Joaquín Valdivieso*

 

La entrada de este siglo XXI se ha venido cobrando, irremisiblemente, la factura del paso del tiempo a quienes abrieron el camino a eso que hoy denominamos ecología política. Aunque tal término era ya utilizado en 1972 por el antropólogo Eric Wolf,(1) fue gracias a una serie de pensadores y activistas atípicos e inclasificables, recientemente fallecidos, como esta nueva categoría transdisciplinar tomó forma: primero nos dejó el nonagenerario René Dumont (1904-2001); después el fundador de la ecología radical, Ivan Illich (1926-2002); algo más tarde el de la ecología social, Murray Bookchin (1921- 2006); y hace unos días quien más logró difundir la idea de ecología política a ambos lados del atlántico, André Gorz (1923-2007). El 24 de septiembre, los vecinos del pueblecito de Vonson, en Aube, Francia, se encontraron la nota con la que los octogenarios André y su esposa Dorine comunicaban su suicidio —«Avisen a la gendarmería. Hay cartas esperando». Gorz, retirado hacía más de dos décadas para cuidar a su amada Dorine, afectada de una enfermedad crónica que degeneró en un cáncer terminal, denotaba últimamente, según su entorno más cercano, un aire compungido por el deterioro de la salud de su compañera durante seis décadas, que hacía presagiar el desenlace: para ambos, la vida no era valor supremo, sino el medio en que la individualidad libre se desenvolvía; para ambos, la presencia íntegra del otro era condición de su existencia.

Aunque el presidente Sarkozy se haya referido al «singular destino de una gran figura de la izquierda intelectual francesa y europea», lo cierto es que esta forma de eutanasia consciente y compartida es cada vez menos singular. El mismo camino siguió, en 2003, Garrett Hardin con su esposa Jane, autor de la célebre metáfora de la tragedia de los comunes, y uno de los referentes primeros de la ecología norteamericana, quien nos puede servir aquí para situar en su justa medida el trasfondo de la aportación de Gorz y de la ecología política en su conjunto.

A menudo tendemos a ubicar el nacimiento de la cuestión ambiental a partir de las coordenadas en que la ciencia ecológica «explotó» hace cuatro décadas, redefiniendo el imaginario sobre la naturaleza externa: con los nuevos desarrollos teóricos —gracias a las obras de ecólogos como Odum o Ramon Margalef—; con la nueva imagen, global, del planeta que los Apollo nos hacían llegar; y con la aparición de los primeros diagnósticos de la crisis ecoló- gica, los de Rachel Carson, Barry Commoner, el Blueprint for Survival de Goldsmith para The Ecologist, o el célebre informe Meadows de Los límites del crecimiento, etc. Sin embargo, a menudo tendemos a olvidar cuán insatisfactorio resultaba el diagnóstico de la nueva ecología para aquellos autores que, como Gorz, Illich o Bookchin, empapados de la moral emancipatoria de la nueva izquierda heterodoxa, veían la crisis en una clave sociopolítica. No es que estuvieran en desacuerdo con el núcleo de la visión ecológica. Antes al contrario, todos contribuyeron a difundir el mensaje de la irreproducibilidad en el tiempo de los patrones desarrollistas de consumo y producción de la sociedad industrial, de la fragilidad de la vida. Sin embargo, discrepaban con ciertas asunciones, ocultas para muchos, que articulaban el análisis en forma de dicotomías insalvables ecosfera/tecnosfera, ecología/barbarie, especie/entorno, población/capacidad de carga, y de escenarios apocalípticos insitos en el núcleo del mundo moderno. No fue casual la cruzada que entre muchos de los primeros ecólogos-ecologistas, con Hardin a la cabeza, se lanzó por el control demográfico en los países pobres, por medidas tecnocráticas y autoritarias de emergencia, o por la huida hacia paraísos añorados de una supuesta armonía primitiva. Si hoy somos capaces de tomar una sana distancia crítica respecto de la propia tradición ecológica es gracias a esos pensadores que nos hicieron saber que la crisis ecológica es resultado de relaciones sociales, de poder, y de una historia concreta que una supuesta «ecología apolítica» sólo puede ayudar a ocultar.

André Gorz y Michel Bosquet fueron los dos heterónimos con que conocimos a uno de los pensadores más sugerentes de la ecología política. Nacido en Viena como Gerhart Hirsch, conoció a Sartre, su gran referente intelectual, durante su internado en Suiza justo antes de la anexión alemana bajo el nazismo. Sartre, auténtico imán que acabó arrastrándolo a Francia, le daría el soporte filosófico de la concepción general, incluida la ecológica. El radicalismo de su trabajo periodístico podía hacer difícil la naturalización como francés que necesitaba —y que logró como Gérard Horst en 1954— y por eso comenzó a usar el sinónimo Michel Bosquet —más o menos la traducción del horst alemán—, con el que se haría conocido a partir de 1955 en Paris-Presse y L’Express, Le Sauvage —la primera publicación ecologista francesa, que habían impulsado en 1973 Alain Hervé y Brice Lalonde, fundadores de Amis de la Terre dos años antes—, Lumière de Vie, en Temps Modernes (1961-1971), la revista de Sartre y Camus, y sobre todo en Nouvel Observateur (1964-1983), en cuya fundación fue protagonista; y el de André Gorz —Görz era entonces una población fronteriza en los Alpes, hoy en Italia como Gorizia, con cuya indefinición nacional el apátrida André se sentía a gusto—, utilizado sobre todo en sus trabajos más filosóficos y en toda su obra postmarxista.

Bosquet-Gorz asimiló la crisis ecológica a un embate entre civilizaciones. La civilización capitalista-productivista, para él, se basa en un modelo de consumo que reza «lo que es bueno para todos no es lo bastante bueno para ti». Este principio funciona como un valor fundamental que subyace en la enseñanza, en el papel y características de la ciencia y la técnica, y por supuesto en la producción. Una sociedad postproductivista, por contra, debería partir del principio «solamente es bueno para mí lo que es bueno para todos», en el modelo de consumo, de división del trabajo, de desarrollo del conocimiento y las aplicaciones científico-técnicas, etc. Bosquet, comprometido durante una década con el movimiento antinuclear en Francia, analizó desde los setenta la sociedad capitalista en una clave que no era fácil de encajar en el marxismo tosco productivista y su compromiso con el «desarrollo de las fuerzas productivas», mostrando cómo la tendencia inherente del capital a crecer de forma ampliada implica la desposesión de las gentes de su mundo vivido, al mismo tiempo que la posibilidad de controlar democráticamente los usos tecnológicos y las opciones fundamentales sobre los estilos de vida, incluida la calidad de los bienes públicos como el medio ambiente. Si el socialismo no ofrece una solución a esta dominación maximalista de las condiciones que hacen posible la autonomía en estas esferas, no es una alternativa real —sostenía Bosquet en diatriba contra estalinistas, leninistas y maoístas: «sin la lucha por unas tecnologías diferentes, la lucha por una sociedad diferente es inútil».(2)

Esta lucha quedaba expresada para Bosquet en la moralidad antiautoritaria de la sociedad civil democrática, desde mayo del 68 hasta Seattle o la ética del hacker. A sus ojos, los nuevos movimientos sociales de finales de los años sesenta representaban una revolución ecologista, incluso cuando no usaran el lenguaje de la ecología, poco difundido antes de 1972: «rechazo de las formas actuales de producción, consumo, trabajo, técnicas, pretensión de que se puede vivir mejor a condición de producir, consumir y vivir de otra manera. Los protagonistas de mayo de 1968, en un sentido, no decían otra cosa».(3) Y al hacerlo, impugnaban el capitalismo en su núcleo normativo.

Bosquet insistía en la capacidad del capitalismo avanzado para crear escaseces, nuevas necesidades que sólo él mismo podría satisfacer en forma de consumo privatizado y mercantilizado. Así «moderniza la pobreza», estimula los deseos y eleva continuamente el listón de los valores de consumo dominantes: a ellos aspira, siempre inútilmente, la masa, pues el bienestar se redefine siempre hacia arriba; más aún, cuando la mayoría accede, como en el caso del coche, comienzan a perder valor de uso. En uno de sus artículos más conocidos, enormemente difundido entre grupos ecologistas, anarquistas y alterglobalizadores, señalaba:

El automóvil ofrece el ejemplo contradictorio de un objeto de lujo que ha resultado desvalorizado por su propia difusión. Pero esta devaluación práctica no ha acarreado su devaluación ideológica: el mito del placer y de la ventaja del coche persiste aún cuando, si se generalizaran los transportes públicos, quedaría demostrada su aplastante superioridad. La persistencia de este mito se explica con facilidad: la generalización del automovilismo individual ha suplantado a los transportes colectivos, modificado el urbanismo y el hábitat y transferido al coche ciertas funciones que su propia difusión ha hecho necesarias. Será precisa una revolución ideológica (cultural) para romper este círculo vicioso. Revolución que es inútil esperar de la clase dominante actual (de derechas o de ‘izquierdas’).(4)

La mistificación del crecimiento reposa, pues, en la inaccesibilidad a la norma válida, a la autoproducción de lo necesario, a los bienes sociales. Los bienes privativos, deseables también según la izquierda, al ser necesariamente antisociales, «materializan el triunfo absoluto de la ideología burguesa en el terreno de la práctica cotidiana: fundamenta y cultiva en cada uno la creencia ilusoria de que cada cual puede prevalecer y destacar a expensas de los demás».(5)

Con esta premisa clara, Bosquet podía anticipar, en aquellos años plomizos de crisis ecológica y del petróleo, la capacidad del capital para atrapar las nuevas escaseces ambientales bajo su lógica, incidiendo negativamente en la igualdad de acceso a los bienes libres. El complejo productivo podrá integrar los nuevos gastos generados en la reparación ambiental e incluso encontrará en ellos nuevos yacimientos de negocio alrededor de los «óptimos» ecológicos: por eso la lucha ecológica no es un fin en sí misma, es una etapa, como la lucha por el sufragio universal o el descanso dominical fueron una etapa en la lucha por la emancipación y la apropiación del mundo en cada aspecto de la cotidianeidad.(6) Ahí radica la distinción entre la «expertocracia» ambiental y el ecologismo que, siguiendo a Illich, cuya obra Gorz introdujo en Francia, llamó «convivial».(7)

Cuando la mercantilización del patrimonio genético o la compraventa de derechos de emisiones de gases de efecto hinvernadero no era siquiera imaginable, sostenía Bosquet:

Exclaman los economistas neoliberales: ‘demos un precio a las cosas que aún no lo tienen, al aire, el agua, la luz, y, por supuesto, la vida humana’ (…). Entonces, queridos economistas neoliberales, contestad rápidamente: ¿cuánto vale el rayo de sol, al aire puro sin plomo ni anhídrido sulfuroso, el baño en el mar o en un lago? (8)

La pendiente hacia la monetarización de la naturaleza se apoya, para Gorz, en la extensión de las relaciones mercantiles allá donde no existían antes. Para ello, aunque no sean científicamente imprescindibles ni mucho menos las más eficaces productivamente, implanta tecnologías e infraestructuras, megaherramientas —otro término que toma de Illich—, megaestructuras que disimulan un nuevo despotismo, que aseguren la inapropiabilidad colectiva, la gestión jerarquizada y la dependencia máxima de los consumidores a la hora de apagar sus deseos.

Bosquet insistió en que los postulados paternalistas del Club de Roma podían ocultar esa gestión presuntamente aséptica, posteriomente edulcorada bajo los discursos del desarrollo sostenible, modernización ecológica, buenas prácticas o el enfoque voluntarista-individualista de Una verdad incómoda. Es más, incluso pueden aliviar la necesidad capitalista de rehacerse en momentos de crisis a través de nuevos bienes de consumo, verdes, siempre que las desutilidades aparecidas no reviertan negativamente en los cálculos contables, y siempre que los costes generados por la apropiación privada se socialicen. Bosquet coincidió con James O’Connor, aunque cada uno lo hiciera en su lenguaje, en la coincidencia de dos tipos de crisis en la recesión de los setenta: una de acumulación, explicable según la economía política clásica, y una crisis de reproducción —que O’Connor llamaría «segunda contradicción del capital»— generada por los nuevos límites físicos que trababan la rentabilización del capital.(9)

Consciente de la capacidad del orden socioeconómico para salir al paso de la crisis ecológica, y comprometido con la ampliación del abanico de reivindicaciones emancipatorias hacia la defensa de la integridad física y cultural, en los dos ámbitos de escisión, en la producción y en lo cotidiano por igual, Bosquet-Gorz se afanó en esbozar una utopía no productivista, «postsalarial», que consiguiera aglutinar alianzas roji-verdes y arcoiris. La articuló alrededor de la crítica de la noción de trabajo, y la necesidad de superar la concepción economicista y alienante que del mismo imperaba desde la aparición del capitalismo —y que Gorz, amigo personal de Marcuse, desarrolló también con el lenguaje de la teoría crítica de la Escuela de Frankfurt (Horkheimer, Adorno, Habermas): repartido el tiempo de trabajo en sentido económico, expandidas las posibilidades de desarrollar formas autónomas, con sentido, de actividades paralelas orientadas a los bienes públicos y a la autolimitación —gracias a una nueva política de los espacios urbanos, a la reducción de la jornada laboral y su redistribución, a una renta básica garantizada—, las formas sostenibles y realizadoras de producir y consumir irían ganando terreno. El tono a veces excesivamente redencionista y el no menos optimista pronóstico sobre la superación del capitalismo y la civilización industrial no deberían empañar una de las pocas obras que a día hoy ofrecen un marco progresista para el ecologismo político, más si nos percatamos del deslizamiento de la generación radical a la que perteneció hacia el neoliberalismo.

Aunque la obra de Bosquet-Gorz ha venido casi siempre a ser traducida, en buena medida las ediciones ya están descatalogadas. Gran parte de sus artículos más interesantes sobre ecología fueron recogidos en compilaciones de gran éxito —Estrategia obrera y neocapitalismo (1964), El socialismo difícil (1967), Crítica del capitalismo cotidiano (1973), Crítica de la división del trabajo (1973), Ecología y política (1975), Ecología y libertad (1977), Capitalismo Socialismo Ecología (1991)—, difíciles de encontrar, aunque numerosos artículos y entrevistas —por ejemplo, en Ecorev, la Décroissance, Multitudes o Nouvel Obs— son fácilmente localizables en internet, algunos incluso en castellano. El yo más filosófico del par Bosquet-Gorz se expresó con un lenguaje denso, marxista existencialista, que ya exigen un cierto bagaje teórico por parte del lector, especialmente en sus Fundamentos para una moral (1977) y La moral de la historia (1959, Historia y enajenación en la versión castellana). Aún así, ilumina enormemente su humanismo ecologista. La mejor vía para hacerse una idea del perfil autoanalítico y existencial de Gorz yace en su primera obra, El traidor (1957), y en su última, ya una leyenda en Francia, la carta de amor a Dorine, Lettre à D. Histoire d’un amour (2006, sin traducir aún) Para acercarse a su socialismo heterodoxo es inevitable comenzar con Adiós al proletariado (1980), de enorme influencia fuera de Francia —donde no dejó de crearle hostilidades incluso entre quienes más le admiraban, en el seno del sindicalismo autogestionario—, y su larga reflexión sobre la emancipación del economicismo y la superación del capitalismo, desde su forma monopolista de Estado hasta el capitalismo global de la información: Los caminos del paraíso (1983), Metamorfosis del trabajo (1988), Miserias del presente, riqueza de lo posible (1997); L’immatérial (2003, no traducida).

Horst, Gorz, Bosquet, fue una persona sencilla hacia fuera, casi espartana, generosa y retraida a un tiempo; más que compleja y autoexigente hacia dentro. De una erudición prodigiosa y un verbo agudo y sagaz, fue prolífico con la pluma e íntegro hasta la osadía en sus convicciones, por controvertidas que fueran sus posiciones. Con todas sus limitaciones, no ha dejado de llamar la atención de nombres como Sartre, Beauvoir, Mandel, Bookchin, Castoriadis, Sacristán, Beck, Offe, pero no menos de la oposición antifranquista, de los movimientos antiautoritarios en Latinoamérica, de la New Left, del flanco izquierdo de la socialdemocracia europea, y de los actores por una globalización contrahegemónica, además de ecologistas en todo el mundo. Se fue, sin hacer ruido, con su Dorine del alma, en un gesto a la altura de la coherencia que marcó su obra.

BIBLIOGRAFÍA RECOMENDADA

BOWRING, F. (1996), Andre Gorz: An existential legacy, Lancaster University.

FRANKEL, B. (1989), Los utópicos postindustriales, Valencia: Edicions Alfons el Magnànim.

GOLDBLATT, D. (1996), Social Theory and the Environment. Milton Keynes: Open U.P.

GOLLAIN, F. (2000), Une critique du travail. Entre écologie et socialisme, La Découverte & Syros, Paris.

LITTLE, A. (1996), The political thought of Andre Gorz, New York: Routledge.

TATMAN, J. Y LODZIAK, C. (1997), Andre Gorz; a critical introduction. Chicago: Pluto Press.

VALDIVIELSO, J. (2005), La filosofía política de André Gorz. Las sociedades avanzadas y la crisis del productivismo. Palma: Universitat de les Illes Balears.

* Departamento de Filosofia de la Universitat de les Illes Balears (jualdivieso@ub.es).

1 E. Wolf, «Ownership and Political Ecology», Anthropological Quarterly, 45, pp. 201-5, 1972. André Gorz.

2 Ecología y libertad, Gustavo Gili, 1979, p. 25

3 «Les impasses de la croissance», en Critique du capitalisme quotidien, Paris: Galilée, p. 297 (Nouvel Observateur, junio 1972)

4 «La ideología social del automóvil», en Ecología y política, El Viejo Topo, 2001, p. 26 (Le Sauvage, 1973).

5 Idem. p. 25.

6 «Su ecología y la nuestra», en Ecología y política, p. 9 (Le Sauvage, 1974).

7 «La ecología política, entre la expertocracia y la autolimitación», Viento Sur, 7, 1993.

8 «La autocondena de la opulencia», en Ecología y política, p. 21 (Le Sauvage, 1973).

9 Ecología y libertad, p. 39.

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