Lidia Blásquez Martínez*

DOI: doi.org/10.53368/EP61FCep01

Resumen: Este trabajo propone una mirada reflexiva a los procesos de transformación de los órdenes sociales a partir del diálogo entre dos conceptos: el cuerpo-territorio y la ecofrontera. El primero, entendido como el espacio de vida que permite repensar nuestra posición en el mundo humano y no humano, desde los afectos y la comunalidad. El segundo, como el lugar de la politicidad donde confluyen distintas naturoculturas que forjan nuevos órdenes sociales (Segato, 2016; Haraway, 2019a; Blásquez, 2012). Parto de una postura interpretativa del ecofeminismo para aportar un análisis de la interacción entre ecofrontera y emergencia de los cuerpos-territorios como procesos de reinvención de lo social y lo natural con un giro ginobiocéntrico. La comprensión de dicha interfase puede darnos claves sobre cómo contribuir a la construcción de las alternativas que priorizan la centralidad de la vida, las ecologías y las economías del cuidado mutuo (Bauhardt y Harcourt, 2019).

Palabras clave: ecofrontera, cuerpo-territorio, ecofeminismo, economías del cuidado, mundo no humano

Abstract: This work puts forward a reflexive gaze onthe transformation processes of social orders, based on a dialogue of the concepts body-territory and ecofrontier. The first one, is defined as the life space that allows the rethinking of our place in the human and non-human world, within affection and communality. The second one, is the place of politicity where diverse naturecultures come together to build new social orders (Segato, 2016; Haraway, 2019a; Blásquez, 2012). I take an interpretative posture, from an ecofeminist standpoint, to analyze the interaction between the ecofrontier and the body-territory as a reinvention of the social and natural worlds with a gynobiocentric spin. The understanding of the interface ecofrontier/body-territory can give hints at how ecologies and economies of care build new alternatives which prioritize the centrality of life and mutual care (Bauhardt y Harcourt, 2019).

Keywords: ecofrontier, body-territory, ecofeminism, economies of care, non-human world


Introducción

El cuerpo es nuestro primer territorio, nuestras primeras experiencias se enmarcan en sensaciones dentro de él. Posteriormente, las vivencias derivan de la interacción de nuestro cuerpo con otros seres y el medio físico, es decir, el mundo exterior. Dichas experiencias labran nuestra capacidad y cualidad cognitivas y afectivas; su interiorización constituirá nuestra historia. Pero no son historias aisladas, se coproducen con aquellas de otras personas y otros seres vivos que nos acompañan en nuestro recorrido. Dicha coproducción es también la memoria naturocultural espacializada que es el territorio. Nosotras y nosotros mismos somos territorio de otros seres vivos; somos su sustento y, a su vez, nos aportan soporte vital; un intercambio que solo puede consumarse a través de una convivencia armónica y equilibrada. Este trabajo propone una mirada reflexiva a los procesos de transformación de los órdenes sociales a partir de la escala del cuerpo-territorio como una dualidad fluida que permite repensar nuestro lugar en el mundo con respecto a otros seres vivos.

El concepto de ecofrontera hace posible abordar de una forma comprensiva el surgimiento de espacios intersticiales donde ocurre el cuestionamiento de las normas, instituciones y prácticas, así como su legitimidad situada. La ecofrontera puede pensarse como el proceso de construcción de nuestra casa como el cuerpo-territorio, donde se materializan el entramado de naturoculturas[1] (Haraway, 2019a) y la práctica de la economía y la ecología del cuidado que privilegia la centralidad de la vida y su convivencia armónica. Este proceso también implica un giro ginocéntrico,[2] en el que los sistemas patriarcal y capitalista deben romperse para encontrar nuevas alternativas de ecología y economía del cuidado.

El presente artículo se divide en tres partes. En la primera se define a los cuerpos-territorios a partir de los conceptos de espacio, lugar y territorio, poniendo énfasis en el ejercicio de poder y la producción de jerarquías a partir de los binarismos. La segunda sección parte del ecofeminismo y el poshumanismo para plantear la relación del mundo humano y no humano en los cuerpos-territorios. A partir del concepto de naturoculturas y del binomio Gyn/Ecology, se vislumbra la necesidad de un giro ginobiocéntrico para poder repensar nuestra relación con los mundos más allá de lo humano. En tercer lugar, se elabora el concepto de ecofrontera entendido como el proceso de reconstrucción del cuerpo-territorio como nuestra casa con base en la ecología y la economía del cuidado.



Espacio, poder y cuerpos-territorios

Doreen Massey (1994) señala que el lugar y el espacio son conceptos definidos por las relaciones sociales. Linda McDowell (2000) indica que el espacio es un concepto difícil de ceñir dada la fluidez y transformación constante derivada de su conflictividad. Los espacios, entonces, pueden superponerse, entrecruzarse, y sus fronteras son inestables. Por lo tanto, la misma autora redefine el espacio como la emanación situada de las relaciones de poder, las cuales establecen las normas, y estas últimas definen los límites sociales y espaciales. Para Massey, el lugar se construye con las prácticas socioespaciales, que expresan las jerarquías y las lógicas de exclusión en las sociedades. Harcourt y Escobar (2007) señalan que el lugar es el sitio de las interacciones donde se forjan las representaciones del mundo, las normas, los códigos, las relaciones sociales y de poder, a través de las prácticas sociales, económicas y políticas, dándole materialidad al espacio. En el lugar se definen el nosotros con respecto a los otros, el adentro y el afuera, lo nuestro en oposición a lo ajeno. Se expresan las relaciones de género, clase, etnicidad, raza y edad, a partir de las prácticas que concretan dichas relaciones en un juego de inclusión y exclusión.

Por su parte, Roncayolo (2002) define el territorio como el cuerpo moral y político de un grupo social. Señala que se compone de tres espacios: de vida, social y vivido. El territorio es la interiorización individual y colectiva del entramado de vidas, experiencias y representaciones sociales, a partir de una relación dialógica con el cuerpo. Según la reflexión de Giulia Marchese (2019), el cuerpo de las mujeres es el territorio político en donde sedimentan nuestras vivencias, historia individual y social. Es entonces un «ensamblaje corporalizado de las relaciones de género, raza, clase, sexualidad y edad, que se encarnan en la interseccionalidad» (Marchese, 2019: 42). El cuerpo es memoria autobiográfica encarnada en un contexto situado, mientras que el territorio es memoria histórica colectiva espacializada de una comunidad, grupo o sociedad. Sin embargo, no son procesos o sitios separados, es decir, la historia social marca los cuerpos mientras los itinerarios individuales dejan rastros en el territorio.

Hay que señalar que la noción de territorio va de la mano con la apropiación (Santos, 2002; Di Méo, 1996; Godelier, 1989). Los sistemas patriarcal, capitalista y colonialista,[3] con el paradigma expansionista, ejercieron la violencia multidimensional para controlar tanto cuerpos como territorios (Segato, 2016; Quijano, 2014). Esto, para generar una reorganización productiva favorable a la acumulación del capital. Los cuerpos se vuelven fuerza de trabajo, mientras los territorios se vuelven materia prima de los medios de producción. El Estado establece nuevas formas de reorganización, apropiación y gestión tanto del espacio como de los recursos naturales. Segato (2016) lo define muy claramente al explicar cómo la penetración colonial-capitalista rompió los lazos comunitarios y colectivistas para circunscribir dos esferas restringidas, la pública y la privada; a través de ellas, se instauraron jerarquías políticas, económicas, sociales y culturales. Esto posibilitó el control de los territorios por las empresas privadas en lo que Harvey (2005) llama la acumulación por desposesión. Vinculados a este proceso, derivan el extractivismo, el neoextractivismo y el «consenso de los commodities» (Svampa, 2015).[4] Estas estrategias de asalto a los territorios son equiparables a las violencias que sufren los cuerpos de las mujeres. Es por esta razón que se habla de espacios sexualizados, específicamente, feminizados con la lógica patriarcal que busca controlarlos, penetrarlos, expropiarlos, explotarlos, dominarlos y despojarlos de su identidad (Marchese, 2019).

El concepto de cuerpo-territorio, por lo tanto, pone énfasis en la necesidad de emanciparse de las jerarquías producto de los sistemas patriarcal, capitalista y colonizador, que han implicado la apropiación de los espacios humanos y no humanos, tanto colectivos como individuales, con una lógica de expoliación de libertades y derechos. Segato (2016) señala que el mundo-aldea se organizaba a través de dualidades ontológicamente completas que tenían niveles de jerarquía pero que podían existir de manera autónoma. Por el contrario, el avance del frente colonial-estatal-economicista parte de la captura universalista: todas las personas deben caber en las estructuras de subordinación con respecto a otros. Asimismo, Cabnal (2020) subraya que los binarismos heteronormativos que otorgan una posición de superioridad y poder a lo masculino son base también de las cosmovisiones de los pueblos originarios, lo que muestra bien que el sistema patriarcal es más añejo que los otros dos, que datan de la época moderna. Por ello no podemos soslayar la necesidad (moral y política) de repensar nuestros cuerpos individuales y colectivos para construir nuevos territorios-lugares que permitan transgredir los órdenes sociales opresivos tanto históricamente heredados como en actual reformulación por la lógica patriarcal que busca mantener el control de estos espacios.

Para el feminismo comunitario, tanto los cuerpos como los territorios son espacios donde radican las condiciones para la reproducción de la vida y los ciclos vitales (Marchese, 2019; Tzul Tzul, 2016). Es decir, los cuerpos-territorios son los espacios que aportan el sustento cotidiano (reproducción de la vida humana y no humana) y el sentido de pertenencia y cuidado (social e individual) que permiten tejer la comunalidad. Reinventar los cuerpos-territorios como lugares de la experiencia, donde la vida fluya a partir de una nueva comunalidad y el apoyo mutualista, es lo que puede crear opciones para salir de los círculos de violencia, opresión, explotación, desigualdad y crisis ambiental. El cuerpo-territorio es repensar la ecología y la economía con el significado del oikos (οἶκος), es decir, reconstruir el hogar.


Ecofeminismo y naturoculturas

Rebelarse contra el ejercicio de poder de los sistemas patriarcal y capitalista para dejar emerger nuevamente los cuerpos-territorios implica también, en la perspectiva ecofeminista, reformular la relación entre el mundo humano y el no humano. Los seres vivos entretejen entre ellos y su medio físico interacciones complejas y mutualistas que permiten la vida y su reproducción. La cultura ha sido la herramienta que le ha permitido a la humanidad adaptar, intervenir y transformar dichas relaciones para utilizarlas en su provecho y garantizar la permanencia de las estructuras dominantes. Al ubicarse en una posición androcéntrica, la humanidad ha empujado a las otras especies a la desaparición, ha comprometido sus ciclos vitales al priorizar la lógica extractivista, consumista y acumuladora, principios básicos del capitalismo y el colonialismo.

La mediación cultural construyó una jerarquía entre el mundo humano y el no humano, en la que el primero se concedió a sí mismo el derecho de intervenir en los procesos del segundo y transformarlos en su beneficio. Las ciencias sociales definieron este vínculo como la relación sociedad-naturaleza. Podemos pensar que dicho binarismo se configuró al mismo tiempo que el sistema patriarcal en las diferentes sociedades en el planeta. Desde el pensamiento feminista, en El segundo sexo, Simone de Beauvoir (2017) [1949] plantea que histórica y socialmente se ha asignado al sexo femenino su pertenencia a la naturaleza, mientras que la civilización se adhiere al sexo masculino. Esto muestra la construcción social jerárquica que define a los hombres como seres de cultura y generadores de progreso. Es decir, representan la esencia de «lo humano», mientras que a las mujeres se les asigna al ámbito natural. Con la misma lógica con la que el mundo social se confiere el derecho de dominación del mundo natural, el sistema patriarcal adjudica una jerarquía mayor a los hombres que a las mujeres, estableciendo formas de dominación comparables a las que se somete a la naturaleza.

Sherry Ortner (1996) señala que esta dicotomía social/natural será la base simbólica de la dominación patriarcal. Françoise d’Eaubonne (2000) define la opresión de las mujeres, en primer lugar, como la dominación de la sexualidad femenina a través del imperativo reproductivo. Mary Daly (1978), con la dualidad Gyn/Ecology, cuestiona la dominación patriarcal y relaciona a la mujer con el eros. Es decir, las mujeres son las únicas dadoras de vida, por lo que los hombres, al verse incapaces de crear la vida, solo encontrarán el poder en el thanatos, al adjudicarse el derecho de dar la muerte. Caroline Merchant (2020) [1980] estudia cómo la revolución tecnocientífica e industrial, a partir del siglo xvii, va a generar en el mundo euroccidental una cosmovisión mecanicista que fortalece la ideología de la superioridad y dominación de los humanos sobre la naturaleza. El eurocentrismo entonces se instaura como orden cultural global que expropia conocimientos de las poblaciones colonizadas e impone una hegemonía del conocimiento a partir de la perspectiva técnico-productivista (Quijano, 2014). La consolidación del capitalismo como sistema económico mundial fortalecerá la ideología de dominio de la naturaleza, al concebirla como una canasta de recursos de la que se puede sustraer a voluntad lo que se quiere para producir mercancías (Gudynas, 2004).

Después de la Segunda Guerra Mundial, la reconfiguración geopolítica que da fin al imperialismo colonialista y abre la puerta a la era desarrollista establece una nueva jerarquía entre países industrializados y no industrializados, pensados los primeros como países ricos y desarrollados, mientras los segundos se conciben como pobres y atrasados. Este nuevo paradigma borra de la historia las imposiciones coloniales y la destrucción de culturas y naturalezas diversas en los países colonizados. Vandana Shiva (1988) acuña el término maldesarrollo para referirse a esta estrategia de dominación, como continuación de la colonización, que expropia los espacios naturales comunes, destruye el conocimiento biocultural y la naturaleza y extrae los recursos naturales para transformarlos en mercancías para los países del Norte. Asimismo, señala que las primeras afectadas son las mujeres, pues el extractivismo y los daños ambientales derivados del sistema capitalista destruyen los bienes comunes naturales, fuente de sobrevivencia y sustento para ellas y sus familias. Por lo tanto, cuando se pierden los bienes comunes naturales, son las mujeres las primeras que sufren la mayor pobreza, desnutrición y fragilidad de sus redes de apoyo. Bina Agarwal (2004)  agrega que los problemas ambientales son producto de una herencia de interacciones tanto precoloniales como coloniales que reproducen las estructuras de dominación, excluyendo a las mujeres del acceso a la propiedad y los recursos naturales.

Si regresamos a Gyn/Ecology, Mary Daly (1978: 12) la define como «la red compleja de interrelaciones entre los organismos y su ambiente» en donde las mujeres tejen conocimientos fuera de los corpus de saberes falocéntricos. Por lo tanto, propone una nueva construcción social y el establecimiento de nuevas relaciones con el mundo no humano en igualdad con la humanidad. En el mismo tenor, la reflexión poshumanista cuestiona el binarismo humano/no humano, que valida a los humanos para someter e instrumentar a los otros seres vivos en su beneficio. Donna Haraway (2019b), en el Manifiesto de las especies de compañía, establece el correlato, la historia compartida y los itinerarios de los humanos con diferentes especies de compañía, desde los animales de casa como perros y gatos, pasando por aquellos de la granja, como vacas y gallinas, hasta nuestros compañeros los microbios, de los que somos su territorio y sustento, pero también quienes procuran el buen funcionamiento de nuestros cuerpos. De hecho, nuevas subdisciplinas de la biología y la fisiología como la microbiómica ahora conciben diferentes especies, incluidos los humanos, como holobiontes o colecciones de células que, por una parte, componen un cuerpo y, por otra, comprenden organismos celulares que viven en esos cuerpos y colaboran en sus procesos vitales. Esta imbricación de los itinerarios de diferentes seres vivos y sus interrelaciones simbióticas son lo que Haraway (2019a) llama naturocultura.

Si regresamos al concepto de cuerpo-territorio, nuestro cuerpo es el territorio de nuestra microbiota, pero esta relación es vital no solo para los microorganismos, sino también para nuestros cuerpos, que dependen de dichas interacciones para funcionar. Haraway (2016) entonces plantea construir nuevos parentescos con las especies de compañía. Cuestionar el concepto de especie, de animalidad, y las clasificaciones sobre la utilidad instrumental del mundo no humano es fundamental para construir una nueva relación biocéntrica e igualitaria. Esto va de la mano con repensar la casa (oikos) y las historias compartidas entre especies. En este sentido, el concepto de cuerpo-territorio alude al lugar de las naturoculturas y de los nuevos procesos para construir itinerarios compartidos que tienen como eje la centralidad de la vida. Agrietar desde el lugar los órdenes hegemónicos nos lleva al proceso de la ecofrontera.



Ecofronteras. Cuerpos-territorios desde el lugar

Denomino ecofrontera al proceso de emancipación de los sistemas de dominación global patriarcalismo-capitalismo-colonialismo, impulsado por las mujeres, quienes, junto con sus acompañantes humanos y no humanos, multiplican los espacios intersticiales donde emergen subversiones y cuestionamientos a los binarismos. Es también el lugar de la politicidad entendida como las formas organizativas y las prácticas políticas autorreferenciadas en la cotidianidad que propician el trabajo colectivo para forjar nuevos órdenes sociales y naturoculturas (Calvo, 2004; Segato, 2016; Haraway, 2019a; Blásquez, 2012). Este proceso permite reinventar los cuerpos-territorios con el giro ginobiocéntrico que da la centralidad a la vida, a través de las ecologías y economías del cuidado.

Los espacios intersticiales son aquellos en donde los órdenes hegemónicos y sus instituciones (Estado, propiedad, patriarcado) han perdido legitimidad al alejarse del bien común y establecer inequidades cada vez más importantes y sustanciales tanto en el mundo humano como en el no humano. Durante la época moderna, las justificaciones técnico-científicas eran el fundamento de la legitimidad que tenían los hombres para intervenir y transformar el mundo en búsqueda del progreso civilizatorio. La crisis ambiental actual ha demostrado que dichas justificaciones tenían un soporte parcial e inexacto, al ser conocimientos parcializados que solo veían segmentos desconectados del sistema, en favor de la explotación y el dominio productivista para la acumulación del capital de un sector privilegiado, en detrimento de la sobrevivencia y existencia colectivas. Vemos entonces emerger reflexiones críticas de comunidades que parten de los entramados socioafectivos, las experiencias y los itinerarios que generan un diálogo de historias situadas que coproducen el cuerpo-territorio y replantean la dirección que deben tomar la historia colectiva y el orden social. Así, en la ecofrontera se construyen representaciones sociales y prácticas que ponen en el centro la ética del cuidado de la vida y del buen convivir para reinventar los cuerpos-territorios, a través de nuevos ensamblajes naturoculturales, territoriales, sociales y políticos alternativos al orden hegemónico (Cabnal, 2020). Dichos ensamblajes podemos englobarlos en lo que se conoce, desde el ecofeminismo, como las ecologías y las economías del cuidado.

Si retomamos el significado de la raíz eco, oikos (οἶκος), es decir, el hogar —tanto en sentido material como simbólico— es el lugar donde la vida se mantiene y se reproduce. Por lo tanto, la ecofrontera es el proceso de recreación de la casa, a través del cuerpo-territorio con nuevos y antiguos parentescos, y con los seres vivos acompañantes de nuestros itinerarios. La economía —de okomos, que a su vez deriva de oikos— significa la administración de la casa, mientras que la ecología es el conocimiento de las relaciones entre los integrantes de esta. De acuerdo con la economía del cuidado, esto sería el proceso de devenir en común[5] desde la diversidad de las identidades y su complementariedad para construir una comunidad donde prevalezca la cooperación mutual (Gibson-Graham, 2020: 45). Entonces la ecofrontera, además de ser la apertura a la recuperación de la autonomía, se configura como el lugar donde se tejen las economías y políticas poscapitalistas y posdesarrollistas para revalorar el trabajo de reproducción y de cuidado. El cuidado pensado como lo necesario para vivir bien y plenamente, tanto para humanos como no humanos, con afecto, empatía y solidaridad (Bauhardt y Harcourt, 2019).



Conclusiones

La frontera, en vez de un límite geográfico, puede ser analizada en tanto proceso socioespacial, dado que es el lugar donde confluyen representaciones sociales, prácticas, historias, experiencias y pertenencias. La ecofrontera es un espacio intersticial donde se rompen los binarismos para dejar emerger los cuerpos-territorios que nos permiten pensar y construir nuevos ensamblajes naturoculturales y comunales con una mirada ginobiocéntrica. Desde esta perspectiva, la economía y la ecología deben partir de la cooperación y el cuidado mutuo con miras a favorecer una vida plena para todo ser vivo. La comunalidad evidencia nuestras interrelaciones con el mundo humano y no humano, lo que permite valorar el papel que juega el cuidado mutuo.


Referencias

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* Profesora e investigadora del Departamento de Procesos Sociales, Universidad Autónoma Metropolitana-Unidad Lerma. E-mail: l.blasquez@correo.ler.uam.mx.

[1]. Donna Haraway (2019a) construye el término naturocultura para romper el binarismo de la relación naturaleza-cultura. Así habla de la relación dialógica y biosocial que compartimos todas las especies, como resultado de la cual se construye una historia compartida, un correlato y parentesco que configura nuestro devenir compartido.

[2]. Mary Daly (1978), con el juego de palabras Gyn/Ecology (GinEcología), se refiere al significado etimológico de mujer-casa-conocimiento.

[3]. Para el feminismo descolonial estos tres sistemas producen la llamada triple opresión referida a los mecanismos de ejercicio de poder y exclusión que derivan de los binarismos, es decir, sexismo, clasismo, racismo y esclavismo.

[4]. Estos términos se refieren a la extracción o producción de materias primas para procesarlas en otros lugares y hacerlas circular en el mercado como mercancías. Estos procesos masivos e intensivos implican el despojo de tierras de las comunidades y la destrucción de los ecosistemas.

[5]. Es mi traducción de la expresión de Gibson-Graham (2020) becoming in common.

Foto: Patricio Hurtado

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