Jorge Riechmann*

 

ENKI, NINMAH, MARX Y LOS DEMÁS

En el mito sumerio de la creación de la humanidad por el dios Enki y la diosa Ninmah se dan dos circunstancias de interés. La primera, los seres humanos son creados para aliviar a los dioses del pesado trabajo físico, y a partir de entonces son ellos quienes han de ocuparse de mantener y reconstruir el mundo; la segunda es una llamativa integración de los discapacitados. En efecto, tras crear a los primeros humanos y embriagarse con el subsiguiente banquete de celebración, «la diosa crea seis seres humanos que se alejan mucho de la perfección, todos tienen algún defecto. Finalmente, Enki logra encontrar un ‘destino’ u ocupación para cada uno de ellos. El que tiene mala vista será cantante, se concede a la mujer estéril una función ritual, la criatura sin órganos sexuales acaba siendo cortesano, y así sucesivamente» (Leick 2002: 46). ¡Bien por las cosmogonías donde el miope y la estéril hallan su lugar en la ciudad de los humanos! Sin embargo, en las reflexiones que siguen me ocuparé más bien de la primera cuestión: ese duro trabajo humano que hace falta para conservar, construir y reconstruir el mundo.

Una razón para hacerlo es la —a mi entender— preocupante difusión de perspectivas «anti-trabajo» entre los movimientos alternativos. Se rechaza no la ética burguesa del trabajo, sino cualquier ética del trabajo, como una herramienta de dominación. Frente a la idea (presente en Marx y otros autores) del trabajo como una fuente potencial de cumplimiento humano (o «autorrealización», valga el anglicismo), frente al análisis marxiano de la alienación como resultado de la organización capitalista de la actividad laboral, un autor como Peter Anthony afirmaba hace más de tres decenios (en su obra The Ideology of Work) que «la paradoja esencial de la alienación es que alcanza un significado sólo como resultado de un exceso de énfasis en unos valores basados en el trabajo y en la ética del trabajo» (Anthony 1977). La ideología del trabajo implica una defensa de la subordinación: para este autor, sólo cabe dar al trabajo una importancia mayor a la de una penalidad necesaria para cubrir necesidades humanas en el caso de que algunos grupos sociales requieran del plustrabajo de otros con fines económicos. En un contexto de liberación humana, por tanto, el trabajo sólo debería denunciarse. En una línea análoga se sitúan trabajos recientes de un economista ecológico tan lúcido e inteligente como José Manuel Naredo (Naredo 2006, sobre todo el capítulo 7).

Como decía, tales perspectivas me inquietan. Creo que discutir estos asuntos en serio nos obliga, en cierta forma a «ir a las raíces»: interrogarnos sobre la naturaleza del trabajo y su significado antropológico. Trataré de ahondar en una perspectiva que ya abrí en Recio y Riechmann 1997, y Fernández Buey y Riechmann 1998 (especialmente en este último libro desarrollo la idea del trabajo como mediación entre sociedad y naturaleza, que aquí aparece sólo esbozada).

EL TRABAJO COMO DIMENSIÓN ANTROPOLÓGICA

¿Qué es el trabajo? Una definición que puede servirnos como punto de partida es la siguiente: «la realización de tareas que permiten que la gente se gane la vida en el entorno en que se encuentra» (Watson 1994: 94). La aceptamos a condición de no entender «ganarse la vida» en sentido restrictivo, es decir, de no dar por supuesto un orden económico de producción de mercancías: entenderemos esta expresión como equivalente a satisfacer las necesidades humanas. Una primera pregunta sería: ¿trabajan los animales no humanos?

Todas las criaturas vivas gastan parte de sus energías en actuar sobre su medio ambiente para poder satisfacer sus necesidades, y así sobrevivir. La ardilla atesora alimento, el pájaro construye su nido… Aquí se dan despliegues —a menudo impresionantes— de destrezas y esfuerzos musculares. Hay incluso formas de «ganarse la vida» que incluyen mediación cultural, por ejemplo entre los grandes simios: la primatología moderna nos ha enseñado mucho sobre las tradiciones culturales de los chimpancés a la hora de «ganarse el pan» (en su caso, más bien las termitas) (Sabater Pi 1992).

Como todos los seres vivos, los humanos tenemos que satisfacer nuestras necesidades básicas para sobrevivir (y éstas y otras necesidades y deseos, construidos culturalmente, para vivir bien, más allá de la mera supervivencia). Pero —a diferencia de los demás animales— esta actividad de satisfacción de necesidades no viene determinada rígidamente por un programa genético: como el filósofo Ernst Tugendhat ha analizado con perspicia, we are not hard-wired, «no somos de alambre rígido» (Tugendhat 2002, capítulo 10). El tipo de mediación cultural que interviene entre los seres humanos y los ecosistemas que habitan (merced al lenguaje y la técnica) no tiene parangón entre los animales no humanos. Esto hace que podamos «ganarnos la vida», vale decir satisfacer nuestras necesidades y deseos, de formas mucho más variadas que los animales no humanos.

La acción humana —infradeterminada por lo instintivo, en comparación con los demás animales— se sitúa por tanto en un espacio de indeterminación. «Ganarse la vida» requiere deliberar acerca de los medios para hacerlo (y de los fines), considerar opciones alternativas (basadas en intereses y en valores), organizar la acción colectiva… Que la acción humana no esté determinada por instintos, sino guiada por propósitos, nos introduce en el ámbito del trabajo en sentido propio (no metafórico). Huelga recalcar que estas prácticas humanas presuponen el lenguaje y la técnica.

TRABAJO REPRODUCTIVO Y TRABAJO PRODUCTIVO

Un episodio histórico anecdótico nos pone sobre la pista de algo que me parece importante. En la Europa de los siglos XVII y XVIII, el simpático roedor semiacuático Castor canadensis (el castor del Nuevo Mundo, aunque también hay castores en el norte de Europa) suscitó verdaderos torrentes de admiración por su destreza en la construcción de diques. Es digna de verse la iconografía de la época, que representa a este animalito —despiadadamente cazado a causa de su piel y su carne, por lo demás— formando auténticas brigadas de ingenieros industriales, obreros y capataces. Parece claro que lo que llamaba tanto la atención a los euronorteamericanos de la época eran las habilidades transformadoras del castor: ¡oh maravilla, transforma la naturaleza como nosotros!

Se estaba proyectando sobre los industriosos roedores la alta valoración del trabajo productivo que desplegaba la Europa de la revolución científico-técnica, y luego la Revolución Industrial. De manera general, mientras que los animales no humanos y los humanos preneolíticos realizan sus actividades de satisfacción de necesidades (su trabajo) insertándose en los ecosistemas, a partir de la Revolución Neolítica la estrategia humana implica una profunda alteración de los ecosistemas para dominarlos, rasgo que se exacerba con la Revolución Industrial. Se trata primero de reorientar la productividad de la naturaleza en beneficio humano, y luego de desbordarla con formas de «sobrenaturaleza» que se intenta sean cada vez más productivas.

DIMENSIONES DEL TRABAJO

En el caso de los seres humanos, «ganarse la vida implica mucho más que simplemente elaborar suficientes materias que garanticen la supervivencia física. Las personas no sólo obtienen del entorno lo que necesitan para vivir. En muchos casos, el trabajo transforma de un modo efectivo el entorno y, en el proceso, crea un nivel de vida para algunos que sobrepasa con mucho la subsistencia básica. No sólo eso, sino que el trabajo realizado queda íntimamente ligado a su concepción de sí mismos. Al hablar de ‘ganarse la vida’ estamos tratando simultáneamente con aspectos materiales y culturales de nuestra existencia» (Watson 1994: 94).

Observemos que la cuestión del trabajo —del tiempo de trabajo, y del tiempo liberado del trabajo, y ambos dentro del tiempo de la vida— está en el corazón de las representaciones que podamos hacernos de una sociedad decente; en el corazón mismo de la ética social. Por ejemplo, el poeta y activista de izquierda Kenneth Rexroth describía así su ideal social: «un sistema donde la humanidad y la disponibilidad de tiempo para el disfrute de las artes fueran propiedad de todos los seres humanos» (Rexroth 2009: 80). Como resulta obvio, una división social del trabajo que posibilite una existencia ociosa para minorías privilegiadas, a costa del plustrabajo de otros, resulta incompatible con semejante ideal.

El trabajo humano es multidimensional. ¿Cuáles son las dimensiones fundamentales del trabajo? Si releemos a uno de los clásicos de la ecología política tan importante como E.F. Schumacher, hallaremos que en su libro El buen trabajo —nada más empezar— evoca tres dimensiones básicas del trabajo que cabe sintetizar así:

1. Producción. Producir bienes y servicios necesarios para la vida.

2. Autorrealización o florecimiento humano. Usar y perfeccionar nuestros talentos naturales y nuestras habilidades.

3. Socialización. Colaborar con los demás para «liberarnos de nuestro egocentrismo» (Schumacher 1980: 16).

«Su triple función confiere al trabajo un lugar tan central en la vida humana que es ciertamente imposible concebir la vida a nivel humano sin él. Sin el trabajo, toda la vida se pudre, dijo Albert Camus, pero cuando el trabajo es anodino, la vida se asfixia y muere» (Schumacher 1980: 16). Se puede observar, sin duda, que cada una de estas tres dimensiones es problemática: la producción puede generar males tanto como bienes; las capacidades humanas pueden desarrollarse en muchos sentidos, tanto para lo bueno como para lo malo; hay formas de socialización perversas… Pero con ello no estamos invalidando la mencionada multidimensionalidad del trabajo, sino solamente señalando su carácter ambiguo. Ambigüedad que no es en el fondo sino la misma ambigüedad de lo humano.

«UNA COMBINACIÓN TREMENDA DE COSAS BUENAS Y MALAS»

En una de las escasas ocasiones en que Jacqueline Bouvier, señora de Kennedy, habló sobre su matrimonio con el priápico y brillante presidente de EE UU, se nos dice que dijo: «Los hombres son una combinación tremenda de cosas buenas y cosas malas». Aunque la observación se refería a los varones de nuestra especie, creo que podría aplicarse a los seres humanos en su conjunto. Ahora bien: en esa mezcla estupefaciente que somos los seres humanos, cabe apelar a lo bajo o a lo alto. Se puede estimular el sadomasoquismo o trabajar por el reconocimiento del otro. Se puede fomentar el consumismo y la competitividad agresiva, o desarrollar la conciencia de la finitud y las virtudes de la suficiencia. Se puede tirar de nuestro sistema psíquico hacia abajo o hacia arriba. Es una cuestión de opción personal, y también de políticas públicas.

En este sentido, hoy las cosas no van bien. Diría que nunca, en ninguna época anterior, hubo tal nivel de enajenación en las gentes; y al mismo tiempo la vida social y las jugarretas de los diversos poderes se desarrollan como a la vista de todos, con un curioso nivel de transparencia cínica. Creo que no resulta exagerado, en un país como el nuestro, hablar de envilecimiento colectivo: lo que los anglosajones llaman race to the bottom.

Lo humano es el reino de la ambivalencia radical, donde bendición y maldición van juntas. Así cada una de las esferas de lo humano. El trabajo, que puede ser cumplimiento y autorrealización pero también alienación y opresión; las ideas, al mismo tiempo medio de conocimiento y persiana que tapa la realidad o funda que la sustituye; la ciencia, que nos aproxima a la verdad y simultáneamente posibilita una tecnología que pone en riesgo la misma existencia humana; la técnica, sin la cual no somos humanos —Homo faber— pero que descuella en ingenio para aniquilar al otro; el lenguaje, que hace posibles tanto la poesía como el genocidio…

«EL TRABAJO ARRUINA EL MUNDO»

Un titular de prensa en el verano de 2010 anunciaba: «España alarga la vida de su planta de uranio ante el renacer nuclear» (Rafael Méndez en El País, 18 de agosto de 2010). Lo del «renacer nuclear» está por ver, claro: las empresas eléctricas con intereses nucleares intentan lanzar una profecía que se autocumpla. Pero vamos a lo que nos interesa aquí: ENUSA (la empresa pública del uranio en España) está buscando una asociación con capitales australianos y coreanos para reemprender la minería de uranio en España. Y el alcalde de Saelices lo celebra: «La planta de ENUSA empleaba a casi doscientas personas. Su cierre fue un palo para la comarca, así que esperamos que [la empresa australiana] Berkeley Resources tenga éxito.»

Nótese lo que está en juego: empleo para doscientas personas durante algunos años, aunque la devastación ambiental sea inmensa y aunque el uranio alimente luego un ciclo nuclear de consecuencias dantescas para el futuro humano…

«Ninguna cultura es mejor que sus bosques», dijo el poeta W.H. Auden. El trabajo crea el mundo (cultural), decimos los marxistas; el trabajo arruina el mundo (natural… y también cultural), replicamos los ecologistas. Arbeit ruiniert die Welt se titulaba precisamente un buen libro de Christian Schütze, publicado en 1989. El trabajo tiene esa doble faz de Jano, terriblemente ambigua: como tantas dimensiones de lo humano. Una cultura de la sostenibilidad ha de reconocer, con Auden, que no es mejor que sus bosques. El gran Karl Polanyi apunta hacia una cuestión clave: desmercantilizar. El trabajo en sociedades poscapitalistas debería ser algo cualitativamente distinto a lo que conocemos hoy.«El trabajo no es ni más ni menos que los propios seres humanos que forman la sociedad; y la tierra no es más que el medio natural en el que cada sociedad existe. Incluir el trabajo y la tierra entre los mecanismos del mercado supone subordinar a las leyes del mercado la sustancia misma de la sociedad.» (Polanyi 1989: 195).

TRABAJO REPRODUCTIVO: LA DIMENSIÓN DE GÉNERO

La crisis ecológica, junto con el trabajo reflexivo y práctico de los movimientos feministas en los últimos decenios, nos han hecho pensar de otra forma sobre las relaciones entre la producción y la reproducción social. Si la expansión material de nuestros sistemas socioeconómicos ha tocado techo, si hemos «llenado el mundo», entonces – nos hallamos en una situación histórica nueva. En esta nueva situación, a diferencia de lo que sucedió acaso en las primeras fases de la industrialización, el trabajo reproductivo (tanto el no dañar la reproducción de los ecosistemas, como —en otro plano—la reproducción social global, y el trabajo reproductivo doméstico) tiene y tendrá mucha más importancia que el productivo. Preservar lo que hay tendrá en muchos casos más importancia que crear lo que no hay.

No hará falta insistir en las oportunidades y los peligros que esta nueva situación encierra para las mujeres, ya que en las sociedades capitalistas patriarcales los trabajos de reproducción y cuidado son sobre todo «cosas de mujeres»: la reflexión feminista contemporánea es bien consciente del asunto (Carrasco 1995; Rodríguez, Goñi y Maguregi 1996; Carrasco 2001; Cairó y Mayordomo 2005). Como se ha señalado, entre el ámbito de la producción (caracterizado en el capitalismo por el trabajo asalariado, la producción de bienes y servicios con valor de cambio destinados a los mercados, y la búsqueda de beneficios) y el ámbito de la reproducción (donde el trabajo no remunerado se inserta en redes de reciprocidad y la producción de bienes y servicios con valor de uso se desarrolla en el ámbito de la unidad doméstica bajo relaciones no capitalistas) se dan profundas contradicciones: conflicto de objetivos entre la satisfacción de necesidades humanas y la búsqueda de beneficios crematísticos, y conflicto histórico entre los sexos por la desigualdad de poderes (la opresión patriarcal sobre las mujeres).

Las mujeres, con su trabajo de cuidado y asistencia a los más vulnerables (niños, enfermos, ancianos), como preservadoras de las relaciones sociales, administradoras de las necesidades básicas (alimentación, salud…), encargadas de la limpieza y la administración de residuos, aseguran la sustentabilidad de las sociedades y crean capital social. El trabajo de cuidado y asistencia representa un punto de intersección entre lo social, lo económico y lo ecológico; pero toda esta actividad a menudo es invisible, y todo este trabajo no se reparte de forma equitativa. La doble carga de las mujeres (a través del trabajo remunerado, y del trabajo de cuidado y doméstico no remunerado) sigue viéndose como un problema privado, y lleva a una doble situación de escasez: falta de ingresos y falta de tiempo.

¿HACER SUDAR A LOS DEMÁS EN NUESTRO LUGAR?

Qué destructivo —y cuán «humano, demasiado humano»— es el deseo de vivir sin trabajar. Y no me refiero aquí al rentista que patentemente es un parásito social, sino primordialmente al trabajo donde uno se mancha las manos y se cansa físicamente. El trabajo de «los que viven por sus manos»: campesinos/as, artesanos/as, cuidadores/as de niños y ancianos, obreros/as industriales… En suma, toda esa actividad en el sector doméstico, el primario y el secundario que la cultura dominante considera despectivamente como propio de «economías atrasadas»; y que por el contrario representa un vivo vínculo entre el ser humano y la vida (y su sustrato biofísico).

El movimiento de huida del trabajo manual ¿no tiene mucho que ver con aspirar a la «posición del notario», que tan agudamente ha analizado y criticado José Manuel Naredo? En el deseo de vivir sin trabajar hay un inaceptable rechazo del principio de realidad, o una inaceptable voluntad de dominación sobre los otros (sólo puede uno quedar exento del trabajo manual si otros lo realizan en lugar nuestro). Decía Luigi Verardo, de la Associaçao Nacional dos Trabalhadores e Empresas de Autogestao (ANTEAG) de Brasil (entrevistado por Carlos Amorín en SIREL/ Sindicatos 141, de 13 de octubre de 2004):

«El empleo es la compra de la energía de una persona para que ejecute una tarea predeterminada. El trabajo es la proyección de la persona hacia el medio, es en lo que se realiza, pero el ordenamiento hegemónico actual lo ha transformado en algo inhumano. La autogestión apunta a reponer la convicción de que es posible hacer un trabajo que tenga dimensión humana, y para eso tenemos que luchar con los preconceptos que hemos asumido, según los cuales el trabajo es un yugo, un castigo bíblico, por aquello de Ganarás el pan con el sudor de tu frente. ¿Y qué otra cosa podemos hacer? ¿Hacer sudar a los demás en nuestro lugar?»

EL DERECHO A LA PEREZA

Si simplemente equiparamos «trabajo» con «trabajo asalariado en el capitalismo», y a partir de ahí nos limitamos a los aspectos de dominación, ejercicio de poder y producción de lo superfluo —por aquí van las críticas «anti-trabajo»—, creo que no estamos haciendo bien las cosas. El movimiento obrero formuló una ética del trabajo que en algunos casos estaba demasiado pegada a la ética capitalista del trabajo, y eso sin duda merece crítica. En ocasiones se trataba sin duda de una ética del trabajo demasiado productivista y demasiado puritana. Pero eso no agota las posibles éticas del trabajo.

Un libro que recurrentemente aparece en los debates acerca del trabajo —y que en general no está muy bien leído— es El derecho a la pereza de Paul Lafargue (escrito en 1880-83). Lo que hace el yerno de Marx en su opúsculo no es precisamente despotricar contra el trabajo como tal, sino formular una ética obrera del trabajo alternativa a la burguesa. No se trata de un panfleto contra el trabajo (aunque se sirva abundantemente de burlas, chanzas e ironías que dan esa impresión): es un panfleto contra la explotación capitalista. Lo que viene a decir es: dejemos de despilfarrar, dejamos de perder fuerzas en la producción de lo superfluo, centrémonos en la producción de lo necesario. Propone trabajar sólo tres horas diarias porque con eso sería suficiente —argumenta— para producir los bienes y servicios necesarios para la vida.

Cabe recordar que ya Tomás Moro, en Utopía (1516), propone trabajar seis horas al día. Pronto hará un siglo desde que J.M. Keynes —uno de los grandes economistas de la historia de la humanidad— decía que tres horas de trabajo diario eran suficientes, en el nivel de desarrollo económico que ya entonces habían alcanzado las naciones industriales; Bertrand Russell, más o menos por entonces, decía que bastaban cuatro. Igual que Lafargue y que el movimiento ecologista moderno, pensaban que seres racionales como —supuestamente— lo somos los seres humanos deberían ser capaces de dar una respuesta sensata a la pregunta: ¿cuánto es suficiente?

¿DESIGUALDADES ACEPTABLES?

Uno de los economistas más importantes del mundo contemporáneo, Paul Krugman, señala que, en lo que se refiere a la distribución de ingresos y riqueza, el mundo ha vuelto a los niveles de desigualdad de los años veinte del siglo XX: el capitalismo pre-keynesiano. Si en 1970, en EE UU, el máximo directivo de una empresa cobraba cuarenta veces más que el salario promedio de un trabajador, en el 2000 cobraba mil veces más. ¿Puede el trabajo asalariado de un ser humano valer mil veces más que el de otro?

Ay, estos ejecutivos y hombres de negocios tan neciamente convencidos de que el orden capitalista del mundo es ético y bueno y justo… Pero ¿cómo se puede justificar la sacrosanta propiedad privada? Sólo vinculándola con el trabajo: desde la convicción de que el hard work y el ejercicio de los altos méritos propios conlleva, como recompensa, riquezas y propiedades. Pero una de dos: o bien el hard work se reduce a revender con beneficio, y entonces casi siempre se trata de una actividad antisocial condenable; o bien es trabajo productivo —del que contribuye a crear y recrear el mundo común— y entonces, en las condiciones ultrasocializadas de producción que impone la complejidad social moderna (y su división del trabajo concomitante), se trata de un aporte individual al trabajo socialmente necesario que no justifica exigencias de acumulación privada (pues depende de otras mil contribuciones individuales entrelazadas en una inescrutable maraña). En cualquier economía moderna, ya se coordinen las aportaciones de trabajo individual mediante plan o mediante mercado, la socialización objetiva es tal (la interdependencia a través de la división del trabajo es tan grande) que lo justo sería una distribución muy igualitaria del producto social a través de los salarios (si de mí dependiera: no permitir diferencias salariales de más de uno a cinco).

«NO SEAS FLOJO»

No seas flojo, dice uno de los principios morales indios (aymarás) introducidos en la nueva Constitución de la Bolivia plurinacional de Evo Morales. Y por cierto que en casi todas las culturas encontramos admoniciones en el mismo sentido: no cejar en los esfuerzos que son importantes para nosotros. En nuestra propia cultura judeocristiana, la pereza ha sido clasificada nada menos que como uno de los siete pecados capitales, una de las peores faltas en que podrían incurrir los seres humanos. La Wikipedia —en su artículo «Pecados capitales»— amonesta: «La pereza (en latín, acidia) es el más ‘metafísico’ de los pecados capitales, en cuanto está referido a la incapacidad de aceptar y hacerse cargo de la existencia en cuanto tal.» ¿No necesitamos reemprender la reflexión sobre esta flojera o pereza o acedía, desde un punto de vista laico? ¿Y más precisamente, desde ese terreno básico que es la antropología filosófica, donde con mayor seguridad puede hacer pie la filosofía moral y política?

Inspirándonos en Aristóteles y Ernst Tugendhat, cabría señalar que los seres humanos, como animales que deliberan y persiguen fines, como seres que poseen conciencia del tiempo y orientación hacia el futuro (todo lo cual se vincula con ese rasgo humano básico que es el lenguaje predicativo y proposicional), nos encontramos siempre en espacios de acción. Éstos pueden ser de dos clases: deliberar por una parte —sobre los fines hacia los que queremos dirigirnos, y sobre los mejores medios para ello—, esforzarnos por otra parte. En efecto, una vez que hemos elegido cierto fin y nos encaminamos a él, podemos esforzarnos más o menos —nos hallamos en el segundo tipo de espacio práctico—. Podemos esforzarnos más o menos; podemos estar más o menos atentos hacia el fin. Para lograr atenerme a mi fin he de esforzarme, suspendiendo o conteniendo los afectos contrarios: buena parte de estos podemos subsumirlos bajo el concepto de pereza.

En sus escritos de juventud, Sigmund Freud emplea la expresión «principio de inercia» para referirse a lo que después designaría como Tánatos o lo tanático: el gran principio pulsional opuesto a Eros. Hay un pesado fondo de inercia e indolencia que de alguna forma parece susurrarme: déjalo, no vale la pensa esforzarse tanto. O: de todas formas no lo lograrás. O: ¿y qué sentido tiene, en un universo que carece de sentido? Frente a tales voces y otras semejantes, puedo decirme en cada caso: persevero en el esfuerzo. Depende de mí.

«PRONTO SE CANSA EL OJO, LA LUZ NO SE CANSA»

Escribía el poeta sueco Harry Martinson: «Pronto se cansa el hombre, la vida no se cansa./ Pronto se cansa el ojo, la luz no se cansa» (Martinson 2009: 127). La tentación más peligrosa para el ser humano es la inercia, dijo alguna vez Albert Camus. Quizá pudiéramos emplear mejor el término «pereza». Pereza intelectual, pereza moral, pereza emocional… Acaso quepa incluso hablar de un principio de pereza (como lo hace Ernst Tugendhat) que se sitúa en el extremo opuesto de la deliberación autónoma y tiende a situar lo humano en el nivel más bajo de los posibles. En tal caso, la filosofía no podría desentenderse de la cuestión de la pereza, sobre todo la filosofía práctica —ésa senda de esfuerzo que comienza con la sentencia de Sócrates según la cual «una vida sin examen no merece la pena vivirla». (El mismo Sócrates que, según Jenofonte, fue acusado de afirmar, con apoyo en Hesíodo, que «el trabajo no es ninguna vergüenza, pero sí lo es la pereza» (libro primero de los Recuerdos de Sócrates).)

El desamor es pereza; y el amor —no en su ascendente y explosiva fase inicial, pero sí después, cuando se trata de consolidar el amor, enriquecerlo y mantenerlo vivo— es trabajo. Razón y autonomía moral, lejos de constituir una condición universal que despreocupadamente pueda darse por sentada, son rara avis o flor exótica que hay que cuidar con mimo para que no perezca. Pero ¿acaso no sucede así con todos los valores humanos?

El desarrollo de capacidades humanas hasta la excelencia, ya estemos hablando de la tejedora de cestos, la pianista o la investigadora en matemática pura, nos sitúa en el camino difícil. También la autonomía moral y la democracia sociopolítica son el camino díficil. Igualmente la senda de coevolución entre ecosistemas y sistemas humanos autolimitados —a la que aludimos con el término sostenibilidad— es el camino difícil… ¿Seremos capaces de emprenderlo, o vencerá a la postre esa problemática tendencia al mínimo esfuerzo que podemos llamar principio de pereza? Casi siempre, el mal entra en el mundo por la puerta de la comodidad. El confort es crimen, le dijo una fuente desde su peña al poeta René Char. ¿Perseveraremos en el esfuerzo de construcción de lo humano?

ÉTICA DEL TRABAJO Y AUTOCONSTRUCCIÓN

En alguna ocasión, la poeta Clara Janés se ha referido a la importancia de construir la propia vida. Uno de los mayores males en la actualidad, decía Clara, es que no se tiene en cuenta que la vida hay que construirla. La poeta se está refiriendo a la vida como algo que no se nos regala, sino que ha de producirse y reproducirse mediante el esfuerzo de todos y todas, sin que ninguna contribución sobre. La imagen que está detrás, en este caso, es la del grupo de trabajadores cuya labor común construye un mundo humano. «Todo lo que merece la pena, requiere esfuerzo», recuerda el poeta holandés Jean-Pierre Rawie. «También el amor. Y poca gente renuncia a él.» Y el escritor Italo Calvino:

«Para mí el movimiento obrero significaba una ética del trabajo y de la producción que en la última década [1968- 1978] se ha quedado en la sombra. Hoy en primer plano están las motivaciones existenciales; todos tienen derecho a disfrutar por el simple hecho de estar en el mundo Es un ‘creaturalismo’ que no comparto: no amo a la gente por el simple hecho de que esté en el mundo. El derecho de existir hay que ganárselo y justificarlo con lo que se da a los demás. Por eso me es ajeno el ‘fondo’ que hoy unifica el asistencialismo democristiano y los movimientos de protesta juvenil.» «(…) Creo en la fuerza de lo que es lento, calmo, obstinado, sin fanatismos ni entusiasmos. No creo en ninguna liberación ni individual ni colectiva que se obtenga sin el precio de una autodisciplina, de una autoconstrucción, de un esfuerzo.» (Calvino 1994: 210 y 224)

La verdad humana —podríamos incluso decir: la verdad de la vida— se construye en el esfuerzo. Una cultura que no ponga en su corazón esta idea, a modo de axioma, está condenada a perecer. «Ser un hombre —escribía Thoreau— es hacer el trabajo de un hombre. Nuestro recurso es siempre el esfuerzo.»

NO TIREMOS PIEDRAS CONTRA NUESTRO PROPIO TEJADO

Abolición del trabajo, reza la consigna de cierta línea de pensamiento anarquista y situacionista (un buen exponente es el Raoul Vaneigem de Aviso a los vivos sobre la muerte que los gobierna y la oportunidad de deshacerse de ella). Me parece básicamente errada. No comparto la propuesta de restringir el concepto de «trabajo» de manera que sólo incluya actividades realizadas con contraprestación monetaria (véase por ejemplo Naredo y Riechmann 2009).

A mi entender el trabajo, que como vimos es una noción multidimensional, tiene bastante de constante antropológica. El hecho de que el contenido del trabajo, las formas del trabajo, las relaciones sociales en las que se desarrolla hayan cambiado mucho a lo largo de la historia humana no quiere decir que no tenga sentido fijarnos en los elementos comunes de esa noción. Si trabajo fuese solamente trabajo asalariado bajo relaciones de producción capitalistas, ¿cómo íbamos a llamar al trabajo doméstico en las sociedades capitalistas o no capitalistas? ¿Cómo denominaríamos la labor de los campos en sociedades precapitalistas y poscapitalistas…? Me parece que tiramos piedras contra nuestro propio tejado si lanzamos el concepto de trabajo al cubo de la basura.

No necesitamos proponer ahora un nuevo concepto de trabajo partiendo desde cero: lo lleva haciendo —con mayor o menor fortuna— el pensamiento de izquierdas, y también el feminismo, desde hace un par de siglos. Si empleamos la expresión «trabajo doméstico», la mayoría de los oyentes entenderán que nos referimos a una actividad socialmente necesaria y habitualmente no retribuida: no necesitaremos explicitarlo a renglón seguido. Si hablamos de «trabajo de labranza», nuestro interlocutor o interlocutora no dará por sentado que nos referimos a jornaleros que han vendido su fuerza de trabajo en un mercado capitalista. A los Trabajos de Persiles y Segismunda (o de Hércules, por ejemplo), ¿habría que referirse en adelante como «las actividades creativas de Persiles y Segismunda»? A la CNT ¿la rebautizaremos como Confederación Nacional de la Autorrealización?

No estamos de acuerdo —y tenemos buenas razones para no estarlo— con la ética burguesa del trabajo: con esa «ética protestante del trabajo» que formuló Max Weber. Pero creo que desde una perspectiva ecológica y de transformación social tenemos buenas razones para querer formular algo así como una ética ecológica del trabajo. Luchar contra la subordinación del trabajo, la destrucción de la naturaleza, la sujeción de las mujeres, la mercantilización de la existencia: ¿qué otras bases para la contracultura que necesitamos?

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* Universidad Autónoma de Madrid y Comisión de Educación de Ecologistas en Acción (Madrid) (jorge.riechmann@uam.es).

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