aspectos de este proceso. Un sinnúmero de experiencias de turismo, pero en especial fenómenos como los “campamentos de entrenamiento” para perder peso pueden servir para demostrar este funcionamiento. También existe lo que Katja Neves y yo hemos llamado una “solución psicológica”, en la que el estrés, la ansiedad y la infelicidad —comúnmente atribuidos a la naturaleza alienante de la mayor parte del trabajo en una economía capitalista— se palían mediante experiencias de turismo que permiten a los clientes “alejarse de todo” y así reponer su energía para trabajar más y mejor a su regreso a la “vida real” (Fletcher y Neves, 2012).

Si bien lo anterior es común a la mayoría de tipos de turismo, las formas del llamado turismo “responsable”, que tratan de abordar específicamente determinados problemas sociales y medioambientales, pueden proporcionar una serie adicional de soluciones. Por ejemplo, la que Doane (2012) llama una “solución social”, en la que los productos del tipo “comercio justo” se comercializan en base a su supuesta capacidad para corregir los problemas socioeconómicos, como la desigualdad, causadas por otras formas de desarrollo capitalista. Actividades como el ecoturismo, que también se comercializa asociada intrínsecamente a una supuesta capacidad para corregir problemas ambientales (Honey, 2008), pueden verse como una contribución a lo que Castree (2008) etiqueta como una serie de “soluciones” ambientales. Castree identifica varias de estas soluciones, incluyendo: 1) la mercantilización y comercialización de nuevas formas de “capital natural”; 2) el reemplazo del control estatal de los recursos con los mercados capitalistas; 3) la intensificación de la explotación de un recurso natural, proporcionando aumentos de los beneficios a corto plazo; y 4) la transferencia de la responsabilidad del gobierno de los recursos (y, por lo tanto, de los ingresos) de los estados a los actores no estatales. Todas estas soluciones se pueden encontrar en diferentes ejemplos de ecoturismo. Además, el ecoturismo es capaz de convertir la escasez de recursos, causada por formas de extracción capitalista, en una fuente adicional de valor. Por ejemplo, mediante la comercialización de esta misma escasez como la base del llamado “turismo de extinción”, invitando a los turistas a ver los aspectos de la naturaleza (glaciares, selvas tropicales, osos polares, etc.) antes de que desaparezcan (Fletcher y Neves, 2012).

Turismo como gubernamentalidad neoliberal

La perspectiva postestructuralista complementa el análisis marxista descrito anteriormente, poniendo de relieve la forma en que el turismo contribuye a una forma particular de gobierno, tanto dentro como fuera de su funcionamiento como industria capitalista. Para ello, la exploración de la relación entre el turismo y el neoliberalismo es particularmente pertinente. El análisis recientemente publicado de Foucault (2008), dedicado a El nacimiento de la biopolítica, analiza el auge del neoliberalismo como una nueva forma de “gubernamentalidad”, complicando con su enorme influencia el debate sobre este concepto simbólico. En el análisis de Foucault, el neoliberalismo prescribe una estrategia particular de «conducción de la conducta», un tipo intervención ambiental en lugar de la sujeción interna de los individuos” (2008: 260) que funciona principalmente a través de la creación y manipulación de las estructuras de incentivos externos, en términos de qué sujetos toman decisiones relativas a las formas de actuación. En este sentido, el objetivo principal de la gobernabilidad neoliberal es entregar un beneficio suficiente (principalmente monetaria), que los cálculos de coste-beneficio de los actores determinarán, a favor de uno de los resultados deseados (Fletcher, 2010). Mientras que el neoliberalismo se describe comúnmente como una forma particular de capitalismo (Harvey, 2005), en el análisis de Foucault no es solamente esto, sino que se trata de un enfoque global para gobernar el comportamiento humano en general, que opera no solo dentro de los mercados económicos, sino que va mucho más allá al promover las transacciones de mercado como el modelo apropiado para la gobernabilidad en todos los ámbitos sociales.

Desde esta perspectiva, la promoción generalizada del turismo como una estrategia clave para el desarrollo internacional es un buen ejemplo de tal gobierno neoliberal, destinada a sustituir la regulación estatal directa de la industria del turismo por mecanismos a través de los cuales alcanzar beneficios económicos, vinculados a políticas sociales y medioambientales, que pueden obligar a las empresas a ejercer formas adecuadas de autogobierno mediante la responsabilidad social corporativa (RSC) (Fletcher, 2011). Los sistemas de certificación para el turismo “sostenible”, cada vez más adoptados en todo el mundo, constituyen un elemento central de esta estrategia (Medina, 2005). En su énfasis por incentivar la conservación de los recursos naturales, haciendo un uso “no consuntivo” de los recursos in situ más lucrativo que su extracción, el ecoturismo, en particular, puede ser visto “no sólo como un reflejo del neoliberalismo global, sino… como uno de sus principales impulsores, que extiende los principios neoliberales a una gama todavía más amplia de fenómenos biofísicos” (Duffy, 2012: 17). Honey (2008) es muy explícito acerca de esta estrategia, afirmando que la promoción del ecoturismo comúnmente encarna lo que ella llama la “teoría de los participantes”, por su convicción de que “la gente va a proteger lo que les proporciona valor” (2008: 14).

Conclusión: hacia un turismo postcapitalista

Los impactos sociales y ambientales negativos de buena parte de la actividad de la industria del turismo mundial ya han sido documentados exhaustivamente desde hace bastante tiempo (Mowforth y Munt, 2003). El análisis anterior, desde la perspectiva de la ecología política, ayuda a explicar por qué la industria turística sigue creciendo tan rápidamente y por qué recibe tan fuerte apoyo de un amplio abanico de actores influyentes, desde el Banco Mundial hasta diversas organizaciones no gubernamentales que operan en comunidades en todo el mundo, aunque eso pueda parecer contradictorio. Las dos líneas principales de investigación en ecología política —la marxista y la postestructuralista, respectivamente— ofrecen explicaciones diferentes pero complementarias. Una perspectiva marxista demuestra la manera cómo funciona el turismo, no solo como una forma clave de la expansión capitalista, sino más aún: como un mecanismo para el sostenimiento del sistema capitalista en su conjunto, paliando las contradicciones inherentes que amenazan su supervivencia a largo plazo. Una perspectiva postestructuralista, por su parte, describe el turismo como un motor clave de la gobernabilidad neoliberal que ha transformado la relación entre los estados, la economía y la sociedad civil en todo el mundo durante las últimas décadas. Juntas, ambas perspectivas iluminan tanto los enormes obstáculos, como el camino hacia un proyecto para definir mejores modelos turísticos y encontrar las mejores estrategias para alcanzarlo.

Mientras que la evidencia de los impactos negativos del turismo lleva a algunos a concluir que la industria mundial en su conjunto es inherente a la explotación y que, por lo tanto, deben ser desmanteladas por completo (por ejemplo, Mowforth y Munt, 2003), otros sugieren que, si se practica en la forma de turismo justo, en realidad se puede convertir en una fuerza de la justicia social, incluso potencialmente post o anticapitalista (Higgins-Desbiolles, 2006; 2008). En este sentido, Robinson afirma: “No es que el turismo per se convierta las culturas, los pueblos y el medio ambiente en materias primas; es el turismo capitalista el que lo hace”. Y lo hace insistiendo en que el turismo “no tiene por qué ser una actividad capitalista” (2008: 133, énfasis en el original), sino que puede perseguir formas no capitalistas. Esto, ciertamente, no implica, sin embargo, que el turismo no capitalista sea necesariamente mejor que su contraparte capitalista. Se han producido muchos de los mismos problemas que en las capitalistas en “sociedades socialistas realmente existentes” (Honey, 2008). Se trata, más bien, de insistir en que alejarse de la acumulación capitalista es una necesidad, aunque no suficiente, para desarrollar el potencial progresista del turismo. Sin embargo, esto no significa necesariamente que la reforma del turismo requiera indefectiblemente el desmantelamiento del sistema capitalista en su conjunto. Por contra, siguiendo (hasta cierto punto al menos) las perspectivas económicas de J. K. Gibson-Graham (2006), podemos perseguir formas de comunitarismo y otras prácticas no capitalistas en los intersticios de la economía capitalista con mayúsculas. Incluso tratándose de un turismo inserido en una economía política capitalista dominante, incluso entonces, todavía puede intentarse que contribuya a generar procesos no capitalistas, en la medida en que contrarreste la acumulación y la consolidación de capital.

Para los ecologistas políticos, una preocupación fundamental debe ser siempre la medida en que el turismo exacerba o corrige los problemas, siempre interrelacionados, de la desigualdad y de la degradación ecológica, de conformidad con el foco central de este ámbito en torno a los “conflictos de distribución relacionados con el medio ambiente” (Martínez Alier, 2002). Después de todo, lo que Frantz Fanon (1963: 69) afirmó hace ya mucho tiempo es igualmente cierto en la actualidad: “lo que cuenta hoy en día, la cuestión que se vislumbra en el horizonte, es la necesidad de una redistribución de la riqueza”. Y es en este contexto en que un enfoque postestructuralista sobre gobernabilidad neoliberal se vuelve particularmente relevante. En su característico desdén de los sistemas centralizados de apropiación y redistribución de los recursos, la gobernabilidad neoliberal debe recurrir al crecimiento económico como su “única política social verdadera y fundamental” que permite que “todas las personas logren un nivel de ingresos suficiente que les proporcione seguridad individual, acceso a la propiedad privada y la capitalización individual o familiar con la que absorber riesgos” (Foucault, 2008: 144). Sin embargo, está claro que evitando mecanismos para la redistribución directa del capital acumulado, las políticas neoliberales, de hecho, tienden a exacerbar la misma desigualdad que aparentemente buscan corregir (Wilkinson y Pickett, 2010). Por lo tanto, orientar la capacidad del turismo para contribuir a la distribución equitativa de la riqueza requiere prestar atención no solo a su carácter capitalista, sino también a las estructuras de gobierno neoliberal generales que este también encarna. Asumir la perspectiva de Foucault sobre este tema nos permite entender el neoliberalismo como una sola de las constelaciones de diferentes gubernamentalidades que podrían apuntalar nuestros esfuerzos en este sentido (Fletcher, 2011).

El éxito del turismo como instrumento de justicia social, en suma, debe medirse por el grado en que contribuye a alcanzar políticas ambientales postcapitalistas y postneoliberales alcanzando: 1) formas de producción que no se basen en la apropiación privada de la plusvalía; y 2) formas de intercambio no destinadas a la acumulación de capital; que 3) internalicen totalmente los costos ambientales y sociales de la producción, de manera que no promuevan la mercantilización y 4) se basen en regímenes de propiedad común (Agrawal, 2003). Asumir esto, tanto en el ámbito del turismo y como en otros, es nuestro principal desafío para el futuro.

Referencias

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* Grupo de Sociología del Desarrollo y Cambio. Universidad de Wageningen, Países Bajos

[1] Denominación procedente del documental clásico de Dennis O’Rourke, referenciado por MacCannell (1990).


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