Miriam Gartor. FLACSO-Ecuador (mirgartor@gmail.com)

Palabras clave: economía ecológica, economía feminista, deuda ecológica, deuda de cuidados

 

Introducción

Si la ecología política pone de manifiesto que las relaciones entre sociedad y naturaleza están mediadas por relaciones de poder, no se puede obviar que dichas relaciones de poder están fuertemente atravesadas por la intersección de las variables género, clase y etnia, entre otras. La ecología política feminista entró a cuestionar la ceguera respecto a las relaciones de género que tradicionalmente habían caracterizado a los distintos enfoques dentro de la ecología política, denunciando que las corrientes ecofeministas constituían una “minoría sin voz” (Holland-Cunz, 1996: 15) dentro de la disciplina. En su transcurrir durante las últimas décadas, su mayor aporte ha sido visibilizar que la dominación de la naturaleza y la de las mujeres constituyen procesos paralelos (Salleh, 1994; Holland-Cunz, 1996).

De forma similar, se puede afirmar que los debates entre economía ecológica y economía feminista han discurrido con frecuencia de forma paralela sin que se haya llegado a establecer el diálogo necesario entre ambas corrientes (Mellor, 2005). La economía ecológica y la economía feminista comparten críticas similares respecto a la teoría económica neoclásica, que ignora todo aquello que no pasa por el mercado, tal como han venido señalando las primeras economistas ecofeministas —como Marilyn Waring (1994) o Mary Mellor (2005)— y, más recientemente, autoras como Amaia Pérez Orozco (2014) o Yayo Herrero (2011). Analizar los puntos de encuentro entre la economía ecológica y la economía feminista resulta de especial relevancia, por cuanto permite realizar un análisis crítico del sistema socioeconómico desde una perspectiva amplia, poniendo la mirada sobre la reproducción tanto en términos biofísicos como socioculturales.

Críticas a la teoría económica neoclásica

Frente a la teoría económica neoclásica, que considera la economía un sistema cerrado y autosuficiente, la economía ecológica pone de manifiesto que el sistema económico es un subsistema que forma parte de otro mayor, global y finito: la biosfera. De esta forma, la economía debe ser comprendida como un sistema abierto a la entrada de energía y materiales, así como a la salida de residuos (Martínez Alier y Roca Jusmet, 2013). Los ecosistemas, que ejercen tanto de suministradores de recursos como de sumideros de residuos, constituyen la base esencial sobre la que emerge la actividad económica (Álvarez Cantalapiedra et al., 2012).

La economía feminista añade que la reproducción social y la reproducción del propio sistema económico descansan sobre los trabajos de cuidados asignados históricamente a las mujeres, realizados de forma gratuita e invisibilizada fuera del mercado. En este sentido, ante la mirada androcéntrica de la teoría económica neoclásica, centrada en analizar exclusivamente las experiencias masculinas en la esfera mercantil (Waring, 1994; Pérez Orozco, 2010), la economía feminista propone ampliar la noción de “economía” para incorporar los procesos de reproducción social e introducir las relaciones de género como uno de los componentes fundamentales del sistema económico (Pérez Orozco, 2014).

Lo que la contabilidad macroeconómica oculta

El producto interior bruto (PIB) ha sido instituido como indicador por excelencia, no sólo del comportamiento de la economía, sino también del bienestar. El crecimiento del PIB se ha constituido así en una meta incuestionable de la política económica. Tanto desde la economía ecológica como desde la economía feminista se han realizado fuertes críticas a dicho sistema de medición, que sólo otorga valor a aquello que se traduce en valor de cambio, ocultando y relegando a la esfera de lo invisible el resto de actividades y dimensiones de la vida.

Por un lado, la economía ecológica denuncia que la contabilidad económica no incorpora los costes asociados al agotamiento de los recursos o a la degradación de los ecosistemas. “La convención contable está basada en una curiosa visión de la naturaleza, como fuente inagotable, como si el gasto de recursos naturales no tuviese «coste de oportunidad»” (Martínez Alier y Roca Jusmet, 2013: 97). Más aún, se contabiliza como riqueza cualquier gasto, incluidos los derivados de actividades contaminantes y los gastos defensivos que se producen para compensar el deterioro socioambiental. A su vez, se dejan fuera todas aquellas producciones necesarias para la vida, como las funciones de los ecosistemas (Martínez Alier y Roca Jusmet, 2013; Herrero, 2011).

La crítica desde la economía feminista ha tomado un camino similar. La identificación de la economía con lo monetizado hace que los trabajos y actividades que se realizan fuera del mercado no sean reconocidos como una contribución al conjunto de la sociedad. Estos trabajos, necesarios para garantizar la sostenibilidad cotidiana de la vida, son invisibles para la economía ortodoxa. Tal como denuncia Waring (1994: 48), “el intercambio social de servicios, que es el dar y recibir servicios dentro del entramado social de la familia, los amigos, vecinos y conocidos, tampoco es considerado económicamente importante y queda sin ser reconocido”.

Sobre los conceptos de “producción” y “trabajo”

Basándose en los principios de la termodinámica[1], la economía ecológica pone de relieve que aquello que se denomina “producción” supone en realidad la “transformación de recursos naturales en bienes y servicios, con los correspondientes niveles de residuos y disipaciones” (Álvarez Cantalapiedra et al., 2012: 282). En este sentido, las actividades de apropiación de los recursos naturales no deberían considerarse procesos de producción, sino de extracción. Esta suplantación de conceptos no es trivial. La “mitología de la producción”, tal como la define Naredo (2010), contribuyó a desplazar el pensamiento económico hacia el campo del valor monetario, desvinculando completamente el razonamiento económico del mundo físico.

La economía feminista complementa la crítica a la noción de “producción” añadiendo que ésta ha ido de la mano de la invisibilización de su cara oculta: la reproducción. En consecuencia, el sistema económico descansa sobre la falsa idea de que “el ámbito fuera de la producción no es economía y la actividad que se da en este no es trabajo” (Pérez Orozco, 2014: 201). La “mitología de la producción”, por lo tanto, está estrechamente vinculada con la “mitología del trabajo” (Naredo, 2010), por cuanto se instaura una noción productivista del trabajo como instrumento básico de esa —cuestionable— producción de riquezas.

Analizar el metabolismo social: deuda ecológica y deuda de cuidados

La economía ecológica pone el foco de atención del proceso económico en el metabolismo social; es decir, en los flujos de materiales y energía, así como en los sumideros de residuos, todos ellos provistos por la naturaleza (Martínez Alier y Roca Jusmet, 2013). Analizar el sistema económico desde esta perspectiva permite evidenciar que el comercio internacional se sustenta sobre un intercambio ecológicamente desigual, en el que las economías de los países del Norte Global se mantienen porque ponen a su servicio los recursos y los sumideros planetarios (Martínez Alier y Roca Jusmet, 2013; Martínez Alier, 2011; Naredo, 2010). De ahí que uno de los mayores reclamos de los movimientos socioambientales del Sur sea el reconocimiento de la deuda ecológica contraída por los países del Norte con el Sur Global.

De forma similar, la economía feminista ha puesto de relieve que el sistema económico produce flujos asimétricos de cuidados, ya sea entre personas y grupos sociales —de mujeres a hombres, y entre clases sociales—, como también entre países —del Sur al Norte— (Pérez Orozco, 2014). La responsabilidad de los cuidados, feminizada y relegada al ámbito del hogar, se transfiere de unas personas a otras en base a ejes de poder, originando así una deuda de cuidados. Es preciso señalar al respecto que este intercambio desigual de cuidados ha adquirido en las últimas décadas una característica novedosa: su alcance global. De esta forma, se conforman cadenas globales de cuidados, por las cuales cada vez más mujeres migrantes del Sur asumen trabajos de cuidados en el Norte[2], transfiriendo a su vez las responsabilidades de cuidados depositadas sobre ellas a otras mujeres en sus países de origen (Pérez Orozco, 2014; 2010).

Siguiendo con el hilo discursivo, resulta curioso observar que, cada vez más, los flujos de cuidados realizan el mismo trayecto que los de materiales y energía: se transfieren de los países de la periferia a los del centro. Tal como sostiene Herrero (2011), se pueden establecer notables paralelismos entre la crisis ecológica y la crisis de cuidados, en la medida en que ambas son consecuencia de pretender superar los límites. Si la crisis ecológica es el resultado de ignorar los límites biofísicos del planeta, la crisis de cuidados ignora los límites sociales de los tiempos disponibles para el cuidado. Asimismo, tanto la crisis ecológica como la de cuidados “exportan sus efectos indeseables a territorios lejanos, en un caso en forma de deuda ecológica y en otro en forma de cadenas globales de cuidados” (Herrero, 2011: 47).

Manifestación en Quito, Ecuador, abril de 2014. (Autora: Miriam Gartor)

Manifestación en Quito, Ecuador, abril de 2014. (Autora: Miriam Gartor)

De la visibilización de lo oculto a la transformación de los criterios de valoración

El debate en torno a cómo incorporar la relación entre economía y ecología ha derivado en dos grandes perspectivas. Por un lado, la economía ambiental se ha centrado en analizar la problemática de la gestión de la naturaleza y los costos ambientales como externalidades que pueden ser internalizadas en el sistema de precios a partir de su valoración económica. La asignación de valores monetarios a los servicios ambientales sería, desde esta perspectiva, un intento de corregir los precios desde el encuadre del análisis costo-beneficio. Para algunos autores, la economía ambiental supone, en realidad, una extensión de la economía ortodoxa a un nuevo campo de análisis: el medio ambiente (Aguilera Klink y Alcántara, 2011). De ahí que sus criterios valorativos continúen anclados en el reduccionismo monetario y en la sustituibilidad de valores propios de la racionalidad económica neoclásica.

Por su parte, la economía ecológica propone la reelaboración conceptual de la economía a partir de la “reconstrucción de los procesos biofísicos del proceso económico” (Aguilera Klink y Alcántara, 2011: 6). En este sentido, si bien no se opone a la internalización de los costos ambientales ni niega la utilidad de la valoración monetaria ambiental, por ejemplo, en los procesos de reclamación de responsabilidades por daños ambientales (Martínez Alier y Roca Jusmet, 2013; Martínez Alier, 2011), su planteamiento apunta hacia una transformación de los criterios de valoración. Así, apuesta por una ruptura frente a la racionalidad crematística para incluir en el análisis distintos criterios de valoración que dan cuenta de la existencia de “valores inconmensurables e incertidumbres irresolubles” (Martínez Alier, 2011: 54).

En lo que respecta a la economía feminista, los debates han tomado un camino paralelo. La discusión ha discurrido en términos de continuidad versus ruptura, a raíz de la cual han surgido dos grandes corrientes. Por un lado, la economía feminista de la conciliación o la economía feminista integradora (Pérez Orozco, 2014; 2010) se ha centrado en visibilizar las esferas económicas relacionadas con el trabajo doméstico a partir de su medición en términos monetarios, cuantificando cuál sería su importancia relativa en el PIB[3].

La segunda corriente, la economía feminista de la ruptura (Pérez Orozco, 2014; 2010) considera que integrar la esfera del hogar en las bases conceptuales de la teoría económica neoclásica presenta grandes limitaciones. Si bien reconoce la utilidad de la valoración monetaria de los trabajos de cuidados como forma de visibilización y toma de conciencia, cuestiona que sea posible —y deseable— reducir a una visión crematística el conjunto de actividades que sostienen cotidianamente la vida. En la medida que involucran una dimensión material y fisiológica, y otra afectiva y emocional, los trabajos de cuidados ponen en juego sistemas de valoración que no pueden ser reducidos a un único criterio monetario. Tal como señalan Álvarez Cantalapiedra y colaboradores (2012: 288), “la presencia de un espacio donde se genera bienestar, debe ayudar a ir más allá de un análisis meramente económico del trabajo doméstico”.

En definitiva, tanto para la economía ecológica como para la economía feminista de la ruptura, redefinir los criterios valorativos más allá de la valoración monetaria es un aspecto de especial relevancia. Ambas disciplinas buscan así descentrar los mercados (Pérez Orozco, 2010) para dar centralidad a los procesos de sostenibilidad de la vida.

Conclusiones

Analizar los puntos de encuentro entre economía ecológica y economía feminista permite comprender que el sistema económico se sostiene sobre la base de la apropiación de recursos naturales y de trabajos de cuidados que son relegados a la esfera de lo oculto.

Por otro lado, la teoría económica neoclásica se ha basado en el supuesto de la existencia de un sujeto varón, individual, racional y autosuficiente. La economía ecológica y la economía feminista muestran que ese agente económico, el Homo economicus, se sustenta sobre una ficción que niega las relaciones vitales de ecodependencia e interdependencia (Pérez Orozco, 2014; Herrero, 2011).

Para concluir, la economía ecológica y la economía feminista sitúan su mirada en los procesos de sostenibilidad de la vida, entendiendo estos en términos de reproducción tanto biofísica como sociocultural. Desde esta perspectiva, las relaciones mercantiles suponen solo una parte de un sistema económico más amplio, cuyo fin último debería estar orientado a generar las condiciones de posibilidad de la vida. De unas vidas socialmente justas y ecológicamente sustentables.

Referencias

AGUILERA KLINK, F.; ALCÁNTARA, V. (comp.) (2011). De la economía ambiental a la economía ecológica. Madrid: CIP-Ecosocial.

ÁLVAREZ CANTALAPIEDRA, S.; BARCELÓ, A.; CARPINTERO REDONDO, O.; CARRASCO BENGOA, C.; MARTÍNEZ GONZÁLEZ-TABLAS, A.; RECIO ANDREU, A.; ROCA JUSMET, J. (2012). “Por una economía inclusiva. Hacia un paradigma sistémico”, Revista de Economía Crítica, 14, pp. 277-301.

HERRERO, Y. (2011). “Propuestas ecofeministas para un sistema cargado de deudas”, Revista de Economía Crítica, 13, pp. 30-54.

HOLLAND-CUNZ,  B. (1996). Ecofeminismos. Valencia: Ediciones Cátedra.

INSTITUTO NACIONAL DE ESTADÍSTICA (2012). Hogares y servicio doméstico. Cifras INE, Boletín Informativo del Instituto Nacional de Estadística (marzo).

MARTÍNEZ ALIER, J. (2011). El ecologismo de los pobres. Conflictos ambientales y lenguajes de valoración. Barcelona: Icaria.

MARTÍNEZ ALIER, J.; ROCA JUSMET, J. (2013). Economía ecológica y política ambiental. México D. F.: Fondo de Cultura Económica.

MELLOR, M. (2005). “Ecofeminist political economy: Integrating feminist economics and ecological economics”, Feminist Economics, 11 (3), pp. 120-126.

NAREDO, J. M. (2010). Raíces económicas del deterioro ecológico y social. Más allá de los dogmas. Madrid: Siglo XXI.

PÉREZ OROZCO, A. (2014). Subversión feminista de la economía. Aportes para un debate sobre el conflicto capital-vida. Madrid: Traficantes de Sueños.

PÉREZ OROZCO, A. (2010). “Economía del género y economía feminista. ¿Conciliación o ruptura?”. Revista Venezolana de Estudios de la Mujer, 10 (24), pp. 43-62.

SALLEH, A. (1994). “Naturaleza, mujer, trabajo, capital: la más profunda contradicción”, Ecología Política: Cuadernos de Debate Internacional, 7, pp. 35-47.

WARING, M. (1994). Si las mujeres contaran. Una nueva economía feminista. Madrid: Vindicación feminista.

[1] La primera ley de la termodinámica señala que la energía no se crea ni se destruye, sino que se transforma. Y la segunda hace referencia al aumento de la entropía, por la cual la calidad de la energía se degrada hacia un estado de mayor desorden.

[2] En el caso de España, el 58,1% de las empleadas domésticas son de nacionalidad española, y el 41,9%, extranjeras (Instituto Nacional de Estadística, 2012). Estos datos muestran la creciente importancia de la población migrante en el sector, sin olvidar que el empleo de hogar siempre se ha establecido en base a la jerarquización de clase y género en el interior de la propia población española.

[3] Es preciso señalar que, de la cuantificación monetaria del trabajo doméstico, se ha transitado posteriormente hacia la cuantificación en términos temporales, generando datos estadísticos sobre los usos del tiempo.

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