Nicholas Hildyard*

 

Si la multinacional petrolera británica British Petroleum (BP) no hubiese ido a Colombia, Marta Hinestroza no sería hoy una refugiada en Gran Bretaña y centenares de agricultores, cuyos intereses esta abogada representaba, no habrían perdido sus medios de subsistencia. El espantoso periplo que llevó a Marta desde Colombia a Londres comenzó en el pueblo de Zaragoza, en cuyo ayuntamiento se desempeñaba como defensora popular (ombudsman). La BP había iniciado la construcción del oleoducto de Ocensa en las proximidades y no pasó mucho tiempo sin que Marta comenzase a recibir las quejas de agricultores cuyas tierras habían quedado inutilizables debido a las actividades de la empresa. Sus investigaciones y las de otros colegas de profesión pronto les hicieron destinatarios de amenazas de muerte. Los defensores populares de cuatro poblaciones vecinas fueron asesinados y la tía de Marta recibió la «visita» de un grupo de paramilitares que la sacaron de su casa y le amenazaron. Cuando Marta continuó presionando en defensa de los derechos de sus clientes, los paramilitares le hicieron una oferta: te retiras o mueres. Marta sintió que no le quedaba otra opción que huir del país. «¿Cómo puedo ayudar a alguien si estoy muerta?» comentaría posteriormente (Hinestroza, 2003).

En todo el mundo, cientos de miles de personas se ven forzadas a abandonar sus hogares para dejar sitio a las minas, campos petrolíferos y de gas, oleoductos, centrales eléctricas y refinerías que proporcionan la energía que la economía mundializada necesita. Algunos son desposeídos porque sus tierras son directamente ocupadas por las infraestructuras para la producción energética; otros los son debido a que la contaminación resultante arruina sus tierras e imposibilita la subsistencia; otros más, como es el caso de Marta, se convierten en víctimas de intimidaciones y hostigamientos por intentar defender los derechos de los afectados. A todos ellos hay que sumarles las innumerables personas que acaban sin hogar debido a los impactos climáticos provocados por el consumo de los combustibles que se han extraído, o por los conflictos generados por esas actividades extractivas.

Tales «refugiados ambientales» no gozan de derecho de asilo según la legislación internacional. Peor aún, muchos de los derechos de los que sí disfrutan son frecuentemente ignorados. La compensación por los perjuicios que han sufrido generalmente es irrisoria y, lejos de beneficiarse de los proyectos que los han desplazado, acaban padeciendo sus impactos adversos.

Por contra, los sectores petrolero, minero y de gas continúan siendo receptores de enormes subsidios gubernamentales, sin los cuales muchos proyectos extractivos dejarían de ser viables económicamente. La eliminación de tales subsidios es un prerrequisito para cualquier cambio en favor de modelos más sostenibles de producción energética. También es de justicia exigir compensaciones para todos aquellos desplazados y por el legado estructural que han dejado los anteriores métodos de explotación de los recursos naturales.

¿CUÁNTOS?

Oficialmente, las Naciones Unidas (NU) definen como «desplazados ambientales» a unos 24 millones de personas de todo el planeta. Entre esos refugiados se cuentan los temporalmente desplazados por causa de terremotos, ciclones e inundaciones y los permanentemente desplazados debido a «cambios en su hábitat» (por ejemplo, debido a la creación de embalses al construirse grandes presas) o porque «su hábitat original no está en condiciones de satisfacer sus necesidades básicas» (UNHCR / ACNUR, 2002). Cada año se suman diez millones de personas a las filas de los desplazados (Mehta y Gupta, 2003; UNHCR / ACNUR, 2003). Según investigadores de Naciones Unidas, el aumento del nivel de los océanos, la desertificación y la disminución de las fuentes de agua potable pueden llevar el número total de desplazados hasta los 50 millones a fines de la presente década (Adam, 2005).

Pese a que los daños ambientales ocasionados por la extracción y explotación de petróleo y gas y por la minería son ampliamente reconocidos, no existe ninguna cifra –ni siquiera una estimación- sobre la cantidad total de personas desplazadas para poder proporcionar los 80 millones de barriles de petróleo (EIA, 2007), 2.750 millones de metros cúbicos de gas natural (BP, 2006b) y los 5.800 millones de toneladas de carbón (WCI, 2007) que se consumen anualmente en todo el mundo. La ausencia de esos datos contrasta notoriamente con la plétora de estadísticas disponibles en cualquier otro aspecto relacionado con las industrias petrolífera, minera o de gas. Abundan las bases de datos; por ejemplo, las que detallan las reservas mundiales estimadas de carbón recuperable (909.064 millones de toneladas), el crecimiento de la producción mundial de carbón (un 78% desde 1980), el principal país exportador (Australia: 250 millones de toneladas), el principal productor (China: 2.226 millones de toneladas), los principales consumidores (la región Asia-Pacífico: 68% de la producción mundial) (WCI, 2007) y el número de minas de carbón en cada país (China: 97.000; EE UU: 1.453) (IEA, 1994; EIA, 2002). Pero estas estadísticas no van acompañadas por las cifras equivalentes en lo relativo a la cantidad de personas afectadas por tales actividades.

En los impactos sociales y ambientales de la explotación de petróleo, carbón y gas, no se ha cuantificado la magnitud de la desposesión que esas industrias han generado, tanto en el pasado como en el presente

De igual modo, pueden conseguirse en internet (por cierto precio) mapas obtenidos por satélite que indican la ubicación de todos los pozos petrolíferos del mundo (40.000 en total) (O’Rourke y Connolly, 2003), todos los oleoductos y gasoductos (para EE UU: «355.800 millas de gasoductos existentes y proyectados, de todos los diámetros, diferenciados según propietario y según diámetro de la tubería») (Platts, 2007a), todas las instalaciones subterráneas para almacenamiento y procesamiento de gas, todas las instalaciones (tanto existentes como proyectadas) de gas natural líquido (GNL), todas las terminales de buques cisterna (Petroleum Economist, 2007) y todas las minas de carbón de América del Norte (Platts, 2007b). Pero los mapas, al igual que las bases de datos, no dan ninguna pista sobre aquellos que una vez vivieron donde ahora se alzan las infraestructuras de las modernas industrias petrolífera, minera y de gas. En las bases de datos, las personas sólo figuran como cifras conjuntas de personal empleado. Sin embargo, quienes perdieron sus medios de supervivencia debido a las industrias extractivas son invisibles. A diferencia de los activos físicos (reservas de carbón, oleoductos y gasoductos y hasta el personal altamente capacitado), los desposeídos no forman parte de lo que Platt’s, el «principal proveedor mundial de información sobre energía y metales», define como «información fidedigna que puede transformarse en actividades lucrativas» (Platts, 2007c).

Aun en estudios centrados explícitamente en los impactos sociales y ambientales de la explotación de petróleo, carbón y gas, no se ha cuantificado la magnitud de la desposesión que esas industrias han generado, tanto en el pasado como en el presente. Por ejemplo, en 2002, el Banco Mundial encargó al ex Ministro de Población y Medio Ambiente de Indonesia, Emil Salim, que hiciese una revisión de todos los préstamos que el Banco había concedido para proyectos en los sectores del petróleo, el gas y la minería, las habitualmente denominadas »industrias extractivas». Su informe, publicado en 2004, es honesto en lo relativo a los efectos del reasentamiento forzado (destacando el «grave y desastroso daño» causado por los reasentamientos involuntarios a «los derechos civiles, políticos, económicos, sociales y culturales básicos de un gran número de personas, tanto individual como colectivamente» (EIR, 2004)) pero no aporta cifras que confirmen la magnitud de tales desplazamientos en todo el mundo. Una de las razones, que demuestra claramente hasta qué punto la gente no existe en la mente de quienes financian y operan las industrias energéticas del planeta, es que el mismo Banco Mundial apenas se ha preocupado por investigar la suerte de los afectados por los proyectos que financia. Hablando claro: las cifras no existen. Un informe paralelo, financiado por la Global Mining Initiative (creada por las diez mayores empresas mineras) (GMI, 2002), es igualmente parco en lo relativo al número de personas afectadas por las actividades extractivas de petróleo, gas y carbón (MMSD, 2002).

DESPOSEÍDOS POR LA ENERGÍA

La ausencia de cifras no debe tomarse como evidencia de que las actividades extractivas de petróleo, carbón y gas no hayan generado desplazamientos forzosos, aunque ese argumento se ha utilizado cuando se investigó el impacto de la minería en Filipinas (Environmental Science for Social Change, 1999). De hecho, tanto los informes del Banco Mundial como de la Global Mining Initiative reconocen la capacidad de las llamadas «industrias extractivas» para causar daños ambientales y perturbaciones sociales. Según el Informe sobre Industrias Extractivas 2004 del Banco Mundial:

Las industrias extractivas pueden causar degradación ambiental. La exploración y explotación de industrias extractivas puede provocar la deforestación de terrenos y la pérdida de hábitats. La construcción de caminos de acceso puede abrir territorios vírgenes para que sean explotados. La eliminación de los desechos de la minería puede contaminar la zona circundante. Los fosos de residuos pueden desbordarse o filtrarse a los acuíferos. Otros pueden ser arrojados a vías de agua, contaminando los suelos y napas de la zona. Aun cuando los residuos son almacenados adecuadamente, los diques que los contienen pueden desbordarse. Los drenajes ácidos procedentes de las minas también contaminan el suelo y las aguas, al igual que los derrames de mercurio y cianuro. Los escapes de petróleo durante su transporte pueden contaminar tierras y costas. La combustión del gas puede causar contaminación atmosférica y generar gases de efecto invernadero. La extracción de recursos, especialmente de minerales, exige grandes cantidades de agua que pueden reducir su disponibilidad para las comunidades vecinas al hacer disminuir los acuíferos. La degradación ambiental puede, a su vez, destruir los medios de subsistencia que los recursos locales ofrecen. Esas industrias pueden también provocar perturbaciones sociales y ocasionar conflictos entre comunidades. Las comunidades existentes pueden verse desplazadas para dejar sitio a nuevas actividades industriales. Aun cuando esto no sucede, las nuevas actividades provocan con frecuencia una considerable afluencia de personas a la región, trastornando a la comunidad local. Las comunidades pueden padecer un incremento de problemas sociales como el alcoholismo, el juego de apuestas, la prostitución y la violencia contra las mujeres. La salud de los pobladores puede verse perjudicada por el influjo de los nuevos habitantes o por la contaminación que genera el yacimiento. La existencia de nuevos ‘ganadores y perdedores’ derivados del proyecto puede causar desavenencias en las comunidades. Las mujeres son las que con mayor frecuencia pueden padecer los problemas sociales ocasionados por nuevos proyectos. Las comunidades pueden tornarse totalmente dependientes de los beneficios que proporciona un proyecto extractivo y convertirse en «pueblos fantasmas» si no tienen fuentes alternativas de ingresos cuando el proyecto acaba (EIR, 2004).

La inexistencia de informes (un síntoma claro de la falta de interés por conocer el impacto humano de la explotación de fuentes de petróleo, carbón y gas) puede haber ayudado a la industria y los gobiernos a ocultar la magnitud de los desplazamientos relacionados con la extracción de combustibles en todo el mundo, pero la devastación causada por cada proyecto individual no puede ser ocultada. Sus historias demuestran los daños sociales y ambientales infligidos a las comunidades en cada una de las etapas del proceso de extracción de combustibles fósiles: desde los caminos abiertos a través de selvas y tierras agrícolas para hacer accesibles nuevas zonas a explorar hasta las voladuras, perforaciones y excavaciones necesarias para extraer el petróleo, el carbón y el gas del subsuelo; pasando por la contaminación del aire y del suelo provocadas por los desechos que esos procesos generan, hasta las fugas y los derrames que se producen durante su transporte, la contaminación química debida a accidentes durante su refinación y, finalmente, los desplazamientos y contaminación secundarios causados por el consumo de los combustibles fósiles que han sido extraídos (Leiderman, 1998; Harvard Medical School, 2002; Caruso et al., 2002).

A continuación señalamos algunos ejemplos que ilustran la problemática:

República Checa: Durante la década de 1950, amplias zonas del norte de Bohemia (actualmente en la República Checa) comenzaron a ser explotadas por el régimen comunista entonces vigente como minas de carbón de baja calidad. Durante las tres décadas siguientes, 116 aldeas y sectores de varias ciudades fueron borrados del mapa, haciendo que más de 200.000 personas perdiesen sus hogares (Leiderman, 2004). «Un hecho notoriamente nefasto fue la destrucción del centro histórico de la ciudad de Most, entre fines de los años sesenta y principios de los setenta, para explotar una rica veta de carbón», informa Eagle Glassheim, profesor de historia en la Universidad de British Columbia, en Canadá. «En la ‘Nueva Most’ se hacinó a decenas de miles de personas en edificios prefabricados baratos, con poca oferta de servicios, espacios verdes y actividades culturales. Most se convirtió en un caso emblemático de la obsesión del régimen por la producción, sin tener en consideración los costes humanos. Quienes visitaban Most y el norte de Bohemia después de mediados de los años sesenta, describían la región como un paisaje lunar, un campo de batalla o una tierra baldía» (Glassheim, 2004).

La inexistencia de informes (un síntoma claro de la falta de interés por conocer el impacto humano de la explotación de fuentes de petróleo, carbón y gas).

Colombia: Extendiéndose sobre una superficie de 38.000 hectáreas, Cerrejón Zona Norte es la mayor mina de carbón a cielo abierto de Sudamérica y una de las más grandes del mundo (Chomsky, Moody, Solly, 2003). Originalmente fue propiedad de la empresa minera estatal Carbocol y de Intercor, una subsidiaria de la Exxon. Entre 2000 y 2002 se hizo cargo de ella un consorcio europeo de los gigantes de la minería Anglo American (Reino Unido), BHP Billiton (Reino Unido/Australia) y Glencore (Suiza). (thesaddleroomrestaurant.com) Actualmente está en proceso de duplicar su producción, de 22 millones a 40 millones de toneladas anuales. Gran Breta- ña, Dinamarca y los Países Bajos están entre los principales compradores de carbón colombiano.

Las comunidades locales fueron desplazadas por la fuerza para dejar sitio a la mina, que inició sus actividades en 1977; muchos de los afectados nunca percibieron compensación. Simultáneamente, el tendido de una línea férrea que une la mina con Puerto Bolívar también ocasionó perturbaciones sociales masivas al atravesar el territorio tradicional del pueblo Wayuu y destruir parajes sagrados y cementerios.

Las poblaciones locales también deben enfrentarse a la contaminación que provocan los centenares de puntos donde se quema el gas que aflora cuando se extrae petróleo.

Las comunidades que cuestionaron la contaminación provocada por la mina también fueron reasentadas por la fuerza. Como resultado de acciones legales emprendidas en los años noventa, los residentes de Caracoli y Espinal lograron que una orden judicial obligase a la empresa a protegerles del polvo y otros agentes contaminantes producidos por la mina. La respuesta de la empresa fue desalojar violentamente de sus hogares a los pobladores y ubicarlos en un resguardo, es decir, una reserva indígena. Quienes se resistieron, fueron «trasladados durante la noche a una zona sin agua y agrícolamente improductiva situada a pocos kilómetros del nuevo asentamiento» (Chomsky, Moody, Solly 2003). En otro lugar, en 2001, la empresa que opera la mina destruyó la aldea de Tabaco, después de que sus habitantes se negaran a trasladarse sin un adecuado compromiso previo sobre el reasentamiento. Una resolución de la Corte Suprema de Colombia que obligaba a la empresa a reconstruir Tabaco en un nuevo emplazamiento ha sido ignorada.

Conforme la mina continúe expandiéndose, se pueden ya prever nuevos desplazamientos forzosos.

Delta del Níger: Más del 80% de los ingresos del gobierno nigeriano, el 40% del PIB y el 90% de los beneficios en divisas provienen del petróleo (Rowell, Marriott y Stockman, 2005), obtenido en gran medida en el delta del río Níger. Sin embargo, poco se han beneficiado de esa riqueza los directamente afectados por la explotación petrolífera. En la tierra de los Ogoni, un área de unas 400 millas cuadradas en la zona oriental del delta, donde la multinacional Shell/BP halló y comenzó a extraer petróleo a mediados de los años cincuenta, muchas aldeas siguen careciendo de servicios básicos como la electricidad y el agua potable (Rowell, Marriott y Stockman, 2005).

Actualmente, Shell, conjuntamente con la Corporación Nacional Nigeriana del Petróleo, la italiana AGIP y EPNL (una subsidiaria de la multinacional francesa Total), explota una concesión de 31.000 kilómetros cuadrados (aproximadamente la extensión de Cataluña y las islas Baleares) que incluye tanto zonas costeras como áreas de aguas poco profundas en la desembocadura del delta (Shell, 2007). Los 6.000 kilómetros de oleoductos de la empresa forman un tejido por todo el delta, conectando un millar de pozos de petróleo. Otras multinacionales que también operan en Nigeria son los gigantes estadounidenses Chevron y Texaco y la italiana ENI.

Por todo el delta, los escapes de petróleo de las tuberías corroídas han contaminado seriamente los ríos locales y las tierras de cultivo, imposibilitando la pesca y la agricultura y privando de agua potable a las aldeas. Además, los impactos son a largo plazo: diecinueve años después de un importante escape, un estudio confirmó que la vegetación río abajo «continuaba degradándose debido a la lenta filtración de petróleo crudo procedente del lugar del siniestro» (HRW, 1999).

No se sabe cuánto petróleo se ha derramado desde que comenzara su explotación a fines de la década de 1950, pero un estudio oficial considera que 1,7 millones de barriles «se perdieron en el medio ambiente» durante los veinte años que van de 1976 a 1996 (Groundwork, 2005). Según sus propios cálculos, Shell derramó 9.900 barriles de petróleo durante 2003 en 221 incidentes (Groundwork, 2005). Una vez liberada en el medio ambiente, la contaminación es muy difícil de contener: gran parte del delta está sujeto a inundaciones periódicas y el petróleo derramado es arrastrado río arriba y río abajo por las mareas, esparciéndose por las selvas, manglares y tierras de cultivo del delta. Al ser un crudo liviano, el petróleo también se evapora, incendiándose con frecuencia y provocando así nubes de humos tóxicos (Groundwork, 2005).

Las poblaciones locales también deben enfrentarse a la contaminación que provocan los centenares de puntos donde se quema el gas que aflora cuando se extrae petró- leo. En 1999, el 95% de ese gas fue quemado, comparado con el 0,05% que se quema en las extracciones petroleras de EE UU (Groundwork, 2005). Sólo la Shell tiene 73 de esos puntos de combustión en el delta; si ese gas se envasase, podría proporcionar energía eléctrica a todas las aldeas próximas a los pozos (McGreal, 2007). No se han investigado los efectos sobre la salud de estas llamaradas -que emiten un cóctel de sustancias químicas entre las que destaca el benceno, un cancerígeno reconocido- pero los pobladores que padecen día y noche este rociado químico denuncian «molestias respiratorias, enfermedades cutáneas, abortos espontáneos, cánceres y otras dolencias» (Groundwork, 2007). En 2001, la Comisión Africana de Derechos Humanos y de los Pueblos dictaminó que el gobierno nigeriano había violado el derecho a la salud «y a un medio ambiente satisfactorio y favorable al desarrollo» del pueblo Ogoni, al no prevenir la contaminación y la degradación ecológica (ESCR-Net, sin fecha). Cuatro años después, Johan Gbemre, de la comunidad Iwherekan, logró que la Corte Federal Suprema de Nigeria reconociera como inconstitucional la quema de gas y que las empresas petroleras debían dejar de provocar llamaradas en el delta (Federal Court of Nigeria, 2005). Shell apeló la decisión, que también afectaba a las demás petroleras que operan en Nigeria, pero posteriormente se le conminó a cesar de quemar gas en Iwherekan en 2007 (Milieudefensie, 2007). Hasta el momento, Shell no ha acatado dicha orden (Friends of the Earth Europe, 2007).

Los llamados para que se acabe con la degradación ambiental y para que las poblaciones locales tengan una mayor participación en los beneficios generados por la industria del petróleo han obtenido como respuesta una brutal represión militar. Se calcula que los «operativos de desgaste» llevados a cabo por la Fuerza Policial Móvil de Nigeria (conocida por los lugareños como los «mata y huye») contra las aldeas de los ogoni han causado al menos 2.000 muertes y dejado sin hogar a 80.000 personas (Rowell y Wiwa, 2000). En 1995, nueve activistas ogoni –Ken Saro Wiwa, Baribor Bera, Saturday Doobee, Nordu Eawo, Daniel Gbokoo, Barinem Kiobel, John Kpuinen, Paul Levura y Felix Nuate- fueron juzgados y condenados a la horca por el gobierno nigeriano en lo que John Major, entonces Primer Ministro británico, definió como un «asesinato judicial». En los meses que siguieron a las ejecuciones, un millar de ogonis se vieron obligados a exiliarse en Benin (HRW, 1996).

Sin embargo, los proyectos más recientes siguen estando bastante alejados de las «mejores prácticas» a las que se han comprometido (al menos sobre el papel) los principales líderes empresariales.

Pese a ciertos intentos de la Shell y otras empresas de sanear sus operaciones, la represión y la degradación ambiental han continuado, no sólo contra los ogoni, sino contra otros grupos étnicos del delta. Entre 1996 y 1998, cerca de doscientas personas fueron asesinadas como consecuencia de las reclamaciones del pueblo ijaw para que acabasen las actividades petrolíferas (Remember Ken Saro Wiwa Project, 2005). «Estamos hartos de las llamaradas de gas, las fugas de petróleo, las explosiones y ser tachados de saboteadores y terroristas», han declarado los ijaw. En 1999, los militares destruyeron Odi, una población de 15.000 personas en la zona ijaw «demoliendo todos los edificios, excepto el banco, la iglesia y el centro sanitario» (Rowell y Wiwa, 2000). Cientos de civiles desarmados fueron masacrados. En 2005, la Fuerza Especial de Tareas del ejército incendió la aldea de Odiama, matando al menos a 17 personas y arrasando el 80% de las viviendas, después de una disputa por tierras entre los pobladores y la Shell (Amnesty, 2005). El presidente del consejo local de jefes, L.D. I Orumieagha-Bari, relata la atrocidad:

Cerca de las diez de la noche llegaron los soldados en 15 embarcaciones. Eran unos cien hombres. Comenzaron a derramar gasolina en las viviendas. No podría calcular la cantidad de bombas incendiarias que utilizaron, eran demasiadas. Disparaban armas de grueso calibre, no utilizaron granadas de humo. Los niños de dos y tres años y los ancianos permanecieron dentro de sus casas, un niño de doce años murió por los disparos (Amnesty, 2005).

Tras décadas de resistencia no violenta en el Delta, cada vez más las comunidades e individuos han pasado a tratar de defenderse de esta situación de injusticia mediante medios violentos. Desde el año 2000 se ha producido un creciente número de secuestros —dirigidos a trabajadores extranjeros de la industria petrolera—, voladuras de conducciones petroleras, y confrontaciones armadas con el estado, que son reclamadas por una gran variedad de grupos. En el momento de escribir este texto el grupo más importante es el Movimiento para la Emancipación del Delta del Ní- ger. En varias ocasiones la insurgencia ha forzado a Shell a parar la mitad de sus operaciones en el interior de la zona, igualmente han forzado la parada de la extracción petrolera a otras empresas (McGreal, 2007).

Ecuador: Entre 1962 y 1992, las actividades petrolíferas de la multinacional estadounidense Texaco (actualmente propiedad de Chevron) dieron como resultado la deforestación de cerca de un millón de hectáreas de selva en la Amazonia ecuatoriana y el derrame de unos ocho millones de litros de petróleo crudo (Oil Change, 2007). Una investigación realizada en 2006 por varias organizaciones no gubernamentales comprobó que Chevron había «arrojado sistemáticamente más de 9.000 millones de litros de subproductos cancerí- genos (llamados ‘aguas de formación’ o simplemente ‘aguas residuales’) directamente al medio ambiente selvático» a través de una red de tuberías que conectan los 350 pozos de la empresa (Amazon Defense Coalition, 2006). Además, «Chevron cavó cerca de un millar de balsas a cielo abierto en medio de la jungla, donde la empresa almacenó fangos y desechos tóxicos generados por las perforaciones y el mantenimiento de las instalaciones. La mayoría de esas balsas están allí desde comienzos de los años setenta y hasta el día de hoy liberan toxinas a las aguas subterráneas, los suelos y el aire.» En esa zona, las tasas de leucemia infantil son cuatro veces más altas que en cualquier otro lugar de Ecuador y se calcula que cientos de lugareños han muerto por causas relacionadas con la contaminación de petróleo. En 2003, treinta mil pobladores ecuatorianos presentaron una demanda colectiva contra la empresa. Pese a que existen tecnologías que podrían haber evitado la peor parte de la contaminación volviendo a inyectar las aguas residuales en los pozos —una técnica que es habitual en los yacimientos de EE UU— la empresa optó por ahorrar dinero arrojando los desechos directamente al medio ambiente, incrementando así sus beneficios en unos 4.500 millones de dólares durante el tiempo que lleva operando en Ecuador. Las comunidades afectadas exigen ahora que Chevron pague los 6.000 millones que costarán las tareas de limpieza (ChevronToxico, 2005).

MÁS DE LO MISMO

Como respuesta a la devastación ambiental y los descalabros sociales provocados por la explotación de petróleo, carbón y gas, los grupos industriales y las instituciones financieras internacionales que los avalan (tanto bancos multilaterales de desarrollo, como el Banco Mundial, y bancos del sector privado), han introducido directrices de «nuevas prácticas» y otras medidas para reducir el impacto del sector extractivo. Por ejemplo, el Banco Mundial tiene ahora una serie de medidas de salvaguarda que pretenden asegurar el reasentamiento justo de los afectados por los proyectos que financia y reducir su impacto ambiental. Las medidas del Banco Mundial han sido adoptadas también, parcial o íntegramente, por algunas Agencias de Crédito a la Exportación (OCDE, 2003; ECGD, 2004) – instituciones gubernamentales o semi gubernamentales que utilizan el dinero de los contribuyentes para que las empresas del país incrementen sus actividades de exportación e inversión (Hawley, 2003; ECAwatch)- y por aquellos bancos privados que han adherido a los llamados «Principios de Ecuador» (Equator Principles).

Sin embargo, los proyectos más recientes siguen estando bastante alejados de las «mejores prácticas» a las que se han comprometido (al menos sobre el papel) los principales líderes empresariales. El oleoducto Bakú-Tiflis-Ceyhan (BTC), gestionado por BP, es un claro ejemplo. Respaldado por las Agencias de Crédito a la Exportación de Francia, Gran Bretaña, Alemania, EE UU e Italia, junto con el Banco Europeo para la Reconstrucción y el Desarrollo (EBRD) y la Corporación Financiera Internacional (IFC) del Banco Mundial, el oleoducto transporta petróleo desde los yacimientos de BP en el mar Caspio, a través de Azerbaiyán y Georgia, hasta la costa mediterránea de Turquía. A pesar de que la IFC lo describe como «un hito en nuestra constante búsqueda de la excelencia en los aspectos ambientales, sociales, financieros y de gobernanza» (IFC, 2007), el proyecto ha generado considerable preocupación entre diversas organizaciones, incluyendo a Amnistía Internacional y el Fondo Mundial para la Naturaleza (WWF), en lo concerniente a sus impactos sociales, ambientales y sobre los derechos humanos.

En 2003, un estudio sobre el impacto ambiental en el sector turco del oleoducto, encargado por varias ONG internacionales, demostró que el proyecto incumplía la mayoría de las políticas de salvaguarda establecidas por el Banco Mundial. En total, el informe identificó al menos 153 violaciones totales o parciales de las Políticas Operacionales del IFC y del EBRD, además de 18 violaciones totales o parciales de la Directiva sobre Evaluación de Impacto Ambiental (EIA) de la Comisión Europea y al menos dos violaciones directas de la legislación turca, lo que da un total de 173 violaciones a normas de aplicación obligatoria (Baku Ceyhan Campaign, 2003). Una revisión de la EIA hecha por el Departamento para el Desarrollo Internacional británico, establecía diversas instancias donde la empresa no había cumplido en absoluto con las directrices del Banco Mundial (DfID, 2003).

Las personas críticas sufrieron también arrestos arbitrarios y, en el caso de Ferhat Kaya, un defensor de los derechos humanos en Turquía, presuntas torturas

Los estudios ambientales preliminares fueron extremadamente inadecuados (por ejemplo, en los 1.000 kilómetros de oleoducto que pasan por territorio turco sólo se estudiaron 23 sitios, muchos de ellos en un solo día, ignorando así los efectos estacionales y migratorios y dando muy poco tiempo para un análisis adecuado) y no se consideraron proyectos alternativos, pese a que las normativas internacionales que condicionan el proyecto así lo establecen (Baku Ceyhan Campaign, 2003).

Entre las violaciones a los derechos humanos denunciadas por los pobladores durante la construcción del BTC se cuentan: uso ilegal de la tierra sin pago compensatorio ni expropiación, pagos inferiores al valor de la tierra, intimidaciones, ausencia de consulta a la población, reasentamiento involuntario y daños a la propiedad y a la tierra. En Turquía se apeló a poderes de emergencia, reservados normalmente para situaciones de desastres naturales, para adquirir tierras saltándose el habitual procedimiento de expropiación e iniciar así rápidamente la construcción del oleoducto. Las personas críticas sufrieron también arrestos arbitrarios y, en el caso de Ferhat Kaya, un defensor de los derechos humanos en Turquía, presuntas torturas.

Durante la construcción, el equipo externo de seguimiento de la propia empresa —el Panel Asesor para el Desarrollo del Caspio (CADP)— advirtió que la presión sobre los contratistas en Turquía para no incurrir en faltas financieras generaba un incentivo institucional para reducir gastos y acelerar los trabajos, especialmente en lo concerniente a la adquisición de tierras y al control de calidad (CADP, 2003). Testimonios de expertos en oleoductos que trabajaron en la sección turca denunciaron un completo incumplimiento de las más elementales medidas de seguridad. Entre ellas destacaban: no permitir el acceso de los ingenieros a los lugares de construcción, ausencia de los especialistas necesarios (por ejemplo, geólogos especializados en seísmos), ningún control de calidad, ignorar y eliminar las advertencias de los profesionales y no respetar las especificaciones de los ingenieros. Un profesional con más de veinte años de experiencia en la construcción de oleoductos lo describió como «el peor proyecto en el que jamás haya trabajado» (Baku Ceyhan Campaign, 2003b).

Las grandes multinacionales de la energía y la minería también han sabido utilizar su incuestionable poder de negociación para asegurarse acuerdos inmensamente favorables a sus inversiones en los países del Sur.

Otras preocupaciones relacionadas con la seguridad tienen que ver con la elección de un revestimiento anticorrosivo que nunca se había utilizado en oleoductos similares. En 2002 —dos años antes de que las ECA y los bancos multilaterales de desarrollo aprobasen la financiación del proyecto— el asesor de la propia BP, Derek Mortimore, advirtió que el revestimiento elegido era «totalmente inadecuado para proteger la tubería». Tal como lo predijo Mortimore, los sectores de oleoducto revestidos con SPC 2888 se han agrietado considerablemente. La empresa no informó de esto a sus patrocinadores, que sólo se enteraron cuando el periódico británico Sunday Times dio a conocer el problema. Posteriormente, se descubrió que más de una cuarta parte del sector del oleoducto que atraviesa Azerbaiyán estaba también afectada. En enero de 2006, a pesar de que BP declaró haber resuelto el problema, una investigación realizada por Bloomberg, la agencia de noticias financieras, confirmó que el agrietamiento había continuado. Bloomberg también informó que BP había contratado para el control de sus bienes en Azerbaiyán a Rasco International Ltd., una empresa constructora con sede en Bakú sin ninguna experiencia previa en el mantenimiento de oleoductos (Clark y Voss, 2007). Un mes después, debido a una reclamación presentada por la ecologista georgiana Manana Kochladze, la Oficina de Responsabilidad de la OPIC (Corporación para la Inversión Privada en el Extranjero) recomendó un control más minucioso del revestimiento del oleoducto para evitar la corrosión y posibles escapes (OPIC, 2007).

SUBSIDIANDO A LAS MULTINACIONALES

El BTC es tan solo uno de los muchos proyectos petrolíferos que han recibido dinero público a través del Banco Mundial y de otros bancos multilaterales de desarrollo. Por cierto, el antiguo presidente de BP, Lord Browne, declaró que el proyecto BTC no hubiese sido posible si los gobiernos no les hubiesen ofrecido ese «dinero público gratuito» para construir el oleoducto.

A pesar de que el mismo Banco Mundial, en su Estudio de las Industrias Extractivas 2003 (EIR, 2004), recomendase eliminar la subvención de proyectos de explotación de petróleo y gas, las ayudas han continuado. Más aun, según estimaciones de Lawrence Summers, ex Secretario del Tesoro de EE UU, «los subsidios a la industria energética mundial se acercan a los 250.000 millones de dólares» (Summers, 2007). Los análisis sobre los préstamos del Banco Mundial realizados por el Instituto para Estudios de Política, con sede en Washington, indican que la financiación de proyectos para la extracción de combustibles fósiles durante la pasada década supera a los destinados a las energías renovables y a la eficiencia energética en una relación de 17 a uno (Vallette, Wysham y Martínez, 2004). Es más, en los diez años posteriores a la Cumbre de Naciones Unidas para el Desarrollo Sostenible de Río de Janeiro, en 1992 —conocida como Cumbre por la Tierra— el Banco Mundial aprobó un nuevo proyecto sobre combustibles fósiles cada catorce días (Vallette, Wysham y Martínez, 2004).

Otros subsidios han provenido de las agencias de crédito a las exportaciones, cuyo apoyo a los proyectos sobre combustibles fósiles hace que cuando se lo compara con los subsidios a las energías renovables, estos últimos resulten insignificantes. Entre 1993 y 2002, el Banco Japonés para la Cooperación Internacional (JBIC) concedió 7.600 millones de dólares a 53 proyectos extractivos de combustibles fósiles y 32 proyectos carboníferos en Asia, mientras que en el mismo período sólo financió seis proyectos de energías renovables. (Baker y Horsman, 2005). Del mismo modo, la política energética del Departamento de Garantías a los Créditos para la Exportación de Gran Bretaña, se muestra tendenciosamente favorable al desarrollo de las industrias del petróleo y el gas, habiendo confirmado recientemente su apoyo financiero para nuevas instalaciones y equipamiento asociado en Irán, Brasil, México, Nigeria, Azerbaiyán, Kazajistán, Argelia y Turquía (WWF, 2006). Por otra parte, las empresas extractoras de petróleo, gas y carbón han recibido el apoyo de las delegaciones comerciales de las embajadas de sus respectivos países, ejerciendo presión a favor de sus proyectos y asegurando los contratos.

Las grandes multinacionales de la energía y la minería también han sabido utilizar su incuestionable poder de negociación —basado no sólo en su riqueza sino también en las alianzas que han forjado con las élites locales— para asegurarse acuerdos inmensamente favorables a sus inversiones en los países del Sur, especialmente en forma de ventajas impositivas y legislación favorable a sus operaciones, sobre todo eximiéndolas de cumplir con costosas regulaciones ambientales y sociales. En los últimos veinte años, por ejemplo, más de setenta países han modificado su legislación sobre minería con la intención de hacerla más «amistosa» con los inversores extranjeros. En ciertos casos, como en Filipinas y Colombia, quienes tenían intereses creados en los sectores del petróleo y del gas han sido los redactores de las nuevas regulaciones (Caruso et al., 2003). Para el oleoducto Bakú-Tiflis-Ceyhan, la BP y sus empresas asociadas lograron un acuerdo que eximía al proyecto de cualquier legislación local que no fuesen las Constituciones de los tres países por los que pasa el oleoducto. Según tales acuerdos, que están especialmente diseñados para garantizar la «libertad de tránsito del petróleo», una fórmula que le otorga derechos al petróleo mismo (Reyes, A, 2005), los tres gobiernos no han hecho otra cosa que ceder al consorcio petrolero la soberanía sobre la ruta del oleoducto (Carrion, 2002); Leubuscher, 2003; Amnesty International, 2003). Los acuerdos establecen también un compromiso de compensar a BTC Co por cualquier nueva legislación ambiental o social que pueda afectar el «equilibrio económico» (léase beneficios) del proyecto.

CUANDO UN REFUGIADO NO ES UN REFUGIADO

Mientras las multinacionales disfrutan del colchón de plumas que le proporcionan las exenciones financieras y legales adecuadas a sus necesidades, a los desplazados por las industrias del petróleo, el gas y el carbón con frecuencia se les niegan sus más fundamentales derechos. La compensación por los daños sufridos es casi siempre inadecuada, si es que la reciben, y aunque algunos han ganado procesos legales contra las empresas responsables (Veraik, 2006), esa posibilidad con frecuencia se les deniega debido a la complejidad de las cuestiones jurisdiccionales y contractuales en juego o debido a la dificultad de acceso a los tribunales.

Los desplazados por la degradación ambiental o por proyectos de «desarrollo» tampoco disfrutan de derechos como refugiados según el Convenio de 1951 de Naciones Unidas Relativo a la Condición de Refugiado, que establece que «refugiados» son aquellos «incapacitados o no dispuestos a regresar debido a un bien fundado temor a persecución por alguna de estas cinco razones: raza, religión, nacionalidad, pertenencia a un grupo social u opinión política» (Naciones Unidas, 1951). En caso de que un refugiado ambiental pretenda establecerse en un país que no es el suyo, será considerado un «inmigrante económico», a pesar del claro fracaso de su propio gobierno para proteger sus derechos y, frecuentemente, de la activa participación de otros gobiernos y empresas multinacionales en crear las condiciones que forzaron su desplazamiento. Mientras algunos han abogado por que se amplíe la definición de «refugiado», otros (en una deprimente muestra del sentimiento racista y contra los inmigrantes que predomina en todo el mundo) argumentan que eso brindaría la ocasión a los sectores contrarios a la inmigración para restringir aun más la definición de refugiados.

Si de lo que se trata es de asegurar los derechos de los refugiados ambientales, es prioritario oponerse a esos sectores contrarios a la inmigración, tanto a escala nacional como internacional. Resaltar el papel de las multinacionales y de los gobiernos occidentales como generadores de migraciones forzadas es una forma de favorecer alianzas entre los movimientos sociales que trabajan con temas de desarrollo, derechos humanos, medio ambiente y refugiados.

CONCLUSIÓN

Los refugiados ambientales y del desarrollo son actualmente el precio humano de las actividades extractivas de petróleo, gas y carbón. Sin embargo, la prevención de futuros desplazamientos no dependerá solamente del establecimiento de nuevas normas ambientales y sociales. Demandará también corregir los desequilibrios de poder que permiten a una parte de la sociedad (las multinacionales y las élites) aprovecharse de la otra (los afectados por las actividades de aquellas) y exigir que las empresas y los gobiernos rindan cuenta de sus actos. La eliminación de los subsidios y cualquier otra forma de apoyo que hoy disfrutan las industrias del petróleo, el gas y el carbón sería un gran paso en la dirección correcta. Otro gesto importante sería el de afrontar el legado estructural de los desplazamientos pasados, mediante reparaciones financieras y de otros tipos. Pero, sobre todo, si no queremos que la historia vuelva a repetirse, es urgente y necesario fortalecer esos movimientos que en todo el mundo están defendiendo los derechos de las comunidades locales a su entorno natural y a sus medios de subsistencia.

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