Rocío Meana Acevedo*    

 

El holoceno ha llegado a su fin, según una parte importante de la comunidad científica, dando lugar al antropoceno, una nueva era, marcada por el impacto del ser humano en el planeta (Fernández Durán, 2011). En 1972, el Club de Roma alertó por primera vez de la existencia de límites al crecimiento, unos límites que en la actualidad ya han sido alcanzados debido a tres causas: el paradigma de crecimiento sin fin sostenido por el sistema capitalista, la naturaleza finita de nuestro planeta como proveedor de recursos y sumideros, y la ausencia de una acción respecto a nuestra aproximación a esos límites (Meadows et al., 2006). Concretamente, la huella ecológica[1] nos indica que hoy vivimos un 40% por encima de la capacidad de carga del planeta, por lo que se necesita el equivalente a 1,4 Tierras cada año para satisfacer las demandas de la humanidad. Esta huella ecológica se distribuye de manera muy desigual entre territorios y sectores sociales, siendo cinco veces mayor en los países industrializados que en aquellos que disponen de ingresos medios y bajos. Como consecuencia, los países del Norte geopolítico han adquirido una enorme deuda ecológica con los países del Sur.

En términos globales, la economía humana utiliza recursos y produce residuos a un nivel que no es sostenible. Los puntos de inflexión son difíciles de cuantificar, pues las fuentes y sumideros del planeta forman un sistema complejo e interrelacionado que lleva a que traspasar unos límites nos acerque a sobrepasar otros. No obstante, sí es seguro que ya hemos llegado a la extralimitación en aspectos como la pérdida de biodiversidad —que en el año 2010 sufrió un declive del 52% respecto a la de 1970 (WWF, 2014)— o el cambio climático, ya que se estima que, con las pautas demográficas y económicas actuales, se superará con creces el umbral de aumento de la temperatura en 2 ºC respecto a los niveles preindustriales —establecido para evitar alcanzar puntos de no retorno— (IPCC, 2014). Como consecuencia, la humanidad se encuentra hoy ante dos posibles escenarios: uno tendencial y de posterior colapso, y otro de sostenibilidad. El desarrollo sostenible ha resultado ser un acercamiento insuficiente para alcanzar el segundo escenario a través de soluciones basadas en el mercado y la tecnología dentro del mismo modelo económico que ha conducido a la crisis ecológica. (canadianpharmacy365.net) Por lo tanto, solo cabe optar por un cambio de modelo y comportamiento que permita que nuestra producción y nuestro consumo se adecúen a la capacidad de carga del planeta, así como que reduzca las desigualdades entre seres humanos logrando satisfacer las necesidades fundamentales de toda la población. En la búsqueda de este objetivo es donde cabe comenzar a hablar de decrecimiento.  

La perspectiva del decrecimiento

La noción de decrecimiento surge al abrigo de la reivindicación de la existencia de límites al crecimiento y del desarrollo de la teoría bioeconómica de Georgescu-Roegen, que enmarcó por primera vez a la economía en la biosfera a través de principios físicos como la irreversibilidad del tiempo y la transformación entrópica de la energía y la materia. Serge Latouche, economista, ideólogo y principal defensor del decrecimiento, lo define como “una necesidad, no un principio, un ideal, ni el objetivo único de una sociedad del postdesarrollo y de otro mundo posible”. Así mismo, añade que “su consigna tiene como principal objetivo el abandono del crecimiento por el crecimiento” (Latouche, 2003: 3-4). Si no hay crecimiento, una sociedad de crecimiento entra en crisis. Por este motivo, decrecimiento no significa crecimiento negativo, sino un cambio de lógica y de trayectoria. Un nuevo enfoque que nos apremia a cambiar nuestra forma de ver el mundo y a abandonar la sociedad de consumo, renunciando a la inercia de crecer por crecer para reencontrar un equilibrio entre los seres humanos, y entre estos y la naturaleza.

Para tomar este camino, Serge Latouche (2009) insiste en la necesidad de una revolución cultural basada en el llamado círculo virtuoso de las ocho “R”, ocho principios interdependientes e imprescindibles para comenzar un proceso de decrecimiento:

  • Revaluar: sustituyendo el individualismo, el consumismo y la competencia por la colectividad, la sencillez y la cooperación.
  • Reconceptualizar la riqueza y la pobreza dejando de definirlas únicamente en términos monetarios, y la felicidad y el progreso como indicadores de mejora cualitativa y no de abundancia cuantitativa.
  • Reestructurar el aparato productivo y las relaciones sociales en función de la nueva escala de valores para hacer frente a la crisis ecológica.
  • Redistribuir la riqueza y el acceso al patrimonio natural entre el Norte y el Sur, entre clases sociales y entre las distintas generaciones.
  • Relocalizar la economía y descentralizar la toma de decisiones.
  • Reducir nuestro impacto en la biosfera a través de un cambio en nuestra forma de producir y consumir.
  • Reutilizar y reciclar de modo que se alargue el ciclo de vida de los productos y se evite el derroche.

Ante todo lo expuesto, ¿cuál es el papel que le correspondería al turismo en una necesaria sociedad de decrecimiento? La respuesta no es sencilla, así como no puede darse sin antes analizar antes la contribución de este sector a la situación de extralimitación planetaria y sus impactos en las comunidades locales de destino.  

El papel del turismo en la crisis socioecológica

En términos económicos, las alabanzas recibidas por el turismo son bien conocidas y van muy en la línea del discurso dominante que considera que el simple crecimiento del PIB es un indicador válido de desarrollo: el turismo representa el 11% del producto mundial bruto, genera el 8% de los empleos del planeta y a su expansión se destina el 10% de la inversiones públicas y privadas legales (Buades, 2012). Además, promueve la creación y mejora de infraestructuras, impulsa otras actividades productivas, pone en valor el patrimonio y equilibra las balanzas de pagos de los destinos. El broche a todo este argumentario lo pone la teoría del denominado trickle down effect, que viene a decir que el crecimiento económico beneficia a los estratos socioeconómicos más desfavorecidos a través de una suerte de derrame de arriba hacia abajo que hace que el turismo, pese a beneficiar en primer término a los estratos superiores, sea un camino para reducir la pobreza (Fernández Miranda, 2011). Ahora bien, todos estos impactos deben ser analizados en el contexto en el que el turismo se desarrolla, es decir, en el marco de una economía neoliberal globalizada que tiene al crecimiento como único motor de desarrollo. De este modo, como generador de empleo, el turismo está caracterizado por una alta estacionalidad, así como por ser una actividad destructora de puestos de trabajo en otros sectores —sobre todo en aquellos relacionados con la alimentación. Como consecuencia, se tiende a una excesiva especialización de muchos destinos en los que esta actividad se convierte en un monocultivo que disminuye su capacidad de autoabastecimiento e incrementa su dependencia de la economía global. Por otro lado, el turismo es responsable de cambios en los usos del suelo y del encarecimiento del mismo en detrimento de las poblaciones locales, algo que se extiende a otros recursos básicos como el agua o los alimentos. Todo esto, sin olvidar la elevada tasa de retorno que existe en muchos destinos situados en los países del Sur, donde la mayor parte de los ingresos recibidos por turismo —entre un 20 y un 80%— se ven repatriados a los países del Norte a pesar de ser contabilizados como beneficios en términos de PIB, un indicador que, dicho sea de paso, tampoco garantiza que las rentas que sí se quedan en destino sean justamente distribuidas (Gascón, 2012).

Pasando a analizar la contribución del turismo a la crisis ecológica, existen muchas evidencias de que este sector tiene generalmente un impacto negativo. En primer lugar, se sirve del territorio para el desarrollo de sus infraestructuras y civiliza del paisaje para que se adapte a los gustos y comodidades del turista, lo cual tiene consecuencias sobre los ecosistemas locales y en la pérdida de biodiversidad. En segundo lugar, aumenta los requerimientos energéticos y materiales incrementando la presión sobre las fuentes del planeta. Una presión que también se traslada a los sumideros a raíz de una mayor generación de residuos y de una gran emisión de gases de efecto invernadero, principalmente a causa del transporte aéreo. En este sentido, la contribución del turismo al cambio climático representa un 5% (Fernández Miranda, 2011), una tendencia que parece estar aún lejos de revertirse a causa de medidas como la ausencia de carga impositiva en el combustible de los aviones, la consecuente proliferación de los vuelos low cost, o la no inclusión de la contaminación aérea en los objetivos de los tratados internacionales sobre cambio climático.  

Decrecimiento y turismo

En la búsqueda de un modelo socioeconómico más sostenible como el que propone el decrecimiento, el turismo deberá seguir dos caminos complementarios: uno de reducción que le permita ajustarse a la capacidad de carga del planeta y de los destinos, y otro de reestructuración que le lleve a convertirse en un sector verdaderamente sostenible. Por lo tanto, la industria turística —y más concretamente el turismo internacional— deberá decrecer por motivos lógicos, como lo son los graves impactos que tiene sobre la biodiversidad y el clima del planeta, o la finitud de los recursos naturales y energéticos. En este contexto, se hace imperativo que el precio de los viajes comience a incluir todas sus externalidades sociales y medioambientales, así como a limitar la escala en los destinos turísticos para disminuir su dependencia energética y de recursos. Adicionalmente, el decrecimiento turístico deberá incluir dinámicas de redistribución y empoderamiento colectivo en los destinos para cambiar las reglas del juego. Aquí es donde aparece en escena el camino de la reestructuración del sector, tanto desde el lado de la oferta como desde el de la demanda:

Centrándonos en la oferta, se precisa que las poblaciones locales participen de forma equitativa en el control y la gestión del turismo, así como en la repartición equitativa de sus beneficios. Además, el decrecimiento deberá combinarse con el desarrollo de otros sectores productivos, de modo que se pueda dar una mayor diversificación económica y una mayor autonomía, evitando una excesiva dependencia del turismo. Esto reduciría, además, las altas tasas de retorno de muchos destinos, que podrían producir localmente para cubrir las necesidades de su población y de los visitantes. Por otro lado, se precisa una mayor ecoeficiencia, así como una gestión coherente del patrimonio y de los destinos que adecúe el modelo turístico a las especificidades de cada territorio huyendo de la mercantilización y respetando los valores endógenos de las comunidades locales. Llegados a este punto, tiene mucho sentido dirigir la mirada hacia el “turismo rural comunitario”, un modelo de gestión turística muy presente en América Latina en el que la población rural ejerce un papel central en el desarrollo, la gestión y el control del turismo, así como en la distribución de sus beneficios (Cañada, 2012).

Desde el lado de la demanda, es ineludible apostar por un turismo lento y de proximidad —dada la emergencia climática y el inminente fin del petróleo barato— y por una tendencia hacia la realización de viajes más largos y menos frecuentes, lo cual implica irremediablemente un cambio de mentalidad en la clase consumidora mundial en lo que se refiere a su búsqueda de la velocidad, el elitismo y el privilegio social (Fernández Miranda, 2011).

En definitiva, el decrecimiento turístico deberá basarse, más allá de la reducción del sector, en una transformación del modelo. Esto implica poner en marcha mecanismos de transición integrados, que incluyan otros sectores productivos y se adapten a las singularidades de cada territorio. Dichos procesos de cambio no serán sencillos por varios motivos. El primero es que el turismo es hoy una práctica en esencia capitalista que juega un importante papel en el mantenimiento del sistema actual. El segundo es que, en la actualidad, existen muchas sociedades que ya son muy dependientes del turismo. Todo ello sin olvidar que hablamos de un sector que se encuentra controlado por un número reducido de grandes grupos interesados en la continuidad del modelo actual y con una gran capacidad de incidencia política. El reto consiste, entonces, en plantearse cómo preparar la transformación económica, ecológica y social que se precisa, y cómo estimular su expansión para lograr un modelo turístico realmente sostenible.  

Referencias

BUADES, J.; CAÑADA, E.; GASCÓN, J. (2012). El turismo en el inicio del milenio: Una lectura crítica a tres voces. Madrid: Foro de Turismo Responsable (Colección Thesis; 3).

FERNÁNDEZ DURÁN, R. (2011). El Antropoceno. Barcelona: Virus Editorial.

FERNÁNDEZ MIRANDA, R. (2011). Viajar perdiendo el Sur. Crítica al turismo de masas en la globalización. Madrid: Libros en Acción. IPCC (2014). Cambio climático 2014: Informe de síntesis. Ginebra: IPCC.

LATOUCHE, S. (2003). “Por una sociedad de decrecimiento”. Le Monde Diplomatique, vol. 97. Edición española. — (2009). Pequeño tratado del decrecimiento sereno. Barcelona: Icaria.

MEADOWS, D. H.; RANDERS, J.; MEADOWS, D. L. (2006). Los límites del crecimiento: Treinta años después. Barcelona: Galaxia Gutenberg.

* Doctoranda en el Programa de Doctorado en Medio Ambiente, Dimensiones Humanas y Socioeconómicas, Universidad Complutense de Madrid (romeana@ucm.es)

[1] http://www.footprintnetwork.org/es/index.php/GFN/page/footprint_basics_overview — Foto: Centro Ecoturístico y Arqueológico “El Carlos”, Colombia. Fuente: COOTUCAR

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