Thomas Prugh*

 

Hace unos años, un periódico publicaba una anécdota sobre el propietario de una vivienda en la ciudad de Las Vegas, situada al suroeste de EE UU y en la que normalmente no llueven más que 10 u 11 centímetros por año; este hombre acababa de recibir la visita de un inspector de aguas que le acusaba de haber instalado ilegalmente un sistema de aspersión para su jardín (Sánchez, 1999). Estaba enfurecido y, tocando con su dedo índice el pecho del inspector, le espetó: «¡Hombre, con todas estas reglas, estáis intentando convertir este lugar en un desierto!»

Esta anécdota ilustra un principio que desde hace mucho impera en Estados Unidos: la suposición de que es perfectamente aceptable rehacer el mundo natural, aunque sea de forma radical, para adaptarlo a las necesidades humanas. La naturaleza no pretendía que Las Vegas fuese un paraíso de verdor, razón por la cual si se pretende tener un jardín cubierto de verde césped se requiere una enorme y costosa infraestructura de ingeniería que traiga agua desde cientos de kilómetros de distancia. Este impulso remodelador no es en absoluto algo exclusivo de Estados Unidos (en Europa prácticamente no quedan paisajes «naturales», por ejemplo), pero es en este país donde más vívidamente se percibe. Arrasamos las cimas de las montañas para sacar el carbón barato que ellas esconden, embalsamos ríos poderosos e inundamos pintorescos cañones para obtener electricidad, talamos bosques enteros para construir viviendas espaciosas y transformamos vastas praderas en campos de cultivo.

En otras épocas, este impulso no importaba demasiado. Fundamentalmente, el crecimiento económico consiste en convertir cada vez más el mundo natural en función de los fines humanos, y cuando los seres humanos éramos relativamente pocos y nuestros poderes bastante limitados, la naturaleza podía soportar una buena dosis de semejante actividad. Pero a medida que la población humana y los poderes de nuestra tecnología han ido en aumento, el crecimiento económico ha comenzado a socavar los ecosistemas indispensables para la economía global.

Este artículo surge de un provocador interrogante planteado por los editores de Ecología Política: ¿De qué manera podrían los principios fundamentales de Estados Unidos fomentar un nuevo modelo de desarrollo que no esté basado en el crecimiento económico? Los ecosistemas del planeta no pueden continuar soportando el tipo de crecimiento económico intensivo en recursos naturales y enfocado al consumismo que en su momento permitió a las naciones industrializadas, incluyendo EE UU, enriquecerse. Aun así, hay miles de millones de personas en todo el mundo que todavía deben salir de una profunda pobreza material, algo que requerirá al menos un crecimiento econó- mico local. Estados Unidos, en su papel de mayor economía del mundo (por ahora, al menos) tiene el poder de influir significativamente sobre nuestro futuro ecológico, ya sea para bien o para mal.

La respuesta al interrogante planteado depende en gran medida de lo que sean los «principios fundamentales» de Estados Unidos. Pero este país es un fardo de contradicciones. Si asumimos que tales principios sólo son tendencias culturales y creencias tales como el control de la naturaleza, el derecho a la propiedad privada, el individualismo y una libertad económica ilimitada, entonces el panorama será sombrío. Somos, por ejemplo, una nación que aspira a alcanzar la felicidad mediante la adquisición de más y más cosas. Según las encuestas, nos preocupamos por el medio ambiente, pero consideramos que una gasolina absurdamente barata es un derecho inalienable. Toleramos las emisiones de productos químicos potencialmente tóxicos y luego culpamos al gobierno, en lugar de responsabilizar a los contaminadores; también da la impresión de que elegimos a nuestros presidentes según el estado de nuestra economía en el momento de las elecciones.

Afortunadamente, allí no acaba la historia. El pueblo de EE UU es también práctico, emprendedor, básicamente optimista y proclive a la mejora. La gente es competitiva, pero también confía en el trabajo en equipo y en la acción colectiva. Gran parte de la población profesa creencias religiosas que propician vías no materialistas de realización personal y fomentan la responsabilidad humana en la tarea de ser buenos guardianes de la Creación. Tienen un sentido básico de la equidad; muchos se sienten incómodos con las enormes diferencias de riqueza entre pobres y ricos, tanto dentro de Estados Unidos como en el resto del mundo. Además, hay un renovado deseo de comunidad que en parte surge de la convicción de que nuestra frenética búsqueda de la felicidad material simplemente no está dando resultado. Este impulso comunitario, aunque se vea eclipsado por el mito estadounidense del «individualismo duro», es verdaderamente profundo y permanente (ver, por ejemplo, Putnam, 2000). Su expresión más reciente sería el movimiento por la relocalización, que anima a los pueblos y ciudades a fortalecer sus vínculos económicos locales, en parte como una forma de prepararse para una economía desglobalizada por causa de un incremento imparable de los precios de los combustibles, pero también como una manera de reducir el anonimato y la alienación que caracterizan a la vida moderna.(1)

Todos estos factores sugieren que Estados Unidos podría desplazar su énfasis en el crecimiento hacia la búsqueda del desarrollo; hacer que su economía sea mejor, en lugar de simplemente más grande, especialmente si ciertas tendencias, como el aumento del precio de la energía, fomentan un «momento de predisposición al aprendizaje».

También podemos optar por ser pesimistas ante tal posibilidad. Se ha argumentado (Kemmis, 1990) que el sistema político de EE UU fue diseñado por nuestros Padres Fundadores, después de intensos debates, para evitar que el pueblo pudiera organizarse para resolver sus problemas mutuos. Como resultado, se dice, el sistema es incapaz de educar a la gente en la ciudadanía y capacitarla para buscar el bien común general. En ausencia de semejante sistema, mucha gente cree que es la promesa y la posibilidad de enriquecerse (el llamado «sueño americano») lo que ha permitido a EE UU resistirse a las fuerzas que históricamente han amenazado con desgarrarle: nuestras tensiones étnicas y religiosas, la vastedad de su territorio y las enormes diferencias regionales y, cada vez más, el creciente abismo entre los más ricos y los más pobres.

Tal vez sea así. Pero hay comunidades estadounidenses con un largo compromiso a favor de la participación activa de las bases en la toma de decisiones políticas (Berry et al., 1993). Al escribir esto, Estados Unidos se encuentra en medio de la más interesante, y tal vez más significativa, carrera presidencial de las últimas décadas. La participación en las elecciones primarias ha batido récords. Después de más de siete años de garrafales errores geopolíticos, imprudencia fiscal y retraso medioambiental por parte de la administración Bush, decenas de millones de votantes dicen que hemos equivocado el rumbo. Están ansiosos por un cambio, y la notable corriente de apoyo a la campaña del senador Barack Obama demuestra una voluntad de trascender las divisiones, tanto dentro del país como con otras naciones, y de generar nuevas posibilidades.

Es imposible anticipar si esta predisposición a hacer las cosas de otra manera contribuirá a un cambio duradero. Pero siempre hemos creído en la posibilidad de reinvención. No podemos reescribir nuestra historia, pero cada vez nos queda más claro que los tiempos han cambiado y que la salud y la vitalidad de la biosfera global es un factor crucial para el bien común general. Después de un período de locura pasajera, creo que Estados Unidos está a punto de recordar que es una nación firmemente situada en la Tierra, no en otro planeta. Una vez que sean asimilados, la creatividad y el optimismo inherentes a este país pueden ser aprovechados al servicio de la sostenibilidad. En palabras de Thomas Paine, uno de los fundadores de la nación, «Tenemos el poder de comenzar el mundo una vez más».

REFERENCIAS

BERRY, J., PORTNEY, K., y THOMSON, K. (1993), The Rebirth of Urban Democracy, Brookings Institution, Washington, DC.

KEMMIS, D. (1990), Community and the Politics of Place, University of Oklahoma Press, Norman, Oklahoma.

PUTNAM, R. (2002), Solo en la bolera: colapso y resurgimiento de la comunidad norteamericana, Galaxia Gutemberg, Barcelona.

SANCHEZ, R. (1999), «West wages a new sort of turf battle», The Washington Post, mayo 16, p. A3.

* Editor, World Watch Magazine (tprugh@worldwatch.org)

1 Ver, por ejemplo, www.postcarbon.org.

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