Introducción

La comunidad científica señala que dos terceras partes de los servicios ambientales generados por los ecosistemas planetarios están deteriorándose (MA, 2005), que la pérdida de biodiversidad alcanza tasas mil veces superiores a la de los niveles preindutriales (Butchard et al., 2010), y que el deterioro ambiental anticipa costes multimillonarios para la economía global (Stern, 2006; TEEB, 2010). El hecho de que transcurridas cuatro décadas de gobernanza ambiental planetaria el deterioro ecológico siga acelerándose sugiere que algo está fallando en el núcleo mismo de las políticas de sostenibilidad. Las contradicciones económico-ecológicas de nuestra época invitan a reflexionar sobre si la política ambiental o, más recientemente, la denominada gobernanza ambiental, está abordando con seriedad las causas de fondo de dicho deterioro. A la luz de los resultados de la Cumbre de las Naciones Unidas sobre el Medio Ambiente celebrada recientemente en Río de Janeiro (más conocida como Río+20), el presente artículo analiza la evolución de la postura de la gobernanza ambiental y las cumbres de sostenibilidad ante el conflicto entre crecimiento económico y límites ecológicos, indagando en las causas que subyacen a lo que José Manuel Naredo (2010) ha denominado las ‘raíces económicas del deterioro ecológico y social’.

Crecimiento económico y límites ecológicos

Espoleado por el crecimiento de la economía planetaria, el consumo global de materiales y energía ha seguido aumentando en las últimas décadas sin que se hayan dado síntomas de ‘desmaterilización’ (Kraussmann et al., 2009). A pesar de que la economía de muchos países de la OCDE se ha estancado o contraído desde que comenzara la crisis económica en el 2008, el Producto Interior Bruto (PIB) global sigue creciendo en la a un ritmo del 4% anual, ampliando sus fronteras extractivas a medida que aumental los requerimeintos físicos del metabolismo (Muradian et al., 2012). Un influyente trabajo de Rockström et al. (2009) publicado en Nature concluye que el choque entre la escala de la actvidad humana y los límites planetarios está afectando a la estabilidad de procesos ecológicos fundamentales y advierten de efectos desastrosos si determinados umbrales de presión son superados.

La concencia de la imposibilidad de crecer indefinidamente en un planeta finito no es nueva y podemos encontrarla ya en la obra de los economistas clásicos. Malthus (1853) abordó la cuestión desde la problemática del sustento alimenticio de una población en crecimiento exponencial, Ricardo (1817) con la Ley de rendimientos decrecientes derivada de la escasez de la tierra a y John Stuart Mill (1848) alertando sobre la inevitabilidad de que el crecimiento económico acabase apuntando hacia un horizonte de “estado estacionario”. Todavía entre 1910 y 1930, varios autores alertaron sobre los posibles efectos del agotamiento de los recursos naturales no renovables en las generaciones futuras (Martínez Alier, 1987). La economía institucional, por ejemplo aportó una notable literatura sobre la problemática ambiental y algunos teóricos marxistas creyeron que la acumulación capitalista tropezaba con límites físicos y territoriales. Rosa Luxemburgo fue de las primeras en observar que el capital dependía de la continua expansión de las fronteras de la mercancía para poder capitalizar su valor excedente y continuar sus ciclos de acumulación, agotando progresivamente la naturaleza en su entorno circundante (Luxemburgo, 1913).

La negación de los límites ecológicos al crecimiento que hoy sigue predominando en el pensamiento económico y la gobernanza ambiental, vino de la mano de los economistas neoclásicos. Entre finales del siglo XIX y principios del XX, dichos economistas desterraron la idea del “estado estacionario” postulando que, a medida que se tornasen escasos, los recursos naturales podrían ser sustituidos indefinidamente por capital (infraestructura y maquinaria), presentando a éste como el factor limitativo último y cerrando así el discurso económico en el mero campo de los valores pecuniarios. De esta manera evitaban establecer conexiones con el mundo físico que dificultaban sus postulados y formalizaciones matemáticas (Naredo, 1987). Una vez culminada la revolución neoclásica hacia finales de la década de 1930, la atención prestada por los economistas a la escasez física de recursos naturales destacaría por su ausencia. En las contribuciones del Nobel de economía Robert Solow a la teoría del crecimiento el factor tierra es completamente eliminado de la función de producción (Solow, 1956).

A principios de la década de 1970 se dieron una serie de acontecimientos que tuvieron una honda repercusión sobre la opinión pública, permitiendo retomar el debate sobre el crecimiento económico. La publicación en 1971 del I Informe Meadows, del Club de Roma, sobre “Los límites al crecimiento”, puso contra las cuerdas a la meta habitual del “crecimiento económico”, que ocupaba un lugar central en el discurso dominante (Meadows et al., 1972). As advertencias del informe El informe trascendió a la esfera política mediante una carta enviada por Sicco Mansholt a la Comisión Europea tan sólo un mes antes de convertirse en su presidente[1], en el que subrayaba la inviabilidad del crecimiento permanente de la población y sus consumos. Influidas por el Informe Meadows, las Naciones Unidas encargaron a un grupo expertos coordinados por Ignacy Sachs, la acuñación de un término que permitiera harmonizar las nociones de desarrollo y protección del medio ambiente. Dicha comisión propuso el término ecodesarrollo, que cuestionaba el modelo económico, industrial y comercial de los países ricos y apostaba por un modelo más endógeno de desarrollo, adaptado a las particularidades ecológicas y culturales de cada región. Se consideraba que si bien los países del sur todavía tendrían que crecer para aliviar su pobreza, los países industrializados debían reconfigurar sus economís anteponiendo la mejora cualitativa al crecimiento. Esta sería la filosofía seguida por la Declaración de Estocolmo, síntesis de las conclusiones obtenidas en la cumbre internacional celebrada en dicha ciudad en 1972, y que trataría el problema de la crisis ecológica global.

La ideología del crecimiento en la gobernanza ambiental

El concepto de ecodesarrollo generó una fuerte reacción en los países industrializados, que veían en el mismo una potencial amenaza a su modelo de crecimiento económico. Según el propio Sachs, este descontento se hizo efectivo cuando el secretario de Estado de los Estados Unidos Henri Kissinger envió un comunicado a la comisión coordinada por Sachs, desaconsejando el uso del concepto de ecodesarrollo (Naredo, 1996). Las Naciones Unidas fueron ‘invitadas’ a buscar un nuevo término que se adaptara con mayor comodidad al modelo económico de los países industriales.

En 1987 la Comisión Mundial sobre Medio Ambiente y Desarrollo de la ONU, presentó el informe Nuestro futuro común, acuñando la definición de ‘desarrollo sostenible’ (WCED, 1987). El concepto de desarrollo sostenible se acompañaba de una nueva lectura de la crisis ecológica. El problema ya no estribaba en el modelo consumista de los países desarrollados sino en “la pobreza”, trasladando la responsabilidad del problema a los países llamados subdesarrollados. En línea con las tesis ‘postmaterialistas’ de Inglehart (1990; cf. Martínez Alier, 1992), se consideraba ahora que la falta de riqueza imposibilitaba el desarrollo de una conciencia ecologista en dichos países, y que la falta de crecimiento impedía obtener los excedentes económicos necesarios para invertir en tecnologías limpias. El crecimiento económico y la sociedad de consumo perdían así el estigma adquirido en la década anterior para plantearse ahora como la medicina que posibilitaba su solución. Los planteamientos del Informe Bruntland serían ratificados 1992 con la Conferencia de Río, cuya declaración final sentenciaba (principio 12) la necesidad de “un sistema internacional favorable y abierto que lleve al crecimiento económico y el desarrollo sostenible de todos los países” (CNUMAD, 1992).

El “crecimiento sostenido” quedaba rebautizado como “desarrollo sostenible” sin que se revisaran los aspectos esenciales del anterior. Las voces que alertaban sobre la inevitable contradicción que surgiría en el largo plazo entre un sistema ecológico sujeto a límites físicos y un sistema económico abocado al crecimiento perpetuo, quedaban apaciguadas por el aval verde con el que el desarrollo sostenible recubriría la idea del crecimiento[2]. El planteamiento de la década de 1970, que buscaba la adaptación de la estrategia de sostenibilidad a los límites ecológicos planetarios, es sustituido en las décadas de 1980 y 1990 por uno más pragmático consistente en la adaptación de la estrategia de sostenibilidad a los moldes del modelo de crecimiento económico de los países llamados desarrollados.

En definitiva, los planteamientos más rupturistas de la década de 1970 quedaban asimilados por el discurso económico dominante que identificaba en el crecimiento del PIB el principio rector de la política económica. Como observa Naredo (2010), el mencionado cambio quedaría reflejado también en las Conferencias de Río 1992 y Johanesburgo 2002, que evidenció la falta de apoyo político a cualquier intento serio de reconvertir el metabolismo de la economía global hacia patrones ecológicamente viables. Mientras que en cumbre de la Tierra de 1972 se ligaba el deterioro ambiental a la extracción de recursos y a las relaciones de explotación vigentes, incluyendo así reivindicaciones políticas, en Río 1992 ya solo se hablaba de preservar la calidad del medio ambiente, mediante legislación e instrumentos de mercado; mientras que en 1972 se hacía una enumeración exhaustiva de los recursos bióticos y abióticos a proteger, en 1992, se plantea el objetivo general del desarrollo sostenible; y, sobre todo, mientras que en 1972 se hacía de la necesidad de atajar el “problema ambiental” una razón de Estado y, por ende, se tomaba a los Estados como principales responsables y garantes del cambio, mediante el manejo a todos los niveles de la planificación y ordenación del uso de los recursos y el territorio, en 1992 se habla solo de normas, estudios de impacto ambiental e instrumentos económicos, en general, relegando la responsabilidad de los Estados a su último escalón administrativo, los ayuntamientos, a través de las “agendas 21”, para ensalzar el papel de la iniciativa privada (empresas y ONGs).

Con la Cumbre de Johannesburgo de 2002 se confirma la evolución descrita, en la que se solapan el menor respaldo político con la mayor ambigüedad y pérdida de vigor de las propuestas. Un cambio de tono similar puede observarse entre las conferencias Habitat I (Vancouver, 1976) y Habitat II (Estambul, 1996). Mientras en la primera se enunciaba el objetivo de “mejorar la calidad de vida” de la población, en la segunda ya solo se proponía conseguir “una vivienda digna y unos asentamientos humanos más seguros, salubres, habitables,…sostenibles y productivos”; mientras entre los principios de la primera figuraban reiteradamente la “equidad” y la “igualdad”, en los de la segunda brillaban por su ausencia; mientras en la primera se presentaba al Estado como primer sujeto del cambio en cuestiones ambientales y territoriales, en la segunda se rebajaba esa responsabilidad al nivel local de los ayuntamientos, empresas, ONGs, y asociaciones de vecinos; a la vez que entre los instrumentos para el cambio propuestos en 1976 figuraba, en primer lugar, la planificación, en 1996 se hacía caso omiso de ella, para cifrar la esperanza en la función reguladora de los mercados (Naredo y Gómez-Baggethun, 2012).

Finalmente, la Cumbre de Río +20 (2012) daría una nueva vuelta de tuerca a la promoción del crecimiento económico desde la gobernanza ambiental. El concepto de ‘fronteras planetarias’ (Rockström et al., 2009) y su reconocimiento implícito de los límites al crecimiento jugó un papel influyente en las negociaciones previas a Río+20. Obtuvo el apoyo del Secretario General de laas Naciones Unidas Ban Ki-moon y fue incluido en el borrador usado durante las negociaciones previas a la celebración de la cumbre. En la declaración final, no obstante, se elimina toda mención a límites físicos y la necesidad de promover el crecimientoe conómico se enfatiza 22 de sus artículos. El Artículo 4 de la declaración, por ejemplo, señala: ‘Reafirmamos la necesidad de alcanzar el desarrollo sostenible mediante la promoción de un crecimiento económico inclusivo y equitativo’, repitiendo la necesidad de promover el crecimiento económico en otros 22 artículos de la declaración. En el artículo 281 señala: ‘Reafirmamos que el comercio internacional es el motor del desarrollo y del crecimeinto económico sostenido, y también reafirmamos el papel fundamental […] que la liberalización del comercio puede jugar en la estimulación del desarrollo y el crecimiento económico en todo el mundo, beneficiando así a todos los países en todas las etapas del desarrollo en su avance hacia el desarrollo sostenible’ (UNCSD, 2012).

La biodiversidad como activo de acumulación 

Desde finales de la década de 1980, la ideología del mercado libre ha permeado progresivamente en la gobernanza ambiental, a través del denominado conservacionismo de mercado (Smith, 1995; Harvey, 2005). El fomento keynesiano del crecimiento económico y la promoción del libre mercado tuvieron un punto de encuentro en la nueva ‘gobernanza ambiental’ (concepto que progresivamente sustituye al de ‘política ambiental’). Tanto el Informe Bruntland como la Conferencia de Río enfatizan el crecimiento económico como condición para avanzar hacia el desarrollo sostenible y ensalzan el libre comercio como forma de promover dicho crecimiento. Desde la Conferencia de Río 1992 la ONU colabora con el Acuerdo General de Tarifas y Aduanas (GATT, desde 1995 Organización Mundial del Comercio) con el objetivo de armonizar el desarrollo sostenible con la práctica del libre comercio. El Principio 12 de la declaración de Río, aboga por “un sistema económico internacional favorable y abierto que lleve al crecimiento económico y el desarrollo sostenible de todos los países”.

Al ser favorecidos por su compatibilidad con la ideología económica dominante, los instrumentos de mercado se erigieron en herramientas privilegiadas de las nuevas políticas ambientales. El ascenso de la mercadotecnia ambiental se materializaría a través de dos grandes aplicaciones: los mercados de contaminación y, posteriormente, los denominados sistemas de Pagos por Servicios Ambientales. El principio de “quien contamina paga”, impulsado por el primero se complementaría con el principio de “quien conserva cobra”, promovido por los segundos, asentando un modelo de “gobernanza ambiental” basado en el uso creciente de instrumentos de mercado (Gómez-Baggethun, 2011). Enraizado en los planteamientos de las ‘externalidades ambientales negativas’, el principio de quien contamina paga se fundamenta en una presunta ética de la responsabilidad, consistente en que cada agente económico se haga cargo de los costes (monetarios) asociados a las externalidades negativas que genere su actividad. Desde la década de 1980, el principio de “quien contamina paga” ha sido incorporado en textos legales de diversos países. Fue incluido en el Acta Única Europea de 1986 (artículo 174), en el Tratado de Maastricht (artículo 130.2), y en el actualmente estancado Tratado Constitucional para Europa (artículo III, 233.2). En el ámbito internacional, el principio fue adoptado por la OCDE en 1972 y contemplado en el artículo 16 de la Declaración de Río de 1992. Durante una primera etapa, la legislación y la fiscalidad ambiental fueron las principales vías usadas para implementar el principio de quien contamina paga, especialmente en Europa (Barker et al., 2001). No obstante, ante la presión ejercida por grupos como la industria petrolera, que denunciaban la fiscalidad ambiental como una amenaza a su competitividad, gobiernos neoliberales de derecha y de izquierda han redirigido progresivamente sus esfuerzos hacia la creación de “instrumentos de mercado” (Lohman 2006; Spash 2010).

En 1983, el servicio de Pesca y Vida Silvestre de los EEUU apoyó la creación de la denominada “banca de humedales” (wetland banking). Su puesta en práctica en EEUU se generalizó a partir de 1995, con el Clean Water Act, que permite a promotores desarrollistas emitir permisos para deteriorar humedales a cambio de su compromiso para restaurarlos o conservarlos en otros lugares (Robertson, 2004). Asimismo, mediante la reforma del Clear Air Act el Congreso de los EEUU impulsó el comercio de derechos de emisiones de SO2. En Reino Unido, el Esquema de Comercio de Emisiones estableció en la misma década un sistema de compraventa de permisos de emisiones límites de emisiones de invernadero. Otras experiencias similares son el Chicago Climate Exchange nacido en el 2003 en los EEUU y el Greenhouse Gas Abatement Scheme establecido en el mismo año en la región de New South Wales, en Australia. Con la entrada en vigor del Protocolo de Kyoto, en 2005 se pone en funcionamiento el comercio de emisiones de la Unión Europea para los seis principales gases de efecto invernadero, generando un mercado cuyo volumen alcanzaba 80 millones de dólares anuales en el año 2008 (Capoor y Ambrosi, 2009).

Si las ‘externalidades ambientales negativas’ se han abordado por el principio de “quien contamina paga”, las ‘externalidades ambientales positivas’, se han abordado mediante el principio de “quien conserva cobra” que subyace a la lógica de los subsidios a conductas pro-ambientales y a los ya mencionados Pagos por Servicios Ambientales (PSA). Los PSA han sido definidos como transacciones voluntarias y condicionadas de servicios ambientales entre al menos un proveedor y un usuario de dichos servicios (Wunder 2005). Los beneficiarios de los servicios ambientales pagan a quienes velan por su protección (o se abstienen de deteriorarlos), siendo el secuestro de carbono, la protección de la biodiversidad, y la regulación hídrica los principales servicios ambientales incorporados en dichos mecanismos.

En sentido amplio, los sistemas de PSA no constituyen una herramienta nueva (Gómez-Baggethun et al., 2010). En la década de 1930 el gobierno de los EEUU ya promovió sistemas de pagos a granjeros y terratenientes que tomaran medidas contra la erosión del suelo, y en la década de 1950 estableció mecanismos análogos para proteger tierras agrícolas frente a la expansión urbanística. Otro ejemplo son los pagos por medidas agroambientales en la Unión Europea. No obstante, la promoción a gran escala de los PSA en la política ambiental es relativamente reciente. Costa Rica fue el primer país en implementar esquemas de PSA a escala nacional en 1997, seguido por el Sistema de Pagos por Servicios Hidrológicos de Méjico que entró en vigor en 2003. Las Conferencias de las Partes (COP) 6 y 7 del Protocolo de Kyoto impulsaron los denominados mecanismos de flexibilización. Estos incluyen Mecanismos de Desarrollo Limpio, orientados a la inversión de empresas privadas en proyectos de reducción de emisiones o fijación de carbono, y Mecanismos de Acción Conjunta. En la actualidad, el marco denominado Reduced Emissions from Deforestation and Degradation (REDD y REDD+) pretende generar un marco institucional y movilizar fondos para lacreación de un mercado de captura de carbono a escala global.

La economía verde que no fue

En el marco de las preparaciones para la Conferencia de las Naciones Unidas para el Desarrollo Sostenible (Río+20), el PNUMA elaboró un documento titulado “Hacia una economía verde: vías para el desarrollo sostenible y la erradicación de la pobreza” (PNUMA, 2011). Dicho infome define la economía verde como aquella “que conduce a una mejora del bienestar humano y la equidad social a la vez que reduce significativamente los riesgos ambientales y la escasez ecológica”.

En consonancia con los planteamientos macroeconómicos del desarrollo sostenible arriba descritos, el documento resalta las “oportunidades de aumentar la infraestructura de mercado y mejorar los flujos comerciales y de ayuda”. La economía verde entiende que las problemáticas ecológicas derivan en gran medida de la incapacidad de manejar correctamente la información concerniente a las externalidades ambientales, enfatizando la importancia de los mecanismos de mercado como solución: “el uso de instrumentos de mercado, la creación de mercados y, cuando proceda, las medidas regulatorias, deben jugar un papel en la internalización de esta información”.

La lógica del crecimiento sigue indemne bajos sus planteamientos. En consonancia con los planteamiemtos pro-crecentistas del desarrollo sostenible, el informe señala que hay un “mito generalizado” en torno al pretendido “conflicto inevitable entre la sostenibilidad ambiental y el progreso económico” (UNEP, 2011: 16). En definitiva, la economía verde parece sintetizar los principales elementos macroeconómicos del desarrollo sostenible y el instrumental desarrollado por la mercadotecnia ambiental desde de la década de 1980. Algunos movimientos sociales mostraron su rechazo de la economía verde durante la ‘Cumbre de los Pueblos en Río+20 por la Justicia Social y Ambiental’[3] y en vísperas de Río+20 el Consejo Internacional para la Ciencia produjo recomendaciones contrarias a la visión de la economía verde como motor para promover más crecimiento económico[4].

Cabe señalar que las expectitivas que levantó como concepto fuerza en las negociacioens de Río+20 no se vieron confirmadas en la Cumbre, donde la economía verde acabó teniendo un papel testimonial. Intuimos que esto se explica en parte por la ambigüedad que destila el documento que desarrolla el concepto. En palabras de Spash (2012) ‘en la economía verde (…) todo se hace compatible al ignorar la contradicción fundamental entre una actividad humana en expansión continua y un planeta finito’.

Conclusiones

Pasadas cuatro décadas desde que la comunidad internacional comenzara a coordinar sus esfuerzos para establecer un sistema de gobernanza ambiental para avanzar hacia la sostenbilidad, la evidencia científica señala que la capacidad de los sistemas ecológicos y la biodiversidad para sustentar las sociedades humanas a largo plazo sigue socavándose. Las cumbres de sostenibilidad no sólo no han sido capaces promover las reformas estructurales requeridas para reconvertir el metabolismo de la economía global (Kallis et al., 2012), sino que por el contrario han contribuido a apuntalarlo, al avalar desde posiciones oficiales el crecimento económico y el libre comercio como solución a los problemas ambientales.

Contrariamente a la idea que probablemente predomina en el imaginario colectivo por la omnipresencia de lo ‘verde’, lo ‘ecológico’ y lo ‘sostenible’, los esfuerzos de la política ambiental para reconvertir el modelo económico han sufrido un importante retroceso desde la década de 1970. A diferencia de lo que ocurría entonces, la postura oficial de la gobernanza ambiental ha dejado de cuestionar el modelo conómico basado en el crecimiento, pasando a jugar un papel cada vez más ceremonial y legitimador del staus quo. La conservación no se plantea ya en contradicción con la economí del crecimiento, sino no como pieza y engranaje de la misma, incorpirando los servicios de los ecosistemas como nuevos activos al servicio de la acumulación (Gómez-Baggethun y Ruiz-Pérez, 2011).

El clásico conflicto entre ecología y economía que dio razón de ser al movimiento conservacionista (Kallis et al. 2012), se diluye gracias a la función mistificadora que vienen jugando los sucesivos productos de la tecnocracia ambiental que, como la econoomía verde, encubren con retórica el conflicto entre crecimeinto y límites físicos. Apoyada en el optimismo tecológico, en la ideología económica dominante y la mitología del libre comercio, la gobernanza ambiental promueve la fe en la posibilidad de mantener el crecimiento económico indefinidamente en un planeta finito. Lamentablemente Zizek (2010) parece estar en lo cierto cuando señala que estamos más dispuestos a aceptar el colapso de los ecosistemas planetarios antes que un cambio de modelo económico.

Referencias

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Erik Gómez-Baggethun (erik.gomez@uab.es), Instituto de Ciencia y Tecnología Ambiental, Universitat Autònoma de Barcelona; Laboratorio de Socio-Ecosistemas, Departamento de Ecología, Universidad Autónoma de Madrid.
 

[1] Sicco Mansholt se pronunució críticamente frente al crecimeinto económico junto con André Gorz en un debate organizado por ‘Le Nouvel Observateur (n. 397, 1972). Para mí, la cuestión más importante es cómo podemos alcanzar un crecimiento cero en esta sociedad. […] Me preocupa si conseguiremos mantener bajo control estos poderes que luchan por el crecimiento permanente. Todo nuestro sistema social insiste en el crecimiento’. Citado en ‘Decrecimiento sostenible’, Ecología Política, Editorial, nº35, junio de 2008.

[2] Véase Erik Gómez-Baggethun, «Desarrollo sostenible: retórica y práctica», en Rebelión (2006), www.rebelion.org/noticia.php?id=36619.

[3] Véase declaración final de la Cumbre de los Pueblos, disponible en http://cupuladospovos.org.br/en/

[4] Las recomendaciones de la ICSU están disponibles en: http://www.icsu.org/rio20/science-and-technology-forum/programme/green-economy

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