Leonardo Rossi*

DOI: doi.org/10.53368/EP63IVCop02

Resumen: Al entender que la crisis civilizatoria encuentra raíces en la ruptura del vínculo político entre la humanidad, el alimento y los territorios, el siguiente artículo busca contribuir a una epistemología-política que sitúa la dimensión comunal como clave de la práctica nutrition democrática y el plano agroalimentario en un lugar central del ejercicio político inherente a la sostenibilidad de la trama de la vida humana y no humana. 

Palabras clave: sociometabolismo, ontología política, comunalidad agroalimentaria 

Abstract: Understanding that the Civilizational Crisis finds roots in the political rift between humanity, food and territories, the following essay contributes to the political-epistemology field highlighting communality as a key of democracy and placing agri-food dimension in the center of the political praxis to sustain the web of (human and non-human) life.

Keywords: social metabolism, political-ontology, food communality

Introducción

Atravesamos tiempos de crisis multidimensional a escala planetaria: ecológica, sanitaria, alimentaria, política, afectiva. Tal como ha sido definida, se trata de una profunda crisis civilizatoria. En este sentido queremos apuntar aquí la intrínseca implicación entre el trastorno múltiple que se cierne sobre la red biosférica, el calamitoso estado nutricional de la mayor parte de la población mundial y la grave erosión de la política en su sentido profundo, es decir, entendida como la capacidad de organización autónoma de las comunidades para la producción y sostenibilidad de la vida. Ponemos atención en el rol clave que la evolución histórica del sistema agroalimentario capitalista ha tenido en el desarrollo de este cuadro crítico, como asimismo en aquellas prácticas contemporáneas que nos abren horizontes emancipatorios.

 

Desnutrir la red de la vida en común

Las cadenas agroalimentarias industriales actúan hoy como las principales usinas de la alteración de los ciclos vitales: son responsables directas de la deforestación a gran escala, base de la sexta extinción masiva de especies y causa primaria de la liberación descontrolada de carbono a la atmósfera. A eso debe añadirse el uso desmesurado de combustibles fósiles para mantener el gigantismo agrícola que han creado. Demandantes de una uniformidad genética —vegetal y animal— sin precedentes, con sus implicancias ecológico-sanitaras, atizan una y otra vez brotes virales y la proliferación de plagas antropogénicamente fomentadas.

Estrictamente atadas a la lógica de la ganancia, estas redes entrelazan tanto siembra, acopio y venta de granos —en gran medida basados en paquetes de transgénicos y biocidas— como producción cárnica industrial, alimentos ultraprocesados y sus terminales de distribución y venta. Al final de la cadena aparece una masa de población afectada de manera sistemática por lo que debería ser una de las bases primarias de una vida saludable: el alimento. A pesar de las cifras récords de cosechas que el agronegocio exhibe cada año, cerca de dos mil millones de personas padecen formas moderadas o graves de inseguridad alimentaria, y el sobrepeso marca una tendencia que podría alcanzar al 40 % de la población adulta en 2025, según la FAO. Si estos datos son la cara más difundida del extravío del vínculo humano con la alimentación, hay que agregar los impactos del cotidiano consumo de microdosis de agrotóxicos que persisten en frutas, verduras, harinas; los antibióticos en productos de origen animal; aditivos para los ultraprocesados, y otro largo etcétera, todo lo cual abre el abanico a la propagación de nuevas enfermedades incubadas en la industria de lo que aquí llamamos toxocomestibles, para hacer justicia al alimento.

De forma extendida, las miradas liberales de la política, a derecha e izquierda, no han concebido la cuestión agroalimentaria como un punto nodal en términos ontológico-políticos. Tema de autorregulación del mercado para unos, cuestión de políticas asistenciales para otros e ítem fijo en la «inevitabilidad» agroexportadora para casi todos, el profundo vínculo tejido entre humanidad-alimento-territorio y su correlación con el sentido denso de la praxis política han quedado sistemáticamente velados. El desarrollo histórico muestra el inseparable lazo entre capitalismo, patrones oligárquicos de control territorial, aniquilación de la trama de la vida y descomunalización política. Si se sigue este hilo, la teoría política crítica ya no puede omitir las vinculaciones de orden sistémico entre expropiación de la autonomía alimentaria, hacinamiento urbano-vaciamiento rural, degradación ambiental-sanitaria, sociedades crecientemente precarizadas y violentadas y crisis estructural de la institucionalidad política existente.

 

Alimento, tejido comunal de la vida humana y no humana

Sostener que el profanado vínculo humano con el alimento está en las raíces de la crisis civilizatoria es una clave de lectura que parte de la estricta revisión de la historia biocultural del linaje, una historia eminentemente política. Recordemos que la cooperación social, en tanto modo genérico de organizar el trabajo humano para reproducir la vida, ha implicado formas políticas específicas que hacen a la interacción entre sujeto y comunidad, y entre comunidad y territorio habitado. Dentro del trabajo comunitario, organizar la provisión y distribución de alimentos se tornó un aspecto insoslayable del proceso evolutivo y adaptativo tanto en términos biológicos como socioantropológicos.

En los entrecruzamientos de esta doble dependencia, social y ecológica, se fraguó la propia especificidad humana. Estas formas de organizar la producción social de la vida ponen de relieve la politicidad del proceso alimentario en tanto eje a partir del cual la humanidad reguló los flujos energéticos entre los congéneres y con la naturaleza no humana. Así, desde una perspectiva histórica, la comunidad política, lejos de ser un constructo imaginario, ha estado definida y moldeada en el devenir de los desafíos, tensiones y goces en torno a la obtención, el reparto, el acopio y el consumo de los elementos vitales (sobre todo alimento y agua), y su sostenibilidad en el tiempo.

El vínculo entre sujeto, comunidad, alimento y territorio, y la circularidad de los cuidados, las responsabilidades y las obligaciones en torno a este entramado, han pasado de considerarse la norma del estar humano en la Tierra a verse como una verdadera anomalía. Si bien existieron en la historia precapitalista experiencias fallidas del vínculo humano con el territorio habitado a partir de sistemas agroalimentarios predatorios, no pocas ni casuales veces asociadas a regímenes políticos autocráticos, estas no han sido la norma en la temporalmente extensa y geográficamente diversificada marcha humana por la Tierra. Al final, es la dinámica del capital la que se organiza de un modo íntegro y sistemático sobre la alienación y mercantilización de la tierra, del trabajo, del alimento y de la propia comunidad política.

En este orden, la fractura sociometabólica descripta por Marx, que tan bien apuntó el trastorno en los ciclos regenerativos del suelo que implicó la agricultura capitalista, permitió dar cuenta también del distanciamiento afectivo de esos hijos e hijas de la Tierra respecto a su madre nutricia, y respecto a la propia comunidad de comensales. En ese sentido se torna crucial problematizar este desgarro irreparable en tanto trastorno ontológico-político que nos ha llevado a este presente de deshumanización en el sentido más literal. Reconocer que hemos devenido una especie autopercibida como desafiliada de la Tierra, ajena a las responsabilidades comunales que debemos asumir respecto a los territorios que habitamos y también al cuidado de nuestros congéneres, y las implicancias de estos desatinos para nuestra propia existencia, es una necesidad impostergable.

 

Una política terrícola

Una teoría política crítica para este tiempo no puede obviar ya una relocalización epistémica de la humanidad como dependiente y potencial cuidadora del mundo no humano, en tanto organismos vivientes con capacidad política para organizar su condición de afectantes y afectados dentro de ese entramado biofísico. Será crucial entonces centrar la atención en aquellas prácticas, incluso provisorias, que tienden a formas políticas de lo común (Gutiérrez y Salazar, 2015; Gutiérrez et al., 2016) sobre aspectos clave para la supervivencia, como el uso sostenible del agua y de los alimentos, la biodiversidad, las prácticas autónomas de cuidados, crianza, salud, hábitat y pedagogías acordes a estos tiempos. Desde nuestro recorrido, entendemos como tarea esencial el abordaje de la comunalización —aunque sea embrionaria— en ámbitos marcadamente atravesados por la huella moderna, urbana y capitalista.

Sostenemos que aquellas prácticas que desde las tramas agroalimentarias fomentan en sus dimensiones tanto materiales como simbólicas el sentimiento de ser comunidades en la Tierra son un verdadero compost epistémico-político. Así lo venimos observando en organizaciones de producción para el autoconsumo, colectivos de agricultoras y agricultores ecológicos, asociaciones de consumo consciente, espacios donde se articulan redes de intercambio entre sujetos orientados a promover un vínculo con la tierra que recupere su dimensión humana, que tenga el horizonte local como guía, que tienda a desintoxicar y nutrir los suelos, el agua, los cuerpos, las emociones, pero, en especial, las propias relaciones políticas con el alimento como nudo. Hablamos de ámbitos donde existen formas de cooperación basada en decisiones en común, no mediadas por una instancia representativa, en torno a cómo, con quién y de qué modo producir, distribuir y consumir alimentos concebidos como eje clave para sostener la vida.

No proponemos abordar actos individuales en procura de una mejor alimentación como mero objetivo personal, ni proyectos aislados en torno a la producción ecológica de alimentos por valiosos que sean. Tampoco planes de distribución alimentaria saludable dirigidos desde arriba, sea por el Estado u organizaciones que replican las formas jerárquicas de la política. Si bien nuestro planteo se nutre de los valiosos aportes provenientes de la agroecología política, de diversas luchas por la soberanía alimentaria y de las reflexiones en torno a las tensiones al interior de estos campos (Calle et al., 2014; Giraldo y Rosset, 2016; Giraldo, 2018), creemos clave enfatizar la especificidad política de aquellas tramas concretas que actúan sobre el horizonte agroalimentario inmediato a partir de formas de decisión comunales. El peso de nuestra mirada recae así sobre lo común como modo de producción política. En la forma de decidir cómo producimos socialmente el mundo que habitamos están implicadas dimensiones profundas para los proyectos emancipatorios.

 

Conclusiones

Se trata entonces de contribuir a la estricta explicitación dentro del pensamiento crítico de esos ámbitos donde la comunalización política brota desde una trama agroalimentaria situada. Nuestra llamada se circunscribe a identificar y nombrar la experiencia ya existente de mujeres y hombres que nos brindan rastros de lo que de forma provisoria denominamos comunalidad agroalimentaria. Creemos necesario ahondar en aquellas prácticas atravesadas por lo común en torno al cultivo, la distribución y el consumo de alimentos tendientes a reencausar el vínculo ecológico-político con los territorios. Se trata de formas cooperación, codecisión y goce común con el horizonte de sanar el suelo que se pisa, los cuerpos que se habitan, las emociones y los propios lazos políticos a través de la fibra que se teje entre la Tierra y la humanidad a través del alimento. Aprender a nutrirnos de esas experiencias que sitúan el entramado agroalimentario como bien político comúnmente producido nos abre otros imaginarios y perspectivas.

En la comunalidad agroalimentaria —practicada largamente por entramados campesinos e indígenas, y latente en redes de agricultoras y agricultores ecológicos, ferias agroecológicas, colectivos de consumo horizontales, entre otros—, emerge una ontología política que se obstina en hacerse cargo de las necesidades socioecológicas, pero sobre todo políticas, que el tiempo reclama. Lejos de idealizar lo comunitario, se trata casi siempre de una ardua tarea, no pocas veces efímera, plagada de tensiones y cruzada por profundas contradicciones, que apuesta por cultivar una política de lo común centrada en retejerse en la trama de la vida a partir del vínculo comunidad-alimento-Tierra. Y es justo esa porfía una de sus principales ofrendas de las que el pensamiento político crítico debe poder dar cuenta. En ese sustrato fresco, aireado y fértil se gestan posibilidades concretas de regenerar de un modo artesanal las desnutridas tramas entre sujetos, comunidades y territorios, con el fin de dejar huertas abonadas para los mundos por venir.

Referencias

Calle, Á., D. Gallar Hernández y J. Candón-Mena, 2014. «Agroecología política: la transición social hacia sistemas agroalimentarios sustentables». Revista de Economía Crítica, 16, pp. 244-277.

Giraldo, O., 2018. Ecología política de la agricultura: agroecología y posdesarrollo. San Cristóbal de las Casas, El Colegio de la Frontera Sur. (Ultram)

Giraldo O., y P. Rosset, 2016. «La agroecología en una encrucijada: entre la institucionalidad y los movimientos sociales». Guaju, 2 (1), pp. 14-37.

Gutiérrez, R., y H. Salazar Lohman, 2015. «Reproducción comunitaria de la vida. Pensando la transformación social en el presente». Puebla, El Aplante, 1, pp. 15-50.

Gutiérrez, R., M. Navarro y L. Linsalatta, 2016. «Repensar lo político, pensar lo común: claves para la discusión». En: D. Inclán, L. Linsalatta y M. Millán (coords.), Modernidades alternativas. Ciudad de México, UNAM y El Lirio, pp. 377-417.

* Becario doctoral IRES-Conicet (Catamarca, Argentina). Colectivo de investigación Ecología Política del Sur. E-mail: leo.j.rossi.ep@gmail.com.

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