Mark Lindley

 

Describiré a Kumarappa como un teórico de la economía de importancia mundial para el siglo XXI.

El famoso libro de Schumacher de los años setenta, Lo pequeño es hermoso, lleva como subtítulo «La economía como si la gente importase». Habrán notado que el subtí- tulo del libro del Dr. Karunakaran es «La economía como si la gente y el planeta importasen». Entre los economistas del siglo XX, Kumarappa fue el profeta de este enorme cambio en el pensamiento económico. Esto se ha vuelto bastante perceptible en la actualidad y creo que inexorablemente tenderá a ocupar una posición central en la teoría económica de este siglo. Me estoy refiriendo, por supuesto, a la economía ecológica. Es a lo que Kumarappa aludía en el título de su libro sobre teoría económica, «Economía de la permanencia», escrito en prisión durante la segunda guerra mundial.

Su definición de «permanencia» fue perspicaz. Afirmó que si el período de vigencia de la duración potencial de una economía era «astronómico», podía entonces calificarse como permanente. De tal modo, eludió una trampa que, una generación después, atraparía al más brillante y sofisticado de los teóricos de la economía ecológica del siglo XX, Nicholas Georgescu-Roegen. Tengo un gran respeto por Georgescu-Roegen, a pesar del hecho de que su afición por las abstracciones le llevó a hablar -¡como economista!- sobre que la humanidad se encamina hacia su desaparición cuando el sol se consuma y todo eso. En teoría económica, el «largo plazo» más largo debería ser de décadas o siglos, en lugar de millones o miles de millones de años. La ciencia de la economía, el estudio de los aspectos materiales de la vida humana, trata de nosotros y nuestros hijos y nuestros nietos y sus hijos y nietos, de ese tipo de cosas, no del Big Bang y todo lo demás. Kumarappa tenía razón.

Aquí creo necesario explicar un par de distinciones básicas de categorías dentro de la teoría económica. (1) La economía de mercado trata de bienes y servicios por los que se paga. Es el tipo de economía que las escuelas de negocio enseñan a aquellos estudiantes cuya razón de estar allí es que quieren hacerse ricos; y esa es la parte del león del trabajo que los teóricos occidentales de la economía han venido haciendo durante los últimos cien años o más.

No obstante, (2) hay mucho trabajo económico por el que no se paga —por ejemplo, gran parte del trabajo que todavía siguen haciendo las mujeres— y que por lo tanto no es tenido en cuenta en la economía de mercado; pese a que buena parte del mismo es social (dejemos a un lado a los eremitas), una cuestión de seres humanos interactuando entre sí. Los modelos económicos de todo eso —de los mercados y todos los demás intercambios socioeconómicos— son actualmente catalogados como «sistemas cerrados»; mientras que (3) los modelos de «sistema abierto» abarcan toda la gama de sistemas cerrados más los intercambios materiales entre la humanidad y el resto de la naturaleza. Creo que estarán de acuerdo en que esto establece nuevos fundamentos teóricos.

El estudio de la ecología existía ya como disciplina académica desde antes de la época de Kumarappa. Pero aún no había sido tomada en serio por los economistas. Kumarappa, no obstante, lo hizo; y no sólo describió a los ecosistemas (no con esa palabra) sino que tuvo la perspicacia de introducir dos conceptos de enorme importancia para pensar sobre modelos económicos de sistema abierto: agotamiento y contaminación.

La idea de «agotamiento de recursos naturales no renovables» es fundamental para adaptar a la economía de sistema abierto el concepto de «asignación de recursos escasos» que se había convertido en un factor esencial de la economía ortodoxa unos cincuenta años antes de la época de Kumarappa. Su precisa comprensión de la importancia económica del agotamiento es evidente en su distinción, ya señalada en Economía de la permanencia, entre una «economía río», basada en utilizar los recursos naturales renovables no más rápido de lo que demoran en renovarse, y la «economía cubo», basada en la utilización de recursos no renovables. Su precepto de que una economía cubo favorece la «competición malsana» brinda la posibilidad de una competencia saludable en ciertas circunstancias, y es por lo tanto un ejemplo, como su precepto de equiparar la duración «astronómica» con la permanencia, de una cierta discriminación sutil en su vocabulario técnico (aun cuando la retórica de sus ocasionales escritos políticos fuese, como Gandhi cierta vez comentó, tan fuerte como un curry de Madrás).

También captó con mucha claridad, aunque no lo menciona en las páginas de Economía de la permanencia, el concepto de contaminación ecológica. Me ha resultado sorprendente que donde él alude a este concepto sea en el otro libro que escribió en prisión durante la guerra, Práctica y preceptos de Jesús. En un extraordinario pasaje de ese libro afirma que los animales son nuestros compañeros hijos de Dios y que por ello merecen nuestro respeto. También escribe que debemos tener, en nuestras actividades económicas, un profundo respeto por el agua, el aire y la luz del sol. Resulta notable encontrar tales ideas expresadas por un miembro de una religión bíblica, puesto que el Libro del Génesis dice que Dios ordenó a los hombres que ejercieran el dominio sobre la tierra, el agua y el aire y sobre las criaturas que en ellos habitan. Este aparente permiso divino para desenterrar todo, talar todo, y sentirse libre para arrojar infinitas cantidades de veneno en la tierra, el agua y el aire es, en mi opinión, una de las razones básicas de por qué el capitalismo surgió primero en la cultura occidental.

En la década de 1930, Gandhi señaló que un país grande como la India podía, si explotaba al mundo tan implacablemente como la pequeña Gran Bretaña lo estaba haciendo, «arrasarlo como las langostas», y en los últimos diez años de su vida valoró enormemente el mensaje casi panteísta del primer mantra del Isha Upanishad. Pero mientras tanto Kumarappa iba mucho más allá, preparando el camino para el desarrollo de la economía de sistema abierto.

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