Miguel Muñiz Gutiérrez*

 

Los conflictos relacionados con el despliegue de las energías renovables (ayer la energía eólica, hoy los biocombustibles y la solar fotovoltaica) demuestran que el cambio hacia un modelo energético sostenible será de todo menos fácil, ya que implica un cambio de mentalidad que afecta a la percepción del territorio, del entorno inmediato, de la manera de vivir y de consumir productos y servicios; al rigor en la formulación de nuestras demandas.

El modelo energético dominante se ha basado en la concentración y la abstracción. Concentración en la construcción de centros de producción de enorme potencia, generalmente lejos de las fuentes de materia prima (carbón, gas, petróleo, uranio) que las hacen funcionar, lejos de los principales centros de consumo, y pensadas para suministrar a amplios territorios; de esta manera el consumo de energía (y productos) nunca ha tenido un referente directo y próximo para la mayoría de la gente.

La abstracción ha consistido en desvincular el consumo de criterios de eficiencia e impacto ambiental asociado: la comercialización de productos industriales de corta vida útil, la tendencia irracional hacia el «todo eléctrico» en el suministro energético, o la reiteración del mito tecnológico de una fuente de energía ilimitada, inagotable y prácticamente gratuita que se ha asociado a la energía nuclear de fusión y de fisión.

De manera que hace falta investigar, e investigar muy a fondo, para poder relacionar el consumo energético directo e indirecto (escondido en productos y objetos) con residuos vertidos al aire, el agua y la tierra, con substancias artificiales que entran en el ciclo vital de plantas, animales y personas alterándolo, con cambios en el clima, etc.

Las energías renovables rompen con esta ocultación y le dan la vuelta: donde antes había una producción de pocas centrales potentes, con enormes impactos ambientales globales pero invisibles, aparecen ahora multitud de puntos de poca potencia con impactos locales, pequeños pero perceptibles; donde antes se daba una concentración territorial de la producción aparece ahora una dispersión territorial que se visualiza en multitud de aerogeneradores, placas solares, plantaciones, plantas de aprovechamiento de la biomasa, depósitos de metano, etc., desperdigados por todas partes; donde antes la producción de energía se hacía con recursos remotos, aparece ahora la necesidad de producir en el lugar donde se encuentra el recurso; donde antes sólo se consideraban tres tecnologías de producción de energía eléctrica (nuclear, térmica e hidroeléctrica), aparecen ahora multitud de tecnologías directas, y otras muchas mixtas e indirectas; y donde se daba una ocupación del territorio invisible, globalizada y remota, aparece ahora el verdadero precio energético en términos de ocupación territorial visible, concreta y próxima.

Así, un modelo energético sostenible hace visible lo que estaba escondido y, por lo tanto, choca con una mentalidad en la que consumo de energía y preservación del entorno se plantean de manera abstracta, sin relación con nuestra manera de vivir y consumir.

Cada proyecto energético genera impactos locales y globales. Unos impactos son más cercanos y se ven con facilidad. Son los que afectan lo que podemos denominar «huella ecológica» local. En cambio, los sistemas convencionales de generar y consumir energía tienen impactos muy graves para los ecosistemas, pero se producen a distancias más lejanas en el espacio y el tiempo, en otros lugares y hacia el futuro, lejos de nuestra percepción.

El criterio de evaluación de impactos es, pues, comparativo; comparativo con las energías no renovables, y comparativo globalmente: hace falta contrapesar los impactos visibles (mucho más espectaculares pero de alcance más reducido) con los que no se pueden percibir a simple vista (y que tienen un efecto más destructivo). El estudio de los impactos partiendo del análisis del ciclo de vida es la manera más rigurosa de evaluarlos, aunque todo el mundo es consciente de los problemas que implica la realización de un estudio del ciclo de vida, y de la complejidad de encontrar criterios comunes a la hora de comparar varios tipos de impactos, muchos de ellos de difícil cuantificación.

Hay que tener en cuenta coómo se vive la crisis ecológica en las sociedades ricas: una ignorancia muy urbana sobre la problemática de fondo de la ecología (que se identifica con ficticios «paraísos naturales», y poéticas «comuniones con la Naturaleza» de fin de semana) combinada con un consumo desaforado, ha hecho que muchas personas hayan descubierto los impactos ambientales sólo en relación con las energías renovables.

Así es fácil que se dé un debate viciado, con profusión de estudios detallados de los impactos de las diferentes tecnologías renovables, con descalificaciones sumarias poco argumentadas, con repetidas demandas de «moratorias» cuando se habla de la energía eólica, la solar (fotovoltaica y térmica) y de los biocombustibles; con la utilización sesgada del análisis del ciclo de vida. Se hila muy fino en los impactos de las renovables, mientras se sigue consumiendo energía de origen fósil y nuclear.

LA CRÍTICA A LAS ENERGÍAS RENOVABLES

Disponemos de unas amplias y variadas tecnologías de aprovechamiento de las energías renovables, y mientras estas se mantienen dentro del campo de la teoría y la experimentación disfrutan de un gran consenso social y económico sobre su bondad intrínseca.

Sin embargo, a medida que una tecnología renovable concreta empieza a salir del terreno de la hipótesis técnica, y se aplica a cubrir fracciones crecientes de la demanda energética real, el amplio consenso inicial empieza a disminuir: aparecen críticas y resistencias, principalmente por parte de los sectores sociales que resultan afectados por su despliegue, y también por parte de los que obtienen enormes beneficios económicos del actual modelo energético.

Estas resistencias crecen al ritmo en que la tecnología se va desplegando, puesto que aquello (la tecnología), que inicialmente sólo era de interés para un reducido núcleo preocupado por el futuro, empieza a incidir en la realidad de mucha más gente; gente que, aunque pueda compartir preocupaciones globales de futuro, tiene otros intereses más prioritarios. Un análisis de las diferentes formas de oposición haría muy largo este texto, pero se dan rasgos comunes en todas ellas.

Por ejemplo, pesa mucho la ignorancia social sobre las implicaciones de la producción, distribución y consumo de la energía. Una ignorancia que no es casual, porque la energía está estrechamente vinculada a cuestiones de poder económico, poder político y control social. Y todo lo que se relaciona con el poder es terreno opaco (cuando no decididamente oscuro). Así:

• No se considera que la energía es mucho más que los servicios energéticos que necesitamos (luz, calor, frío, información y movilidad), sino que también se encuentra concentrada en las cosas que nos rodean (desde los alimentos que comemos y la ropa que vestimos, al ordenador con el que estoy redactando este texto, o el vehículo en que me desplazo).

• No se es consciente de que los propios sistemas generadores de energía necesitan también de un consumo energético para su fabricación, transporte, montaje, mantenimiento y reposición (la vida media de un sistema de generación de energía se halla alrededor de los 20 años, también en el caso de las tecnologías renovables). Hay quienes creen que las placas, aerogeneradores, calderas, etc., se construirán, transportarán, montarán y funcionarán partiendo de la nada, de manera mágica, sin desgaste ni averías.

• Además, poca gente sabe que la energía final que consumimos en bienes y servicios es sólo una fracción de la energía primaria que se ha gastado en producirla.

• Poca gente es consciente de que mantener un nivel mínimo de bienestar, al que no se está fácilmente dispuesto a renunciar, implica el consumo de grandes cantidades de energía. Y que el consumo energético elevado de nuestras sociedades persiste aunque se apliquen las medidas técnicas más radicales de ahorro y eficiencia.

• Un modelo energético basado en ahorro, eficiencia y 100% renovables implica un sistema de generación mucho más complejo que el actual a nivel territorial (en producción de equipamientos, bienes y servicios, en aprovechamiento de los recursos, y en garantías de seguridad en caso de fallos); con combinaciones de múltiples tecnologías y redes de distribución descentralizadas y centralizadas (huyendo de la fácil retórica de la descentralización total); implica múltiples intervenciones, procesos masivos de fabricación de equipamientos, traslado de recursos, etc., con cambios que también traen emparejado un impacto ambiental a asumir, y un consumo energético a cuantificar.

• También se da el problema igualitario. En las sociedades satisfechas en las que vivimos, pocos se plantean la necesidad de que el modelo energético sostenible debe ser generalizable a escala mundial. El riesgo de que se dé un modelo energético que sea aceptablemente sostenible desde el punto de vista ecológico (reduciendo los impactos sobre la biosfera), pero que esté basado en la explotación y la desigualdad a nivel planetario no es ninguna entelequia; es la hipótesis de futuro con la que trabajan los defensores del actual estado de cosas.

• Resulta imposible concebir una infraestructura alternativa de generación, distribución y consumo energético en los tiempos actuales sin intervención empresarial; una infraestructura que dé respuesta a las urgencias del cambio climático, la desforestación, la contaminación radiactiva, etc., no se puede montar sin las empresas. El problema de fondo es que si nos creemos la urgencia de hacer frente a la degradación ecológica acelerada no se puede dejar de lado al sector empresarial más consciente de la problemática ambiental (o a la iniciativa institucional), lo que no significa ser menos crítico con la explotación o las situaciones de injusticia del capitalismo.

• Cuando se manifiesta la complejidad del problema energético, la reacción social es, en muchos casos, conservadora. Los datos simplemente se ignoran, o se mira hacia otro lado; o se pasa rápidamente a invocar formulaciones genéricas externas a los datos (las más habituales: la prioridad absoluta del ahorro, o el recurso a otra tecnología renovable de repuesto sin contrastarla, ni cuantificarla).

Contrariamente a lo que muchas personas creen, las tecnologías renovables no son una panacea universalmente aplicable: cada combinación energética de generación, transporte y distribución deberá adaptarse a una demanda controlada sectorial (agrícola, industrial, doméstico, servicios), pero será diferente según el territorio y las fuentes disponibles; fuentes que, en determinados casos, pueden estar geográficamente concentradas (zonas con buen potencial eólico o geotérmico, por ejemplo) lo que hará necesario su distribución mediante redes.

Solo las energías renovables son la solución, pero el carácter natural de las fuentes renovables (sol, viento, plantas, calor del subsuelo, etc.) se interpreta equivocadamente como una invitación al pensamiento simplista, una invocación genérica a la ausencia de impactos, incluso a la ausencia de incentivos económicos, y un desprecio al rigor. Pero el análisis comparativo del ciclo de vida exige realismo y concreción de la demanda a cubrir. Y el margen de tiempo y los recursos existentes no deja mucho espacio al ensayo y error.

* Maestro de escuela y licenciado en Geografia. Activista en temas de ecología y medio ambiente, específicamente en el trabajo contra la energía nuclear y a favor del despliegue de la energía eólica en Catalunya. Ha coordinado y participado en la redacción de las publicaciones «Guia per a l’estalvi energètic» (Ajuntament de Barcelona, 2001) y «Els factors relacionats amb el desenvolupament de l’energia eòlica a Catalunya: una visió ecologista» (Ecologistes en Acció de Catalunya, 2005).

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