Tim Jackson*

 

Han transcurrido dos años desde la publicación en inglés de Prosperity Without Growth. El libro tuvo su origen en un informe que escribí en mi condición de Comisionado de Economía dentro de la Comisión para el Desarrollo Sostenible (del gobierno británico). Puesto que dicha Comisión era un ente oficial de asesoramiento, probablemente fue esa la ocasión en que más cerca ha estado un gobierno occidental de cuestionar el paradigma económico dominante de crecimiento económico infinito. Difícilmente pudo haber llegado en un momento más inconveniente para el equipo gobernante. El informe fue presentado la misma semana de abril de 2009 en que el Primer Ministro Gordon Brown había convocado a los líderes del G20 en Londres para conversar sobre la «reactivación» del crecimiento económico. ¡Qué sencillo parecía entonces! La crisis sólo tenía unos pocos meses. Todo lo que necesitaba el crecimiento era un firme puntapié en el trasero y las cosas pronto volverían a la normalidad.

En tales circunstancias, la presencia de un informe titulado ¿Prosperidad sin crecimiento? (aun con el título entre signos de interrogación) era algo profundamente incómodo para el gobierno británico. La respuesta inicial —más allá de alguna reprobación en privado— fue esperar que el problemático informe simplemente desapareciese. Una estrategia que, en un principio, pareció que daría resultado. La presentación despertó escaso interés, tanto entre los políticos como en los medios de comunicación.

Pero luego, muy lentamente, aconteció algo extraño. El informe comenzó a tener un efecto casi vírico. En unas pocas semanas se convirtió en el informe más descargado de todos los producidos por la Comisión. Cuando en noviembre de 2009 se publicó el libro revisado, había alcanzado una inesperada audiencia dentro de una amplia variedad de grupos de interés: lobbies ecologistas, por supuesto, pero también empresarios, activistas contra la pobreza, grupos religiosos, economistas del mundo en desarrollo, sociedades literarias y, quizá lo más extraño del caso, analistas financieros. Los políticos continuaron siendo los más reacios a aceptar cualquier cuestionamiento del paradigma dominante. Pero encontraron que cada vez les resultaba más difícil hacer desaparecer los argumentos.

Otro tanto sucedía con la crisis financiera, que tampoco daba ninguna muestra de desaparecer. El primer arrebato de entusiasmo, confiando en que el estímulo del gasto podría evitar que el mundo entrase en recesión, demostró ser excesivamente optimista. Cada vez más, ha ido quedando claro que la crisis financiera no fue el resultado de comportamientos deshonestos o de circunstancias desafortunadas. Era endémica al sistema.

Una economía que depende para su estabilidad de una expansión continua de la demanda de consumo es tanto estructural como ecológicamente frágil. Incrementar la demanda significa aumentar la deuda. Cuando esas deudas se volvieron tóxicas, el sistema se colapsó. Los gobiernos destinaron billones de dólares para rescatar a los bancos y volver a estimular la economía mundial. Pero el gasto fiscal financiado a través de préstamos contraídos por el gobierno sólo sirvió para ahondar aún más la crisis.

Especialmente en la Eurozona, un país tras otro ha ido enfrentando déficits cada vez mayores, una deuda soberana difícil de manejar y una degradación de su solvencia crediticia. Las políticas de austeridad, puestas en práctica para proteger las valoraciones menguantes de las agencias que juzgan la solvencia crediticia, han fracasado a la hora de resolver los problemas económicos subyacentes. Peor aún, han creado nuevos problemas sociales. Los recortes en la inversión social han favorecido la aparición de una opinión pública cada vez más indignada. Las protestas contra las políticas gubernamentales han alcanzado una violencia inusitada en toda Europa. En Londres, durante el pasado mes de agosto, una ola de saqueos desembocó en un caos callejero, con edificios ardiendo fuera de control.

No todos esos disturbios pueden ser atribuidos a la protesta política. Pero el injusto rescate de los arquitectos de la crisis a expensas de sus víctimas ha quedado en evidencia. Las condiciones para un mayor descontento social son ya palpables. Pese a ello, el mantra de la política oficial continúa siendo el de restablecer el crecimiento a toda costa.

Fue Einstein quien en cierta ocasión afirmó que no podemos resolver los problemas utilizando el mismo modelo de pensamiento que los generó. La importancia de tal afirmación nunca ha sido mayor que en la actualidad. Sin duda la estabilidad económica es importante. Sin duda el empleo es importante. El sustento de la gente es importante. Pero la economía convencional basada en el crecimiento está fracasando en todos estos frentes. Es imprescindible una fundamental reevaluacióndel modelo económico actual.

Prosperidad sin crecimiento no proporciona todas las respuestas a estos complejos problemas. No resuelve todos los problemas estructurales subyacentes a las economías modernas. Tampoco es el único libro que haya analizado críticamente el dilema del crecimiento. Pero su intento de combinar los argumentos y de señalar claras direcciones de viaje sigue siendo tan importante ahora, creo yo, como lo era hace dos años. Tal vez más importante que entonces.

La idea fundamental del libro es que vivir bien en un planeta finito no puede consistir simplemente en consumir cada vez más y más cosas. Como tampoco puede limitarse a acumular cada vez más deudas. La prosperidad, en cualquier sentido significativo del término, tiene que ver con la calidad de nuestras vidas y de nuestras relaciones, con la resiliencia de nuestras comunidades, y con un sentido de propósito individual y colectivo. La prosperidad tiene que ver con la esperanza. Esperanza para el futuro, esperanza para nuestros hijos, esperanza para nosotros mismos. He aquí una tarea que continúa mereciendo nuestro compromiso.

Londres, octubre de 2011.

* Es profesor de Desarrollo Sostenible en la Universidad de Surrey (Reino Unido) y director del Grupo de Investigaciones sobre Estilos de Vida, Valores y Medio Ambiente (RESOLVE por sus siglas en inglés).

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