Roberto Bermejo y David Hoyos*

 

Los sucesivos gobiernos estatales han venido defendiendo durante décadas la teoría que identifica la inversión en infraestructuras de transporte —con los parámetros constructivos más altos posibles— como el principal instrumento de impulso del desarrollo económico. Esta teoría ha sido asumida por gobiernos autonómicos y empresarios hasta el punto que cualquier propuesta de infraestructuras de transporte con parámetros más bajos se identifica con marginación y agravio comparativo. Sin embargo, la opinión pública española no parece respaldar este estado de opinión. Una reciente encuesta del CIS sitúa a las infraestructuras de transporte como la última opción de inversión en opinión de la ciudadanía, muy por detrás de la educación o la sanidad. En consecuencia, la fuerte presión que se está haciendo desde las Comunidades Autónomas sobre el gobierno central en este sentido obedece, principalmente, a los intereses de la clase política y empresarial, así como a los medios de comunicación controlados por ambos estamentos.

La extraordinaria exigencia de nuevas y mayores infraestructuras de transporte desborda habitualmente la capacidad pública de financiación. De ahí que la eficiencia de las inversiones públicas deba analizarse teniendo en cuenta la escasez de recursos ante una infinidad de demandas sociales, con el objeto de optar por los proyectos con un mayor beneficio para la sociedad (en lenguaje económico, con una mayor rentabilidad social). Sin embargo, la creciente falta de transparencia y rendimiento de cuentas, junto con la total ausencia de participación ciudadana en la toma de decisiones, encubre una realidad según la cual los informes técnicos se preparan para justificar decisiones que obedecen frecuentemente a supuestos criterios de rentabilidad política como, sin lugar a dudas, sucede con el Plan Estratégico de Infraestructuras de Transporte (PEIT 2005-2020).

Con un presupuesto cercano a los 250.000 millones de euros, destinados principalmente a la construcción de autovías y líneas férreas de alta velocidad, el Estado español va camino de convertirse en el horizonte temporal del Plan, 2020, en el país con la mayor red de autopistas y autovías de la Unión Europea (ver tabla 1). En cuanto al transporte ferroviario, ningún otro país del mundo apuesta por la universalización de una red de alta velocidad. No extraña, por tanto, que la consecuencia de que el Estado español destine a infraestructuras de transporte el doble que la media comunitaria sea que la inversión en I+D o educación nos sitúe en el furgón de cola de la Unión Europea.

Consideramos que la rentabilidad socioeconómica del PEIT (2005-2020) requiere un doble análisis. El primero está basado en el escenario convencional, es decir, bajo el supuesto de que las sociedades van a seguir desarrollándose de forma lineal, tal y como ha venido sucediendo desde mediados del siglo XX. Este análisis se centra en la política de transporte que puede ofrecer un mayor bienestar y desarrollo para el conjunto de la sociedad. El segundo análisis, basado en el escenario del colapso del sistema energético actual, tiene en cuenta las implicaciones del progresivo encarecimiento del precio de los combustibles fósiles no sólo en el transporte sino en el propio sistema económico.

El análisis del PEIT, en base al escenario convencional muestra que no hay evidencia empírica que lo sustente, que existen numerosas deficiencias y contradicciones, que va contra la opinión de los más destacados economistas del transporte y que va a agudizar los problemas estructurales y ambientales que aquejan la economía española. El modelo de permanente ampliación de la oferta de infraestructuras de transporte está agotado. Con la única excepción del Estado español, la inversión en infraestructuras de transporte está disminuyendo entre los socios comunitarios. Así, nos encontramos con la renuncia a planes de multiplicación de carreteras, como ocurrió en el Reino Unido; con el recorte de planes de desarrollo de alta velocidad ferroviaria, como sucede en Francia; o con los sucesivos retrasos en el desarrollo de planes, como el anuncio de Portugal de una moratoria en los proyectos de alta velocidad ferroviaria. El enorme retraso que arrastra la construcción de la red transeuropea de transporte (TEN-T) ilustra lo generalizado de este fenómeno.

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Por otro lado, el discurso del PEIT es profundamente contradictorio. Se alaba la importancia del Plan para el desarrollo económico, pero se incorpora el discurso crítico que se ha ido desarrollando en los últimos años (polarización de la riqueza, desvertebración del territorio, inversión coste ineficiente, etc.). La razón de este discurso esquizofrénico podría encontrarse en que el objetivo original del PSOE era crear una red ferroviaria moderna y multifuncional (el llamado ferrocarril de altas prestaciones), pero la presión de las Autonomías obligó a mantener la política del PP de alta velocidad para todos.

Abordar conjuntamente los problemas de congestión y ambientales que se suceden en las carreteras españolas requiere medidas de regulación y tarificación de infraestructuras. La mayoría de expertos europeos apuestan en la actualidad por disminuir la inversión y gestionar la demanda de transporte. Además, es necesario apostar por modos de transporte más sostenibles, como son un ferrocarril multifuncional y el transporte marítimo, y poner especial atención en el transporte de mercancías. Lo cual sólo se puede conseguir de manera eficiente mediante un plan de modernización continua de la red convencional de ferrocarril. Esto es lo que han venido haciendo los países más exitosos en la captación de viajeros y mercancías en el transporte ferroviario, como Suiza.

El PEIT representa el peor escenario posible para la economía y el medio ambiente españoles. Lejos de solucionar los problemas actuales del transporte, contribuirá a agudizar estos y otros problemas estructurales de la economía española. En primer lugar, porque aumentar permanentemente la oferta de nuevas infraestructuras no hará sino multiplicar el volumen de transporte de pasajeros y mercancías (lo cual dificultará aún más su gestión futura). En segundo lugar, porque la economía española seguirá perdiendo competitividad mientras sea el sector de la construcción su principal elemento tractor. La evidencia empírica muestra que los modelos económicos basados en la construcción son efímeros y su abrupta caída suele llevar a la quiebra al sector financiero y sumir a la economía en una profunda crisis, como el caso de Japón en la década pasada. Además, las externalidades del transporte (congestión, accidentes, contaminación del aire, cambio climático, ruido, etc.) restarán bienestar a la sociedad por encima del 15% del PIB anual. En tercer lugar porque fomenta un modelo territorial aún más polarizado en torno a las grandes ciudades españolas. Y, por último, el PEIT lejos de contribuir a la sostenibilidad del transporte hará imposible el cumplimiento de compromisos ambientales como el Protocolo de Kyoto. En definitiva, el Plan no sólo no favorece el desarrollo económico, la cohesión social, la sostenibilidad, o el desacoplamiento entre el crecimiento de la economía y el transporte, sino que hipoteca los recursos necesarios para afrontar una crisis de dimensiones difícilmente predecibles ante la proximidad del techo del petróleo.

El inminente colapso del sistema energético actual, basado en los combustibles fósiles, obliga a analizar el PEIT bajo un segundo escenario, el techo del petróleo o peak oil. Un segundo escenario que, como veremos a continuación, es el único real. Las curvas de descubrimientos de nuevos yacimientos y de extracciones de petróleo tienen una forma de campana, y unas décadas después de que la primera curva alcanza el techo lo hace, asimismo, la segunda (ver figura 1). La causa no es otra que, llegado el momento en que el consumo supera el petróleo nuevo, cada vez es mayor la fracción de petróleo consumido procedente de yacimientos antiguos. La curva de nuevos descubrimientos alcanzó su techo en 1964 y, desde entonces, arrastra una caída tendencial del 5% anual. El techo de los descubrimientos lleva inexorablemente al desfase entre petróleo descubierto y consumido (iniciado en 1981) y, a su vez, desemboca en el techo de extracciones, que se produce aproximadamente cuando se ha consumido la mitad del recurso. La imposibilidad de que la oferta de crudo satisfaga una creciente demanda se traduce en la escalada de precios actual, cuya explosión se producirá al alcanzarse el techo. Los mejores expertos en petróleo estiman que peak oil se producirá en torno al año 2010.

El techo del petróleo traerá consigo una situación caótica, caracterizada por una gran crisis económica, inestabilidad política y muy posiblemente conflictos armados generalizados por el control del petróleo remanente. La crisis será especialmente virulenta en el Estado español debido a su fuerte dependencia de este recurso y a sus problemas estructurales. El volumen de transporte se verá drásticamente reducido, especialmente el transporte por carretera debido a sus altos costes. De esta forma, el PEIT ahonda en el desarrollo de un modelo económico particularmente vulnerable a la crisis que se avecina: fuerte dependencia del petróleo, ineficiencia energética, y reforzamiento del papel de la construcción como sector tractor de la economía. En consecuencia, este Plan no hará sino dilapidar enormes cantidades de recursos financieros en infraestructuras inadecuadas, lo cual obligará a hacer costosas adaptaciones tanto en las nuevas líneas de alta velocidad como en la obsoleta red convencional, para convertirlas en receptores de cantidades masivas de pasajeros y mercancías. Y por si esto fuera poco, el Estado verá fuertemente limitada su capacidad financiera de hacer frente a las necesarias transformaciones (tanto en el transporte como en los sectores energético, industrial, agrícola, etc.) debido a su elevado nivel de endeudamiento.

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En definitiva, la inminencia del peak oil echa por tierra las posibilidades de llevar a cabo el PEIT. Es más, cuanto mayor sea el tiempo que se mantenga, menor será el tiempo restante para enfrentarse al techo del petróleo (aumentando la magnitud de su impacto), mayor será el consumo de petróleo, mayor será el despilfarro de recursos económicos y, en consecuencia, menores los fondos disponibles para realizar las transformaciones necesarias para la era postpetróleo. Este panorama exige de nuestros dirigentes políticos una auténtica visión estratégica que permita realizar transformaciones radicales —especialmente de los sectores de transporte y energético— y potenciar una economía basada en el conocimiento. Esto supondría, en primer lugar, reducir la inversión en infraestructuras a los parámetros de la UE-15 y dedicarla bá- sicamente a modernizar la red ferroviaria existente; en segundo lugar, dedicar los fondos restantes a la construcción de un modelo energético basado en la eficiencia, en las energías renovables y en el hidrógeno; y, en tercer lugar, potenciar la inversión en I+D y en educación.

* Universidad del País Vasco

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