Daniel Pena*

DOI: doi.org/10.53368/EP61FCep02

Resumen: El artículo explora de manera conceptual la posibilidad de procesar en espacios colectivos, grupales o personales las múltiples heridas de nuestras biografías como motor de problematización y potenciación colectiva. Tomando como base el entrecruzamiento de ecología política, afectividad ambiental y sociología de cuerpos y emociones, se reflexiona sobre las heridas sociales que componen nuestra memoria corta y larga en medio de relaciones de poder y depredación. Se focalizan los modos en que el «dolor se hace callo», especialmente en la desafectación de la violencia hacia lo humano y no humano. Por último, se propone una concepción de la política como continua (re)composición de la vida (en común), en contraste con la idea de la reproducción de la vida, a partir de la etimología de las palabras composición y producción.

Palabras clave: dolor social, herida ambiental, potencia colectiva, extractivismo

Abstract: The article explores in a conceptual way the possibility of processing in collective, group and personal spaces the multiple wounds of our biographies as a motor of problematization and collective empowerment. Taking as a base the intersection of Political ecology, environmental affectivity and bodies and emotions´ sociology; it reflects on the social wounds that make up our short and long memory in the midst of power relations and predation. It focuses on the ways in which «pain becomes silent», especially in the disaffection of violence towards the human and non-human. Finally, a conception of politics as a continuous (re) composition of life (in common) is proposed, in contrast to the idea of ​​the reproduction of life, based on the etymology of the words composition and production.

Keywords: social pain, environmental wounds, extractivism


Introducción

La reflexión que se despliega a continuación es un intento por darle forma a algunas intuiciones, corazonadas, incomodidades que se despertaron durante 2020 a partir de tres grandes mojones.

El primer movimiento sucedió al tomar contacto con la entrevista que Ana Cacopardo realizó a Silvia Rivera Cusicanqui, en el programa Historias debidas de Canal Encuentro. En dicha entrevista Silvia hace explícita la encarnación de un sufrimiento que atraviesa de manera contradictoria su historia personal, una herida colonial que padece como mestiza: el «complejo de aguayo», aquel desprecio hacia su «madre de cuidados» indígena que el poder colonial le impuso a temprana edad a través de su familia mestiza, privándola de todo un mundo, saber y sensibilidad muy cercanos desde el afecto de dicha mujer.

La segunda inquietud surge en una conversación con compañeros docentes de la Universidad de la República, en la que Diego Castro, docente del Servicio Central de Extensión y Actividades en el Medio, sugiere que es necesario y urgente trabajar sobre nuestra historia personal para identificar la herida colonial, en un país como Uruguay donde el exterminio y etnocidio indígenas calaron muy hondo. Plantea que, para la mayoría de los universitarios descendientes de migrantes europeos, una afectación clara del proceso colonial implica desconocer nuestros ascendentes más allá de dos o tres generaciones, y la desconexión que esa fractura histórica implica con el territorio y su habitabilidad, tanto de nuestros ancestros como de los pueblos originarios que efectivamente vivían en estas tierras. De nuevo la insistencia en la contradicción que nos habita como dominantes-opresores (blancos, varones cis, profesionales, adultos, etc.) que padecen en el mismo movimiento la violencia reproducida.

En tercer lugar, la necesidad de ordenar una insistencia que atravesó mi práctica como docente terciario de Sociología y Sociología de la Educación, en la que intenté en cada encuentro enlazar las diferentes teorías y enfoques críticos trabajados con la encarnación personal en las historias de los y las estudiantes. La potencia que esto tuvo en los procesos de enseñanza-aprendizaje, así como en las producciones colectivas del alumnado, me reflejó la relevancia de componer dispositivos que elaboren el dolor social encarnado desde la experiencia grupal y la comprensión de las relaciones de poder múltiple.

Estos tres mojones me dejaron rumiando, digiriendo una y otra vez, desde el sentipensar, la doble cara de la violencia del poder: no solo se trata de un poder productivo además de represivo, como ya adelantaba Foucault (2007), sino que estas relaciones de poder múltiples dejan surco, huella de dolor y pérdida de mundo tanto en oprimidos como en opresores, en dominantes como en dominados, claramente en formas, volúmenes y efectos desiguales y diferenciales, pero constituyen las biografías de todas las personas, y por tanto, aunque resulte polémico, es central su elaboración colectiva si deseamos construir mundos más justos, libres, diversos, creativos y amorosos.

La sociología de cuerpos y emociones (Scribano, 2009) propone comprender la biografía individual como la inscripción (grafía, escritura, marca) de las relaciones socioambientales en nuestra vida, en nuestro soporte vital: el cuerpo. Nuestras heridas, por más singulares, íntimas, domésticas o azarosas que parezcan, tienen siempre un componente que nos remite a relaciones de poder a nivel social.

En este sentido, los feminismos nos dejan importantísimos aprendizajes, tanto al lograr visibilizar que lo personal es político, como al insistir en la deconstrucción y problematización de las múltiples formas de violencia y opresión sobre las mujeres y disidencias, así como en las transformaciones urgentes y necesarias de los varones en nuestras matrices de masculinidad hegemónica (violencia, concentración de la palabra, cosificación de mujeres y disidencias, etc.), como dos caras de la misma moneda.

De alguna manera, el continuo indiferenciado entre lo infrapersonal, lo individual, lo social y lo comunitario (Guattari, 1996), los múltiples entrecruzamientos de dichas escalas, nos permite procesar colectivamente nuestros afectos desde lo micro hasta lo macro, y desde las estructuras de jerarquías múltiples hasta las experiencias cotidianas, en un movimiento pendular que podría colaborar a profundizar nuestra comprensión de los mundos y tramas de vida que habitamos y nos habitan (Giraldo y Toro, 2020) y potenciar nuevos haceres transformadores. Procurar desarmar la dicotomía de la transformación macrosocial como enfrentada al cambio personal a través de dispositivos terapéuticos, artísticos, educativos, culturales, comunitarios. No puede realizarse un potente cambio sociopolítico si nuestras heridas siguen abiertas y sangrando, así como estas no pueden cicatrizar y dejarnos construir mundos dignos de ser vividos si no movilizan y cuestionan las relaciones de poder que las produjeron más allá de nuestra historia personal.

Todo esto parte de un planteo central: encarnamos una contradicción-tensión por el entretejido de heridas múltiples que componen nuestra biografía, de relaciones de poder y dominación entrelazadas y por momento contrapuestas, que nos posicionan en algunas instancias como dominantes y en otras como dominados, pero siempre en el padecer de esa violencia ejercida sobre otros y nosotros mismos a la vez. Las heridas son siempre simultáneas: coloniales y racistas, heteropatriarcales, antropocéntricas, depredatorias, adultocéntricas, de clase, capacitistas, racionalistas, etc. Ninguno de estos planos tiene primacía o es el origen de los otros, sino que conforman un tejido de resonancias mutuas y amplificaciones que nos atraviesan a cada minuto.

Todas las personas pasamos en algún momento por posiciones de opresión y dominación de una «otredad inferior», desde el momento que comprendemos, por ejemplo, que las relaciones adultocéntricas atraviesan todos los vínculos sociales. Todos tomamos el lugar de adultos en algún momento, y ese es un hecho crucial para comprender el padecer común. A su vez, como señala Duarte (2012), la construcción de la adultez como categoría dominante en la jerarquía de las clases de edad constriñe los posibles, significa una pérdida de mundo, una disminución de capacidades y potencialidades. En el propio movimiento de definir a la infancia, adolescencia y vejez como inferiores, las personas adultas perdemos toda aquella acción, sensación y pensamiento que pueda verse como infantil, de eterno adolescente o viejo, por ejemplo, en el tipo de movimientos permitidos, el juego, la actividad improductiva, las pasiones inapropiadas, la contemplación. Lo mismo puede señalarse sobre la condición de humano antropocéntrico y depredatorio, la construcción de masculinidades hegemónicas (en la que insiste Rita Segato, por ejemplo), blancos eurocéntricos, burgueses acumuladores de capital, etc.

Si aceptamos esa contradicción fundamental que nos habita y habitamos cotidianamente, entonces se nos plantea el desafío que sugeríamos en otra reflexión: «¿cómo no ser fascistas con el fascismo?» (Pena, 2020), ¿cómo salirnos de las posiciones «vanguardistas» y, por momentos, inquisidoras que devuelven violencia y opresión a las relaciones de dominación?, ¿cómo corrernos de ese lugar?, ¿cómo trascender la reacción violenta inicial que se desprende del dolor sufrido (entendible y necesaria para marcar el «basta», pero nunca suficiente) con el fin de componer transformaciones conjuntas?, ¿de qué manera o a través de qué dispositivos ir más allá del límite del hartazgo, procesar la herida y construir de forma colectiva?

Giraldo y Toro (2020), con su propuesta de epistemo-estesis ambiental, denominan «regímenes afectivos» a los entramados de poder que modelan las sensibilidades, determinan lo que es posible o no sentir y percibir y generan rieles afectivos, códigos culturales que definen cómo y por dónde circulan los afectos entre cuerpos, humanos y no humanos. Scribano (2009), a partir de la sociología de cuerpos y emociones, pone el foco en que las relaciones de dominación del capitalismo depredatorio neocolonial configuran una serie de regulaciones de las sensaciones y mecanismos de soportabilidad social que encauzan la tríada percepción-sensación-emoción, en una tensión continua entre la anestesia social de los aparatos de sujeción y las prácticas intersticiales que escapan a la lógica del capital. Ambos autores ponen el énfasis en un punto central para nuestra reflexión: las relaciones de poder modelan nuestros afectos,[1] definen-producen (nunca de manera total) lo que es posible e imposible percibir y sentir, y así inscriben en los cuerpos ciertos padeceres que van generando puntos ciegos, anestesia, callos. Estas distintas metáforas conceptuales se refieren a la producción sistemática de insensibilidad sobre algunas dimensiones de nuestra vida y ciertas relaciones (humanas y no humanas) que la componen, a partir de tramas de poder que ordenan lo perceptible, la atención y las emociones, y en especial por la persistencia de cierto dolor social que requiere ser anestesiado, naturalizado, para poder soportar y sobrevivir en medio de la injusticia depredatoria.

Este dolor social, distribuido desigualmente según todos los planos de las relaciones de poder ya mencionadas, configura puntos ciegos en nuestro sentipensar y hacer en relación con el mundo que habitamos y nos habita. Pero, además, es aprovechado (o cooptado) por una serie de dispositivos que lo utilizan como energía creativa-destructiva acumulada para sus propios fines. Continuamente nuestras heridas sociales son capturadas por dispositivos que las explican, modelan y enlazan a algún tipo de trascendencia que nos quita potencia y autonomía, y se presentan a sí mismas como herramientas subsanadoras de las consecuencias: el mercado-consumo, los partidos políticos, el circuito Estado-ciudadanía-derechos, el fascismo y la religión.

Estos dispositivos tienden a posicionarnos en lugares de pasividad y obediencia, aprovechando la «plusvalía afectiva» que surge de nuestro dolor social para potenciar su propia plataforma , y a llevarnos a evitar asumir la herida sufrida y generada en otros (humanos y no humanos) más que como carga: culpa, resignación, expectativa-dependencia de una trascendencia que transforme el padecer.

Por ejemplo, la política alimentaria capitalista, cimentada en la producción del hambre como fantasma base para la resignación a la explotación y depredación de la acumulación de capital, presenta a la economía de mercado como la mejor forma de gestionar y distribuir la «escasez» (mito base del capital que convierte bienes comunes en bienes escasos para su mercantilización), mientras que individualiza culpabilizando a los pobres y excluidos-expulsados por el no acceso al alimento a través del salario-mercado. De esta manera, el dolor social del hambre es capturado por la economía de mercado, que esconde sus dinámicas estructurales de desigualdad e inmoviliza a los individuos, absorbiendo su impulso transformador al espejarles su culpa individual por una mala inserción en el mercado laboral, basado en el supuesto de un mercado meritocrático perfecto.

Sin embargo, nuestras experiencias y prácticas cotidianas siempre desbordan estas pretensiones de captura, y nos enfrentan continuamente a estas preguntas: ¿cómo hacernos cargo de la herida social que habitamos, para pasar a la potencia colectiva?, ¿qué formas encontramos de elaborarlas en conjunto para tomar impulso transformador desde allí? Desde espacios educativos, artísticos, comunitarios, huertas colectivas, movimientos sociales y ambientales, cooperativas de trabajo y vivienda, círculos de mujeres o varones, sindicatos, ollas y merenderos populares, intervenciones performáticas, espacios de memoria y justicia, etc., se despliegan formas infinitamente heterogéneas de rumiar nuestras heridas sociales e impulsar expansiones de nuestra sensibilidad, empatía y entramados vitales.

Hacernos cargo de las múltiples formas de violencia y dominación que reproducimos como opresores implica a la vez: a) un continuo intento y una disposición a restaurar el daño producido, a sanar el lazo fracturado; b) deconstruir nuestros modos de existencia privilegiados y su encadenamiento con macroestructuras de poder; c) abrir mundos que fracturen los mandatos que el lugar de poder nos inscribe en los modos de pensar, sentir y hacer; d) asumir y digerir también el dolor que genera producir dolor en otros (humanos o no humanos), desde el momento que la empatía[2] nos devuelve en nuestros cuerpos el padecimiento ajeno.

Este proceso de hacernos cargo de la violencia ejercida se enlaza de forma compleja y por momentos incomprensible con los procesos de elaboración de la herida que las relaciones de poder inscriben sobre nuestros cuerpos oprimidos. La desarticulación de las lógicas de culpabilización y dependencia incorporadas-naturalizadas lleva a enfrentar la «crueldad» (Segato, 2018) en sus rasgos más duros de injusticia y arbitrariedad, lo que nos permite configurar y enunciar un límite y un más allá autónomo: una barricada; un corte a nivel micro y macrosocial al despojo, violencia y sometimiento; el despliegue de procesos de experimentación y expansión de la potencia que trascienden los mandatos del poder.

Ambos movimientos personales y colectivos tienen tres puntos de apoyo cruciales: el abordaje, desde múltiples formas, de la memoria personal, comunitaria y social; la permanencia en un estado de vulnerabilidad recíproca entre las personas involucradas, y la expansión de la sensibilidad. Rumiar nuestras heridas sociales desde la tríada memoria-vulnerabilidad-sensibilidad permite dar espacio a las potencias colectivas sanadoras y creadoras de otros modos de existencia, hacer grietas en el muro de la tríada dominante de anestesia-culpa-presente inconforme.


Nuestras heridas ambientales

Rumiar nuestras heridas ambientales nos sitúa en el doble lugar contradictorio de oprimido-opresor,[3] ya que desde las lógicas antropocéntricas sometemos de maneras directas e indirectas a lo que concebimos como «naturaleza» cotidianamente, mientras que desde el enfoque de justicia ambiental se nos hacen visibles las desiguales formas de padecer el ecocidio y las consecuencias que esto tiene en nuestra vida según las posiciones que nos fueron asignadas en las jerarquías socioeconómicas múltiples, bajo el patrón de concentración de las ganancias y privilegios, socialización de los daños, riesgos y padeceres.

Revisar nuestra historia personal, familiar, comunitaria y social, identificando y desentramando aquellas situaciones y acciones donde logramos percibir el daño y dolor generado en el ambiente, a la vez que cuestionamos todas aquellas privaciones-reducciones de mundo que tenemos naturalizadas por la destrucción histórica acumulada (especies que nunca conoceremos, ríos y arroyos en los que nunca podremos estar por los altos niveles de contaminación, etc.), nos permite acercarnos paulatinamente a la expansión de la sensibilidad necesaria para transformar nuestros modos de habitar y ser habitados.

La herida ambiental, como todo dolor de las tramas de poder, tiene una inscripción directa y brutal sobre nuestro cuerpo, de manera cotidiana, que es urgente visibilizar: desde la imposibilidad de consumir agua potable por falta de mecanismos cada vez más caros y complejos de filtros (debido a las cada vez peores condiciones de contaminación de ríos y arroyos de nuestros territorios), pasando por la necesidad de uso de filtro solar por la amenaza de cáncer de piel tras el daño sistemático a la capa de ozono y la pérdida de capacidad auditiva por excesivo uso de auriculares y aparatos sonoros que tapen el ruido de la ciudad, hasta las múltiples enfermedades crónicas asociadas al ecocidio que la epidemiología crítica y la salud socioambiental denuncian y comprueban científicamente desde hace años. Estos son solo algunos ejemplos de las múltiples y heterogéneas formas en que las relaciones de poder y dominación antropocéntricas ecocidas afectan nuestro cuerpo; será un proceso singular de cada colectivo o comunidad en su territorio desentramar con sus propios modos las formas en que estas heridas se hacen materia (carne, tierra, agua, aire, etc.).

Siguiendo los planteos de varios pensadores y pensadoras sobre el tema (Herrero, 2015; Escobar, 2014, Giraldo y Toro, 2020), podríamos decir que padecemos y sostenemos una violencia ontológica de la fractura o separación entre lo humano y lo no humano. Esta ficción sostenida por cientos de años ha tomado diferentes formas y teorías, pero se basa en la necesidad de distinguir al humano del resto de la vida y, en el mismo movimiento de distinción, jerarquizarlo asumiendo el rol de dueñidad (Giraldo y Toro, 2020) y sometimiento sobre todas las tramas de la vida.

Como sugerimos antes, siguiendo los planteos de Giraldo y Toro (2020), estos regímenes de poder configuran procesos de desafectación, insensibilidades producidas sistemáticamente. Esta desafectación a nivel de lo sensible, de lo que percibe nuestro cuerpo, de los encuentros negados o imposibilitados, opaca al mismo tiempo nuestros saberes prácticos, nuestra atención a los ciclos y relaciones de la vida, nuestros saberes ambientales. Así se construyen ficciones de autosuficiencia humana que insisten en profundizar la barrera entre humanos y no humanos, en invisibilizar la trama de interdependencia y ecodependencia (Herrero, 2015) que sostiene la maraña de vida como cuerpos-entre-cuerpos (Giraldo y Toro, 2020).

En los diferentes territorios latinoamericanos esta violencia ontológica toma trazos singulares. Sin embargo, podemos señalar dos grandes tendencias que se complementan y entrelazan: el extractivismo neocolonial y la ficción de autosuficiencia de las urbes.

Machado Aráoz (2012) propone pensar el avance del extractivismo neocolonial como un proceso de despojo para la acumulación del capital, basado en la extracción de inmensos volúmenes de materia y energía de cuerpos-territorios principalmente rurales y comunitarios, con fines de exportación como materia prima prácticamente sin elaborar hacia el norte global, incluida China, para satisfacer su voraz crecimiento de los patrones de consumo. Esta lógica del capital depredador sitúa a nuestros cuerpos-territorios en lugares de pasividad y dependencia del mercado global y la geopolítica, y reproduce el lugar impuesto históricamente desde la colonización de nuestro continente. Esto puede visualizarse en la reprimarización de las economías, la concentración y extranjerización de la tierra, la imposición de contratos desiguales entre corporaciones trasnacionales y Gobiernos nacionales, las graves afectaciones ambientales, etc. Todos procesos que Uruguay evidencia en las últimas décadas, incluso durante Gobiernos «progresistas», bajo el «consenso de los commodities» (Svampa, 2019). Es decir, el consenso de las élites políticas y económicas de profundizar el modelo extractivo con fines de exportación de materias primas, evidente en el rol protagónico que ocupan el monocultivo de soja transgénica, monocultivos forestales de eucaliptus para producir celulosa, caña de azúcar para biodiésel, intentos de privatización del agua para riego, etc..

Machado Aráoz señala que esta violencia expropiatoria colonial implica una «separación radical entre determinados cuerpos y sus respectivos territorios» (2012: 58) y en simultáneo una violencia performática que sustituye los mundos de vida y sensibilidades locales para ajustarlas a los requerimientos del capital y su acumulación.

En paralelo, la desafectación urbana parte de una ficción de autosuficiencia en la que se sostiene a las personas que habitan las ciudades. Las casas o apartamentos, así como la ciudad en su conjunto, funcionan como una caja negra a la que casi mágicamente le llega energía y materia necesaria para sostener la vida humana, y hace desaparecer los residuos sólidos, líquidos y gaseosos. Evidentemente este ocultamiento de la relación de dependencia de las ciudades con su entorno (rural, marítimo, aéreo, etc.) obstruye la percepción cotidiana de los cuerpos humanos y su relación con la trama de la vida, hace desconocer el origen y descomposición de la materia y energía que utiliza, los procesos de transformación humana y no humana que esto requiere, sus tiempos y sus consecuencias. Esta ficción funciona a base de mediatizaciones cada vez más abstractas, con el eje en la tríada mercancía-salario-capital, y con la materialidad estética de un packaging y digitalización de los servicios cada vez más capilarizado en la cotidianidad. Asimismo, cuando las graves consecuencias del modo de existencia ecocida logran hacerse notar en las urbes, rápidamente se instala el discurso tecnocrático de sentido común que plantea que el avance de la tecnología nos salvará de los problemas ambientales, en una suerte de círculo interminable de lucro con el daño.

Retomando la idea de fractura entre cuerpo y territorio, la ficción urbana es un impulso a la desterritorialización o una sustitución del cuerpo-territorio real (hacer-alimento-cuerpo) por el abstracto (salario-encuentro mercantilizado-cuerpo). Los cuerpos ficcionados como individuos independientes pierden el anclaje territorial y la velocidad propia de los tejidos de la vida, para quedar abstraídos —bajo la axiomática del capital (Deleuze, 2010)— en una tenue pertenencia barrial en el mejor de los casos, separados radicalmente del origen concreto de la materia y la energía que los componen y mantienen con vida. El encadenamiento ciudadano-consumidor, con su base en el aparato Estado-mercado, es el fruto más complejo y efectivo de esta ficción, que remite toda necesidad y acción al circuito de los derechos (definidos y protegidos por el Estado) y los bienes vueltos mercancías.

Si bien estos procesos son agresivamente explícitos en las políticas neoliberales, toman en el progresismo un carácter sutil, pero no por ello menos efectivo. Proponemos como hipótesis que el origen eurocéntrico y el impacto que la herida de la pobreza periurbana producen en la sensibilidad progresista operan como un espejo-culpa que no permite ver más allá de las periferias urbanas. Simplificando, podríamos decir que tanto los cuadros políticos como técnicos, así como las bases del progresismo uruguayo, tienen como horizonte político un modelo urbano-desarrollista-eurocéntrico, claro en los enfoques de sus políticas y discursos (Santos, 2020), que al contactar con la pobreza y exclusión periurbana sufren un impacto que les espeja sus propios privilegios en forma contradictoria de solidaridad-culpa, lo que les imposibilita comprender más allá del presente concreto, y entender el origen estructural histórico-ecológico-colonial de dicha realidad de pobreza.

Este espejo de la pobreza periurbana oculta un ciclo profundo de reproducción de la violencia ecológico-política: las políticas de promoción y subvención del extractivismo para obtener algunas divisas generan y profundizan procesos de expulsión directa e indirecta de pequeños productores rurales que pierden sus medios de existencia y pasan a engrosar las periferias de asalariados, trabajadores precarios y excluidos-expulsados, para ser luego «incluidos» como consumidores-ciudadanos. La sensibilidad progresista pretende incluir por vía de políticas sociales a quienes su propio modelo de desarrollo extractivista reforzó en la exclusión y desposesión de medios de existencia. En ese mismo ciclo, la perversidad de esta política implica la profundización de su red clientelar partidaria a través de la asistencia focalizada, que evita la creación de lazos autogestivos o comunitarios, bajo el supuesto de que las personas excluidas-expulsadas necesitan un cambio subjetivo que las revincule con las políticas universales.


Conclusiones

Para cerrar estas reflexiones, proponemos explorar una forma de política de transformación socioambiental a partir de la sensibilidad de cuerpos-territorios, que se entienda como la continua (re)composición de la vida (en común entre humanos y no humanos). Partiendo de las concepciones de lo común y lo comunitario (Gutiérrez Aguilar, 2018) como los entramados para la reproducción simbólica y material de la vida, deseamos abrir el cuestionamiento de la carga histórica que contiene el concepto de producción.[4]

Si bien implicaría una investigación etimológica más profunda, inicialmente sugerimos que producción tiene en su origen prolongar, extender, guiar, hacer crecer, procrear, conducir, llevar hacia su fin. Sobrevuela una noción de mando o liderazgo hacia el futuro, propia de las concepciones modernas antropocéntricas. Mientras que la idea de composición tiene en su origen juntar, encastrar, ordenar, simetrizar, poner en común, sincronizar, restituir. En contraste, es un concepto muy utilizado en las artes por su clara referencia a la proporcionalidad y la estética, la conjunción de la diferencia y la construcción presente común. Un sentido inmanente del vivir como intento de obra de arte colectiva (incluyendo lo no humano) que requiera afinar la comprensión, sensibilidad y comunicación de procesos indeterminados e inconclusos.

Rumiar nuestras heridas sociales, desde las huellas en nuestros cuerpo-territorios, con la insistencia en la memoria-vulnerabilidad-sensibilidad, está gestando en nosotros, y nos dará en el futuro, impulsos colectivos para la (re)composición de la vida (en común), en modos más justos, creativos y amorosos.


Referencias

Deleuze, G., 2010. Derrames entre el capitalismo y la esquizofrenia. Buenos Aires, Cactus.

Duarte, C., 2012. «Sociedades adultocéntricas». Última Década, 36, pp. 99-125.

Escobar, A., 2014. Senti-pensar con la tierra. Nuevas lecturas sobre desarrollo, territorio y diferencia. Medellín, Unaula.

Foucault, M., 2007. Historia de la sexualidad. México D. F., Siglo XXI.

Giraldo, O., e I. Toro, 2020. Afectividad ambiental. Sensibilidad, empatía, estéticas del habitar. Chetumal, El Colegio de la Frontera Sur, Universidad de Veracruzana.

Guattari, F., 1996. Caosmosis. Buenos Aires, Manantial.

Gutiérrez Aguilar, R., 2018. «Producir lo común. Entramados comunitarios y formas de lo político». En: R. Gutiérrez Aguilar (coord.), Comunalidad, tramas comunitarias y producción de lo común. Oaxaca, Casa de las Preguntas.

Herrero, Y., 2015. «Apuntes introductorios sobre el ecofeminismo». Boletín del Centro de Documentación Hegoa, 43, pp. 53-62.

Machado Aráoz, H., 2012. «Los dolores de nuestra América y la condición neocolonial». Observatorio Social de América Latina, 13 (32), pp. 51-66.

Pena, D., 2020. «Domesticar nuestra crítica». Bajo el Volcán, 2, pp. 305-318.

Santos, C., 2020. Naturaleza y hegemonía progresista. Buenos Aires, Pomaire.

Scribano, A., 2007. «La sociedad hecha callo. Conflictividad, dolor social y regulación de las sensaciones». En: A. Scribano (comp.), Mapeando interiores. Cuerpo, conflicto y sensaciones. Córdoba, Jorge Sarmiento.

Scribano, A., 2009. «A modo de epílogo. ¿Por qué una mirada sociológica de los cuerpos y las emociones? (Alprazolam) ». En: C. Figari y A. Scribano (comp.), Cuerpo(s), subjetividad(es) y conflicto(s). Hacia una sociología de los cuerpos y las emociones desde Latinoamérica. Buenos Aires, Ciccus.

Segato, R., 2018. Contra-pedagogías de la crueldad. Buenos Aires, Prometeo Libros.

Svampa, M. 2019. Las fronteras del neoextractivismo en América Latina. Alemania, CALAS

 

* Universidad de la República, Facultad de Ciencias Sociales. E-mail: danielpenav@gmail.com.

[1]. Sería interesante poder desarrollar las tensiones, puntos de encuentro y disenso entre las conceptualizaciones sobre afectos, sensibilidad, emociones y sentimientos, que por momentos resultan enmarañadas en esta reflexión.

[2]. Omar F. Giraldo plantea: «Ciertamente, la empatía no siempre genera una respuesta positiva para la defensa del lugar. Es posible que podamos cerrarnos al sentir culpa, vergüenza o miedo, pero también abrirnos al emocionar con enojo, culpa, vergüenza, deseo o gratitud. En realidad, la respuesta política frente a la destrucción está más motivada por amalgamas de emociones gatilladas por la empatía. Así, podemos sentir dolor-indignación-esperanza y motivar nuestro accionar, pero también podemos entrar en un bucle de dolor-miedo-desesperanza, lo que aletarga nuestra respuesta política» (Giraldo, 2020: 77).

[3]. Sería importante reflexionar con más profundidad en otro texto acerca de la dicotomización de estas posiciones en las relaciones de poder.

[4]. Sin desconocer la lucha política histórica de los feminismos que dan base a esta concepción, al visibilizar la esfera reproductiva como el pilar negado de la sostenibilidad de la vida, y su cuestionamiento al marxismo ortodoxo.

Foto: Abel Escobar

 

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