Rafael Reuveny y Ashley Peterson Allen*

 

En el otoño de 2005, el huracán Katrina inundó gran parte de Nueva Orleáns, en Louisiana y destruyó otro tanto de Biloxi-Gulfport, en Mississippi, EE UU. Como consecuencia de ello, cerca de un millón de personas abandonó la región. Hasta mayo de 2007, mucha de esa gente no había retornado. ¿Podemos definir a esas personas como refugiados ambientales, gente que abandona su lugar de residencia debido a la degradación ambiental y que se traslada a otras zonas? Desconocemos las intenciones de la gente que abandonó las regiones costeras de Louisiana y Mississippi, pero creemos plausible que muchos de ellos no regresarán. ¿Es este un caso único? El huracán Katrina es representativo de un tipo de degradación ambiental: un desastre natural. ¿Influye la degradación ambiental a la hora de decidir emigrar? Más aun, ¿puede la llegada de refugiados ambientales provocar conflictos violentos en la zona que los acoge? ¿al hablar de conflictos violentos incluimos una amplia gama de actos, desde las amenazas de baja intensidad hasta las insurgencias de alta intensidad y las guerras?

El fenómeno de los refugiados ambientales y la posibilidad de conflictos entre los recién llegados y los habitantes de la zona que los acoge son los temas centrales de este artículo, pero sin duda la problemática es mucho más amplia. El Panel Intergubernamental sobre el Cambio Climático (IPCC) predice que el cambio climático provocará una degradación ambiental considerable durante el presente siglo (IPCC, 2007a, 2007b). ¿Cuáles serán las consecuencias de tales predicciones sobre las migraciones? Concientes de que el cambio climático es un fenómeno en evolución cuyos efectos todavía no se han manifestado plenamente, creemos poder hacernos una idea anticipada analizando los efectos de la degradación ambiental sobre las migraciones acontecidas en las últimas décadas. Si la degradación ambiental ha jugado un papel causal sobre las migraciones, puede volver a tenerlo en el futuro. Si la llegada de refugiados ambientales ha generado conflictos en las regiones receptoras, tal cosa puede volver a acontecer.

Para nuestra investigación, hemos estudiado tres casos: el huracán Katrina en 2005, El Salvador-Honduras en los años sesenta y Filipinas a partir de esa misma década. En síntesis, nuestras investigaciones sugieren que la degradación ambiental puede originar grandes desplazamientos de refugiados ambientales y la llegada de esas personas puede provocar tensiones y conflictos en las zonas que las acogen. Si se confirma que el cambio climático causará una mayor degradación ambiental en el futuro, nuestro análisis sugiere que los refugiados ambientales serán habituales y que su llegada a las zonas de acogida podría incrementar la inestabilidad política y los conflictos. Estos efectos tendrán importantes implicaciones sobre las políticas públicas.

REFUGIADOS AMBIENTALES Y CONFLICTOS VIOLENTOS

Es conveniente iniciar nuestro análisis explicando por qué la gente emigra en respuesta a los problemas ambientales y cómo esas migraciones pueden promover los conflictos en las regiones de acogida de los emigrados. Analicemos a la gente que considera emigrar comparando las condiciones en su lugar de residencia y las que caracterizan al lugar hacia done piensan trasladarse. Sus decisiones se basarán en establecer cuál es el lugar más favorable teniendo en cuenta todos los factores relacionados. Las teorías convencionales sobre migraciones clasifican esas fuerzas de impulso y atracción según sean económicas, sociopolíticas o psicológicas. Las fuerzas de impulso provocan que la gente marche, las de atracción hacen que la gente venga. Por ejemplo, las fuerzas económicas de impulso incluyen factores como bajos salarios, desempleo elevado y subdesarrollo; las fuerzas de atracción serían los sueldos altos, abundancia de trabajo y prosperidad. Los factores psicológicos pueden ser la sensación de extrañeza, ver a otro país como el lugar de los ancestros o el deseo de reunirse con los familiares. Los factores sociopolíticos de impulso pueden ser las guerras o persecuciones, mientras que los de atracción serían la paz, la reunificación familiar y un trato preferencial. Otra categoría de fuerzas incluye las ayudas proporcionadas a los inmigrantes, entre otras: dinero, facilidades para encontrar trabajo o para cruzar fronteras ilegalmente (Cohen, 1996; Martin y Widgren, 2002).

Pese a que esa teoría no considera al medio ambiente, nosotros afirmamos que los problemas ambientales pueden causar migraciones, especialmente si los medios de subsistencia de la gente dependen directamente del entorno natural. Problemas como las situaciones climáticas extremas son habitualmente peculiares y localizados en un sitio. Los problemas como la subida del nivel del mar, la degradación del suelo y la disminución del agua potable disponible tienden a tener efectos relativamente más permanentes y dispersos. Las sociedades subdesarrolladas son más vulnerables a ambas clases de problemas ambientales, especialmente si dependen directamente del medio ambiente para su subsistencia inmediata; tales sociedades están más predispuestas que las sociedades desarrolladas a marchar de las regiones afectadas, en lugar de quedarse e intentar adaptarse o mitigar el problema.

Los refugiados ambientales pueden cruzar fronteras internacionales, pues los problemas ambientales no necesariamente respetan las fronteras. Los emigrantes atraviesan la «línea ambiental» donde la degradación se detuvo. Esta es una lógica que comparten todos los tipos de migración. Por ejemplo, las personas que marchan debido a la depresión económica cruzan los límites económicos de la depresión, y la gente que huye de la violencia étnica cruza las fronteras étnicas, ninguna de las cuales se ajusta necesariamente a las fronteras políticas. Todos emplean similares criterios de decisión, comparando los costes y beneficios de permanecer o migrar, ya sea dentro o fuera de su propio país.

Los refugiados ambientales pueden cruzar fronteras internacionales, pues los problemas ambientales no necesariamente respetan las fronteras.

Los problemas ambientales que pueden ocasionar migraciones difieren en velocidad y en previsibilidad. Por ejemplo, desastres naturales como tormentas, accidentes industriales o la destrucción ambiental provocada por una guerra tienden a provocar cambios ambientales rápidos. En cambio, los proyectos de desarrollo y degradaciones como el aumento de contaminantes, la erosión del suelo, los problemas con el agua o la deforestación tienden a provocar cambios relativamente más lentos. Mientras que los cambios rápidos son impredecibles (aunque algunas zonas y épocas puedan ser más propensas que otras a estos cambios), los factores más lentos son más previsibles. Creemos que sumadas a las fuerzas inicialmente citadas e independientemente de la clase, los factores ambientales desempeñan un papel importante como causa de migraciones.

En relación a los conflictos, estos pueden originarse con la llegada de emigrantes e involucrar a los recién llegados, a los residentes en las zonas de partida y a los habitantes de las zonas de recepción (Weiner, 1992). En general, los desplazamientos pueden aumentar la presión sobre la economía receptora y su base de recursos, llevando a una competencia entre nativos y recién llegados y también afectar el equilibrio étnico previo. Los residentes anfitriones pueden rechazar a los que llegan por considerarlos intrusos. Los emigrantes pueden desear reunificarse con su país de origen o los anfitriones pueden verlos como una amenaza. Los respectivos gobiernos pueden intervenir en defensa de sus connacionales. La región anfitriona puede sospechar que los desplazados han sido enviados para desestabilizar su régimen y la región de origen puede sospechar que los anfitriones pretenden utilizar a los desplazados en su contra. Los conflictos pueden también responder a problemas ya existentes, como los que se dan entre pastores y agricultores, campesinos y terratenientes, o entre gente de diferentes identidades étnicas, nacionales o religiosas. Otra fuente de conflicto menos obvia puede darse cuando los desplazados son absorbidos por un conflicto ya existente en esa región y lo intensifican, volviendo a sentirse tan descontentos o desmoralizados como lo estaban antes de emigrar. Son entonces presas fáciles para ser captadas por los rebeldes de la zona anfitriona. El gobierno reacciona para neutralizar el creciente poder de los rebeldes y estalla el conflicto.

Las sociedades ricas pueden estar en condiciones de absorber a los desplazados sin excesivos problemas.

Las condiciones de desigualdad y pobreza en las zonas de origen y en las receptoras pueden facilitar las situaciones de conflicto, ya que incrementan los agravios y dificultan la contención de las presiones. Las sociedades ricas pueden estar en condiciones de absorber a los desplazados sin excesivos problemas, pero las sociedades pobres están más limitadas en este aspecto, haciéndolas más sensibles a los conflictos. Cuanto mayor sea el flujo migratorio y menor el tiempo en que se desarrolla, mayor será la posibilidad de conflictos.

Esta teoría es aplicable tanto a los emigrantes comunes como a los refugiados ambientales. No obstante, mientras las migraciones normales son casi siempre espaciadas en el tiempo, los problemas ambientales pueden provocar que mucha gente se desplace en un período breve. Por ejemplo, una erosión intensa del suelo o las sequías pueden asolar a las sociedades agrícolas, provocando grandes olas migratorias que facilitan el estallido de conflictos.

Algún antecedente de nuestro argumento puede encontrarse en Malthus (1798), quien sostuvo que el crecimiento de la población podía conducir a la escasez de recursos, el declive económico, el hambre y los conflictos. Más recientemente, Kaplan (2000) y otros han recuperado ese paradigma, destacando que los problemas ambientales ya están causando conflictos en los países menos desarrollados (PMD). Sin embargo, esa teoría no carece de críticos. Estos argumentan que los mercados, la innovación tecnológica, la reforma de las instituciones y la cooperación internacional pueden aliviar esos problemas, alejando la posibilidad de conflictos (Deudney, 1999; Simon, 1996). Pese a esos críticos, diversas personalidades políticas destacadas de los países desarrollados (PD) han apoyado la reafirmación de las tesis de Malthus (Gore, 1992; Matthew, 2002; Schwartz y Randall, 2003).

En síntesis, consideramos que las condiciones ambientales pueden desempeñar un papel importante a la hora de decidir emigrar y que la llegada de refugiados ambientales puede desatar conflictos en las zonas de acogida. No obstante, no afirmamos que el conflicto es inevitable. Durante años, muchos países desarrollados han prosperado admitiendo inmigrantes, entre ellos EE UU, Australia y Canadá. Pero creemos que los conflictos originados por los refugiados ambientales son también posibles, como lo demuestran los siguientes casos.

EL SALVADOR, HONDURAS Y LA GUERRA DEL FÚTBOL

Este apartado presenta nuestro primer análisis de caso sobre refugiados ambientales y conflictos, centrado en la historia de El Salvador y Honduras. En El Salvador se estaba ensanchando la brecha entre producción agrícola y necesidades alimentarias como resultado del aumento de la producción para la exportación y la desigual distribución de la tierra. Como resultado del colonialismo español, una inmensa mayoría de las tierras de El Salvador estaba en manos de unas pocas familias (Cooper y Coelich, 2003; Morello, 1997). Por tal razón, gran parte de los salvadoreños carecían de tierras de cultivo, padeciendo pobreza y desempleo. Con una de las mayores tasas de crecimiento de la población en todo el mundo, del orden del 3,5% anual entre 1961 y 1971, la sobrepoblación y la presión sobre los recursos en El Salvador eran motivo de gran preocupación (Durham, 1979). El país vecino, Honduras, con una superficie cinco veces mayor –—112.492 kilómetros cuadrados comparados con 21.040 km2 (CIA, 2007)— y una densidad de población aproximadamente ocho veces menor, se presentaba como una tentadora válvula de escape para los salvadoreños y su problema de falta de tierras. Enfrentándose a un desgaste ambiental cada vez mayor, la escasez de tierras y la pobreza provocó que aproximadamente 300.000 salvadoreños sin tierra emigraran hacia el sur de Honduras entre los años treinta y los sesenta del pasado siglo (Durham, 1979; ACED, 2000).

Los refugiados ambientales salvadoreños, cuyo número llegó a representar una octava parte de la población total de Honduras, vivían pacíficamente en el sur de este país, la mayoría arrendando tierras de la élite de terratenientes hondureños (Cooper y Coelich, 2003), pero en el país se estaba gestando un enfrentamiento entre campesinos y terratenientes que le pasaría factura a los refugiados salvadoreños. Cada vez con mayor intensidad, los campesinos hondureños exigían una reforma de los derechos a la propiedad de la tierra, cuya distribución era tan desigual como en El Salvador. Con la intención de reducir esa presión, el gobierno hondureño y los terratenientes ricos vieron la posibilidad de desviar el descontento campesino responsabilizando a los refugiados salvadoreños, definiendo la inmigración como una invasión de tierras y utilizándola como cortina de humo para disimular el problema de la distribución de la tierra (Morello, 1997; Durham, 1979). En 1968, Honduras se negó a renovar un acuerdo bilateral que permitía la inmigración de salvadoreños y anunció que comenzaría a expulsar inmigrantes. Las tensiones y los fervores nacionalistas fueron en aumento a medida que se acercaba la fecha, en junio de 1969, de un decisivo partido de fútbol clasificatorio para la Copa Mundial de ese año y en Honduras, las refriegas entre salvadoreños y hondureños eran cada vez más frecuentes (ACED, 2000).

Después del encuentro de fútbol, las animosidades contra los inmigrantes salvadoreños en Honduras fueron en aumento y las agresiones cada vez más violentas. Miles de desplazados regresaron a El Salvador, incrementando la presión sobre la economía y el medio ambiente del país. Estos acontecimientos llevaron al gobierno salvadoreño a declarar la guerra contra Honduras el 15 de julio de 1969, un conflicto que llegaría a conocerse como la Guerra del Fútbol. Pese a que la guerra duró sólo cinco días, tuvo graves consecuencias para ambos bandos. Entre 60.000 y 130.000 desplazados salvadoreños fueron expulsados por la fuerza o huyeron, el comercio entre los dos países se interrumpió, la conflictiva frontera entre El Salvador y Honduras fue cerrada, murieron aproximadamente 2.000 personas y varios miles quedaron sin hogar (ACED, 2000).

Después del encuentro de fútbol, las animosidades contra los inmigrantes salvadoreños en Honduras fueron en aumento y las agresiones cada vez más violentas.

Sin duda, la presión de la sobrepoblación en El Salvador jugó un papel importante en este conflicto, pero sus orígenes eran mucho más complejos. Es bien cierto que en el momento del conflicto El Salvador tenía la tasa de población más elevada entre todos los países continentales del Hemisferio Occidental y una tasa promedio de crecimiento de población del 3,5% (Durham, 1979). No obstante, el factor población no era el único que contribuyó a la guerra. Fue en realidad una compleja interacción entre sobrepoblación, degradación ambiental, escasez de recursos y distribución de la tierra en ambos países la que auspició el conflicto. Durante la década de 1960, se destruyó en El Salvador casi la mitad de los espacios de vida silvestre (Daugherty, 1969) y el 77% de las tierras de cultivo estaban ya erosionadas (OAS, 1974). Por otra parte, mientras que en el siglo XIX la cubierta forestal abarcaba entre el 60 y el 70% de la superficie del país, en 1946 sólo quedaba un 8% (Bourne et al., 1947). La destrucción de hábitats, la erosión y degradación de suelos, la deforestación y la escasez de alimentos a ellas asociadas tal vez pueda atribuirse al hecho de que en 1961 el 75,2% de las tierras cultivables habían sido convertidas en haciendas, propiedad en su mayor parte de las élites que las explotaban intensivamente para producir cultivos destinados a la exportación, como café y algodón (Durham, 1979).

Ya en los años sesenta, los cultivos para la exportación monopolizaban el 41,9% de las tierras agrícolas. Solo el café disponía de 140.100 hectáreas, casi el 12% de la superficie del país (Indicadores, 1973). Considerando la desigual distribución de la tierra, ese énfasis en un determinado cultivo beneficiaba principalmente a las élites, dejando a un lado a gran parte del campesinado. En 1971, la mitad de las tierras agrícolas eran propiedad del 1,5% de las haciendas y la superficie de las grandes propiedades de la élite era, de promedio, mil veces mayor que la de las propiedades destinadas a la agricultura de subsistencia (ESDGEC, 1975). Como resultado de esos factores, cerca del 80% de los agricultores salvadoreños sufrían de escasez de tierras muy por encima de lo atribuible al mero crecimiento de la población (Durham, 1979).

Los efectos conjuntos de la sobrepoblación y la desigual distribución de la tierra dieron como resultado un número elevado de campesinos sin tierra o de pobres con tierra (los que poseían menos de media hectárea), llevando a que su número creciese de 159.000 en 1950 a 321.000 en 1971, es decir, más de la mitad de la población agrícola (ESDGEC, 1953, 1954, 1975, 1977). Desde la década de 1930, esos campesinos sin tierra o bien se desplazaban a los centros urbanos o emigraban a Honduras. Para los años sesenta, cerca de 280.000 agricultores salvadoreños se habían radicado en los centros urbanos y unos 300.000 habían emigrado a Honduras (ESDGEC, 1942, 1953, 1967, 1974). De una serie de entrevistas con emigrantes y un estudio del gobierno salvadoreño (CONAPLAN, 1969), se desprende que la mayoría de los desplazados eran campesinos sin tierra o pobres con tierra.

En Honduras, los refugiados ambientales salvadoreños hallaron problemas similares a los que les habían impulsado a salir de su país. La escasez de tierras no era muy diferente a la de El Salvador. Aunque la superficie de Honduras era cinco veces mayor que la de su vecino y la superficie promedio de las propiedades agrícolas era el doble mayor, también en Honduras la distribución de la tierra era muy desigual. Pero a pesar de la falta de tierras y de la pobreza, los campesinos hondureños no manifestaban resentimiento ante los salvadoreños que vivían entre ellos. Fueron los terratenientes ricos quienes, ante las exigencias a favor de una reforma agraria e intentos organizados para recuperar latifundios, se ensañaron con los refugiados ambientales como fuente del problema. Fueron ellos quienes publicaron declaraciones definiendo a los inmigrantes como invasores de tierras y se esforzaron por expulsar a los salvadoreños de Honduras. Esas expulsiones motivaron la ruptura de relaciones diplomáticas entre los dos países y que el gobierno salvadoreño presentase una queja ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. El partido para la Copa Mundial de Fútbol que debía jugarse en esos momentos fue tan solo la gota que desbordó el vaso y llevó al estallido de la guerra (Durham, 1979).

MIGRACIONES INTERNAS EN FILIPINAS

Nuestro segundo estudio de caso se centra en Filipinas. Al igual que en El Salvador y Honduras, el período colonial había condicionado una muy desigual distribución de las fértiles tierras de cultivo, que ya estaban siendo plenamente explotadas en la década de 1970 (Livernash y Rodenburg, 1998). Por ejemplo, en 1985 el 10% más rico de la población controlaba el 37% de la renta nacional (Kessler, 1989). A principios de los años noventa, el 20% de la población se repartía el 50% del ingreso nacional (Banco Mundial, 1993, 1994). A mediados de los años setenta, la proporción de campesinos sin tierra, muchos de los cuales trabajaban por menos del ingreso mínimo de subsistencia, era ya del 56% del total de la mano de obra agrícola (Livernash y Rodenburg, 1998). Una tasa elevada de crecimiento de población de entre el 2,5 y el 3% anual, además de políticas gubernamentales que favorecieron la agricultura comercial intensiva en capital, llevaron a un aumento del desempleo agrícola (Amacher et al., 1998). Como consecuencia, la pobreza creció en Filipinas de manera desenfrenada durante los años setenta y ochenta, llegando al 50 y 60% en las áreas rurales y urbanas, respectivamente (Banco Mundial, 1988).

Enfrentados a la intensa pobreza, la escasez de tierras y las políticas gubernamentales que favorecían una agricultura orientada a la exportación e intensiva en capital, practicada en grandes haciendas propiedad de las élites, millones de trabajadores agrícolas y campesinos sin tierra emigraron hacia las ya superpobladas ciudades de Filipinas. La mayor marea inmigratoria se produjo desde la zona central de la isla de Luzón, una provincia populosa e industrial, hacia 22 provincias de la sureña isla de Mindanao (Amacher et al., 1998). En total, uno de cada 400 filipinos emigró. Más de la mitad de esos desplazados interregionales se estableció en Manila, pero también hubo un incremento de la emigración hacia las escarpadas colinas de las tierras altas (Saith, 1997). El número de personas que se desplazó hacia las tierras altas durante la década de 1980 fue tres veces mayor que en los años sesenta, provocando una tasa de aumento de la población en esa región que doblaba la del resto del país (Bilsborrow, 2004). Ese flujo migratorio es un elemento central en nuestra tesis.

Ya en los años cincuenta del pasado siglo la población de las tierras altas crecía a un ritmo del 3% anual (Amacher et al., 1998). La cifra neta de desplazados hacia las tierras altas aumentó de aproximadamente 427.000 entre 1970 y 1975 hasta más de 2,5 millones entre 1980 y 1985, alcanzando una tasa de crecimiento del 14,5% sólo en este último período (Saith, 1997). La población de las tierras altas creció de los 17,8 millones en 1988 hasta superar los veinte millones unos pocos años después (Cruz y Cruz, 1991). Poffenberger y McGean (1993) calcularon que la población total de las tierras altas era de entre 25 y 30 millones a comienzos de la década de 1990 y que crecía a un ritmo de un millón de personas al año debido a la inmigración y el crecimiento demográfico natural.

La agricultura a gran escala, de cortar y quemar, utilizada por los recién llegados, sumada a las talas realizadas por empresas nacionales y extranjeras han provocado una rápida deforestación.

Estos intensos desplazamientos interregionales tuvieron implicaciones profundas para las tierras menos productivas y más ecológicamente vulnerables. Aproximadamente el 55% de Filipinas son tierras altas de colinas o montañas, de las cuales un 46% presenta laderas con una inclinación de 18 grados o más, haciéndolas muy vulnerables a la erosión si no se adoptan medidas protectoras (David, 1987). La agricultura a gran escala, de cortar y quemar, utilizada por los recién llegados, sumada a las talas realizadas por empresas nacionales y extranjeras han provocado una rápida deforestación. En los años setenta y ochenta, la conversión de zonas boscosas en tierras de cultivo destruyó un promedio anual de 200.000 hectáreas de bosque nativo y el cultivo en laderas con más de 18 grados de inclinación creció en más de 225.000 hectáreas anuales (NARP, 1991). Dado que el 72% de la región fue convertida en tierra de cultivo, el total de cubierta forestal en las tierras altas descendió un 24% desde 1970 (Amacher et al., 1998). A mediados de la década de 1980, las selvas vírgenes y las de segunda generación se habían reducido de los 16 millones de hectáreas originales a sólo siete millones de hectáreas. Mientras que en 1900 Filipinas tenía diez millones de hectáreas de selvas vírgenes, a fines de la década de 1990 sólo quedaba un millón de hectá- reas (Porter y Ganapin, 1988; Kummer, 1992). La acelerada deforestación causó una erosión masiva de los suelos. En muchas regiones de las tierras altas, la tasa de erosión excedió las 300 toneladas por hectárea y año, muy por encima de la tasa sostenible de veinte toneladas por hectárea y año (Porter y Ganapin, 1988; Broad y Cavanagh, 1993).

Esa deforestación intensa de las tierras altas favoreció las inundaciones y la pérdida de biodiversidad. Además, antes de ser taladas, las selvas retenían el agua que alimentaba ríos, canales de irrigación y proyectos hidroeléctricos en las tierras bajas. Como resultado de la deforestación y debido a que la capa de tierra de las laderas era delgada, aumentó la sedimentación y la erosión del suelo, los deslizamientos se volvieron más frecuentes, disminuyó el caudal de los ríos y, por consiguiente, se redujeron los embalses y la disponibilidad de agua para irrigación. Por lo tanto, declinó la productividad de los suelos y en las tierras bajas se redujo la superficie de tierras cultivables, generando así un ciclo de mayor emigración hacia las tierras altas que a su vez provocó un incremento de la degradación ambiental (Cruz et al., 1992; Kennedy, 2001).

Ante tan terribles consecuencias ambientales, podría uno preguntarse por qué tanta gente se desplazó hacia las tierras altas. Amacher et al. (1998) determinaron que la propiedad pública de las tierras altas, la baja densidad de población y las vastas zonas boscosas fueron las principales fuerzas de atracción, mientras que la cada vez mayor escasez de tierras de cultivo y otras carencias actuaron como principales factores de alejamiento. Desafortunadamente, el hecho de que el sistema de tenencia de la tierra en esas zonas fuese tan inseguro también desalentó un desarrollo sostenible y jugó un papel importante en el proceso que condujo a los conflictos.

Ante tan terribles consecuencias ambientales, podría uno preguntarse por qué tanta gente se desplazó hacia las tierras altas.

Remotas y pobres, las tierras altas han estado sujetas a vagas e inseguras leyes de tenencia de la tierra, si es que las ha habido. Ese relativo estado de ausencia de leyes permitió a los concesionarios (propietarios de tierras otorgadas por las autoridades a cambio de servicios) y a los propietarios distantes reclamar las tierras por la fuerza. Mientras que algunos refugiados ambientales han practicado el sistema de cortar y quemar (despejar para el cultivo temporal) en las tierras altas, otros no tuvieron más opción que trabajar para las élites locales apoyadas por el estado, mal pagados y peor tratados. Desilusionados, los desplazados se convirtieron en objetivos a ser movilizados por los rebeldes locales. Durante mucho tiempo, las tierras altas habían sido base de operaciones de organizaciones rebeldes que combatían al gobierno bajo denominaciones como Nuevo Ejército Popular (NPA) y Frente Moro Islámico de Liberación (MILF). Los rebeldes hallaron a los recién llegados receptivos a sus ideas, les defendieron y les ofrecieron tierras, salarios más altos y arriendos más bajos. A cambio, muchos desplazados cooperaron con los rebeldes y algunos hasta se unieron a su causa. El conflicto entre gobierno y la insurgencia del NPA y del MILF se ha cobrado las vidas de 140.000 personas desde la década de 1970. Actualmente, el NPA cuenta supuestamente con 8.200 combatientes activos en gran parte de Filipinas, mientras que el MILF tiene 12.500 combatientes y cerca de 100.000 simpatizantes armados (Enciclopedia Británica, 2007; Britannica Book of the Year, 2007; Davis, 2002; Hawes, 1990; Jones, 1989).

EL HURACÁN KATRINA EN EE UU

Finalmente, consideraremos el caso del huracán Katrina, que azotó las zonas costeras de los estados de Louisiana y Mississippi, especialmente Nueva Orleáns, en agosto de 2005. Nueva Orleáns siempre ha sido vulnerable ante las tormentas, ya fuesen el resultado de su situación geográfica o de la acción humana. A lo largo del tiempo, la conversión del río Mississippi en una autopista acuática alteró considerablemente la sedimentación natural del suelo que mantenía a la región por encima del nivel del mar. El reemplazo de las ciénagas costeras por urbanizaciones y polígonos industriales eliminó un ecosistema que podía absorber en parte el impacto de las tormentas marinas. Para reducir su vulnerabilidad, la ciudad estaba rodeada de diques, canales y equipos de bombeo diseñados para defenderla de tormentas de categoría 2 y 3. Sintiéndose seguros, las empresas inmobiliarias intensificaron la construcción en áreas bajas vulnerables (Prugh, 2006; LaCoast, 2005; Colten, 2005; Barras et al., 2004; Kelman, 2003).

Al alcanzar la costa el huracán Katrina, de categoría 5, había disminuido su intensidad hasta convertirse en una tormenta de categoría 3, pero el aumento del nivel de las aguas que había provocado seguía siendo de categoría 5, como consecuencia se desbordaron numerosos diques, ocasionando cincuenta grietas. Cerca del 80% de la Nueva Orleáns metropolitana quedó inundada por las aguas, que llegaron a alcanzar los seis metros de altura (Times, 2006; US Army Corps of Engineers, 2006) y más del 90% de los edificios de la línea costera del área metropolitana de BiloxiGulfport quedaron destruidos (McQuaid, 2006). Cuando la tormenta se desvaneció, cerca de 238.000 kilómetros cuadrados se habían convertido en zona de desastre (US House of Representatives, 2006). Un año después, el Cuerpo de Ingenieros del Ejército de EE UU (2006) reconocía el papel crítico que había tenido el agrietamiento de los diques en la destrucción de la ciudad, afirmando que era un sistema de diques sólo de nombre.

La devastación fue impresionante. Un informe de 2006 cifra en 2.180 los muertos por la tormenta, la mayoría en Louisiana (LDHH, 2006; Sunherald, 14 diciembre 2005). Un año después del Katrina, sólo el 50% de los hospitales de la ciudad, el 23% de los centros de atención infantil y el 17% del transporte público estaban nuevamente en funcionamiento (Times, 2006) y el 22% de la producción de petróleo y el 13% de la de gas en esa región estaba fuera de servicio (Minerals and Management Services, 2006). Aproximadamente 350.000 hogares quedaron destruidos (Times, 2006) y más de 200.000 personas perdieron su trabajo (Reuters, 24 agosto 2006). En abril de 2006, el gobierno federal destinó 105.000 millones de dólares para la reparación y reconstrucción (Boston Globe, 1º abril 2006), pero algunas estimaciones elevan el total de pérdidas materiales a 150.000 millones de dólares (McQuaid, 2006) y hasta a 225.000 millones (Wolk, 2005).

A medida que el huracán se aproximaba, cerca del 80% de la población huyó por sus propios medios y unas 100.000 personas, en su mayoría pobres y ancianos, fueron evacuadas por efectivos gubernamentales (McQuaid, 2006). En enero de 2006, la Agencia Federal para la Gestión de Emergencias (FEMA) calculó que el Katrina y el subsiguiente huracán Rita desplazaron cerca de dos millones de personas (13 enero 2006, Washington Post; Louisiana Family Assistance Center, 2006).

Hasta ahora, muchos desplazados no han regresado a la zona. Aunque no se dispone de información sobre las intenciones de los evacuados, entrevistas realizadas en septiembre de 2005 a desplazados de Louisiana revelaban que había miles que no pensaban retornar (Reuters, 5 septiembre 2005). En diciembre de 2005 se estimaba que unas 500.000 personas aún no habían regresado (White House, 2006) y en enero de 2006, las zonas más afectadas de Louisiana y Mississippi echaban a faltar 385.000 personas (39%) y 42.000 personas (18%), respectivamente (US Census Bureau, 2006). En febrero, Nueva Orleáns, originalmente una ajetreada metrópolis de 470.000 habitantes, era una agobiada ciudad de apenas 100.000 habitantes (US House of Representatives, 2006). En total, en agosto de 2006, el 60% de los evacuados de Nueva Orleáns no había retornado (Times, 2006). Muchos evacuados buscaron refugio en regiones vecinas, pero otros se dispersaron por más de treinta estados (White House, 2006), incluyendo Texas (250.000 evacuados) y Arkansas (60.000) (PBS, 2005 a, 2005b; LAFD, 2005; Mongobay, 2005; Bloomberg, 2006).

Hasta ahora, muchos desplazados no han regresado a la zona.

En general, los evacuados fueron bien recibidos en las zonas de reasentamiento, pero no faltaron los signos de conflicto. La ciudad de Gretna, en Louisiana, frente a Nueva Orleáns, envió policías para evitar que los desplazados entrasen en la ciudad, llegando a disparar para que se alejasen (NPR, 2005). Un mes después del huracán, el gobernador de Texas reclamó al presidente Bush que reembolsase los gastos que su estado había tenido al absorber a los evacuados y pidió al FEMA que distribuyese a la gente en otros estados, argumentando que Texas estaba agotando su capacidad (Contact the Press Office, 2005; Gallery Watch, 2005; Associated Press, 2005). Algunos evacuados fueron recibidos con recelo y hasta con velada animosidad. Varios de los estados que recibieron evacuados, como Texas, Tennessee, Massachusetts y Pennsylvania, investigaron sus antecedentes criminales, pero encontraron pocas evidencias. Aún así, Rhode Island, South Carolina y West Virginia insistieron en que más del 50% de los evacuados que absorbieron tenía antecedentes penales. «Sería prudente que la gente que los alberga investigue si tienen pasados criminales», advirtió el Jefe de la División para el Cumplimiento de la Ley de South Carolina (Fox News, 2005).

La erosión, las inundaciones y la sedimentación empeoraron con la deforestación y el cultivo de las tierras marginales.

A pesar de que las investigaciones realizadas en Texas no hallaron a muchos delincuentes, durante ese período los delitos aumentaron en todo el estado. Comparando los casos de homicidio de febrero de 2005 con los de febrero de 2006, en Houston hubo un incremento del 28% y la suma de víctimas mortales de los meses de noviembre y diciembre fue un 70% mayor que la del mismo período de 2004. Sumando más evidencias de tensión, una encuesta de marzo de 2006 demostró que Houston estaba cada vez más cansada y vigilante ante sus nuevos 150.000 residentes. Cerca del 75% de los habitantes de la ciudad se sentían tensos, el 67% responsabilizaba a los recién llegados por el aumento de delitos y una proporción similar afirmó que Houston estaría peor si los evacuados se radicaban definitivamente allí (Houston Chronicle, 2006). Cada vez más preocupadas, las autoridades de la ciudad solicitaron fondos al FEMA para reducir el crimen y la violencia (Daily Telegraph, 2005; Bloomberg, 2006). El 12 de marzo de 2006, la tensión se trasladó a Washington cuando el gobierno federal denegó una solicitud de más fondos hecha por Texas. El senador Bond, de Missouri, pidió a Texas que fuera «un buen vecino y no un acompañante remunerado.» El senador Hutchinson, de Texas, replicó que era una afrenta cuestionar la generosidad de su estado y el representante estatal Brady agregó: «No creo recordar al senador Bond abriendo el estadio St. Louis Dome para las víctimas del Katrina» (Associated Press, 2006).

SÍNTESIS DE LOS CASOS

Los tres casos estudiados comparten rasgos comunes. En primer lugar, las sociedades afectadas dependían muy directamente del entorno natural para su subsistencia. En El Salvador y Filipinas, esas sociedades eran agrícolas en gran medida. Las zonas costeras de Louisiana y Mississippi dependían de la extracción y el refinado de combustibles, la agricultura, el turismo y la vía fluvial del Mississippi. Puesto que las condiciones ambientales se deterioraron, mucha gente de esas tres regiones perdieron sus medios de subsistencia y abandonaron las áreas afectadas.

En segundo lugar, las actividades humanas exacerbaron los problemas ambientales. En El Salvador, la desigual distribución de la tierra y la expansión de la superficie agrícola destinada a cultivos para la exportación produjeron escasez de tierras, degradación de los suelos y deforestación. En Filipinas, las políticas gubernamentales que favorecieron la agricultura industrial intensiva practicada por las élites en las tierras bajas y a las empresas forestales en las tierras altas, obligaron a muchos a huir de las zonas ambientalmente menos vulnerables. La erosión, las inundaciones y la sedimentación empeoraron con la deforestación y el cultivo de las tierras marginales. En Nueva Orleáns, la acción humana eliminó procesos naturales que podrían haber aminorado los efectos del Katrina y un obsoleto sistema de diques no logró proteger la ciudad.

Por último, los factores ambientales se sobrepusieron a otros que también influyeron en el desenlace. Los terratenientes hondureños utilizaron a los desplazados salvadoreños como chivos expiatorios para distraer la atención de los campesinos que exigían la reforma agraria. Las cosas empeoraron debido a las tensiones fronterizas existentes entre ambos países. Los insurgentes filipinos concentraron sus esfuerzos en reclutar combatientes entre los refugiados ambientales descontentos, apelando a la opresión y los malos tratos de los que habían sido víctimas por parte de los terratenientes y de las autoridades locales. En el caso del Katrina, muchos de los desplazados eran parte de las minorías pobres. Además, los habitantes de algunas de las áreas receptoras se negaron a absorber desplazados por sospechar que eran delincuentes o aduciendo que su absorción era muy costosa.

También las diferencias entre esos tres casos son importantes. Ante todo, los patrones de conflicto eran diferentes. Muchos salvadoreños emigraron a Honduras, provocando conflictos violentos entre recién llegados y residentes y, posteriormente, entre ambas naciones. En cambio, en los casos del huracán Katrina y de Filipinas, muchos desplazados migraron internamente. En Filipinas, muchos emigrantes fueron reclutados por los rebeldes que se enfrentan al gobierno central. Los desplazados por el Katrina, en general, fueron acogidos cordialmente en las zonas receptoras, pero también padecieron cierto tipo de rechazo.

En segunda instancia, en lo relativo al Katrina, tanto desplazados como receptores compartían nacionalidad y no abrigaban hostilidades previas importantes. Eso ayudaría a explicar por qué las tensiones entre desplazados y residentes fueron relativamente pocas en este caso. Los desplazados salvadoreños y los campesinos hondureños no compartían nacionalidad y las relaciones entre sus países eran tensas desde antes de que comenzase la emigración, factores estos que influyeron en los posteriores actos de violencia militarizada. En Filipinas, los recién llegados y los receptores compartían nacionalidad, pero las tensiones fueron exacerbadas por años de diferencias de clase y marcadas desigualdades de ingresos.

Tercero, los tres casos sugieren que con políticas públicas adecuadas, las transiciones asociadas con los refugiados ambientales podrían desarrollarse sin problemas y evitarse los conflictos. En el caso del Katrina, los gobiernos federal y estatales han invertido miles de millones de dólares para absorber a los desplazados en otras regiones y rehabilitar las costas de Louisiana y Mississippi, evitando así conflictos mayores. Los gobiernos de Honduras y El Salvador, con la ayuda de la mediación internacional, acabaron la Guerra del Fútbol después de pocos días de combates, evitando pérdidas mayores. A partir de entonces, ambas naciones han iniciado diversos proyectos conjuntos de desarrollo, que probablemente hayan contribuido a contener la emigración. En el caso de Filipinas, el gobierno no ha colaborado en la transición de los desplazados hacia sus nuevas zonas de residencia en las tierras altas, convirtiéndoles en presas fáciles de ser reclutadas por los insurgentes.

Finalmente, consideremos el nivel de desarrollo de las áreas receptoras. En el caso del Katrina, las zonas receptoras estaban desarrolladas, ofreciendo muchas oportunidades y recursos a los recién llegados. En Filipinas y Honduras, las áreas receptoras eran subdesarrolladas y pobres, padeciendo muchos de los problemas que las zonas de origen también sufrían. Esto hizo más probables los conflictos en las zonas de acogida.

LAS POLÍTICAS PÚBLICAS Y SUS CONSECUENCIAS SOBRE EL CAMBIO CLIMÁTICO

En las secciones anteriores establecíamos que la degradación ambiental provocó desplazados ambientales en el pasado y que la llegada de esos emigrantes condujo a conflictos entre residentes y recién llegados, así como entre las zonas de origen y las receptoras. Consideramos que ese punto es importante, pero el tema es mucho más amplio. Si la degradación ambiental tuvo un papel protagónico en las migraciones y los conflictos del pasado, puede volver a tenerlo en el futuro. Mirando hacia adelante, el cambio climático amenaza con convertirse en la principal causa de deterioro ambiental. Si esos augurios se materializan, creemos que el cambio climático puede causar migraciones ambientales que tal vez originen conflictos.

A manera de resumen, los últimos 150 años han sido testigos de patrones de cambio que concuerdan con el cambio climático, entre los que destacan el aumento de la frecuencia y la duración de los períodos cálidos, la subida del nivel del mar, el retroceso de los glaciares, la reducción de las capas de nieve invernal y del grosor de los casquetes polares y el incremento de la frecuencia e intensidad de los fenómenos meteorológicos extremos. Todos esos cambios son atribuibles a los gases de efecto invernadero que genera el consumo de combustibles fósiles (IPCC, 2007a). La predicción de los posibles efectos del cambio climático a lo largo del presente siglo varía según las diferentes suposiciones sobre el crecimiento económico y demográfico, la utilización de la energía y el avance de las innovaciones. Sin embargo, todos los escenarios coinciden en que, si no cambian las reglas de juego económico, la degradación ambiental irá en aumento. Subirá el nivel de los mares, las inundaciones serán más frecuentes y se producirá una disminución de la disponibilidad de agua potable y de la productividad de la tierra, además del aumento en la frecuencia e intensidad de los desastres naturales como tormentas y sequías. Los países menos desarrollados (PMD) son los más vulnerables a estos efectos, debido a su gran dependencia directa del entorno natural para asegurar su subsistencia y a su limitada capacidad de adaptación. Desafortunadamente, los efectos más intensos del cambio climático probablemente se concentrarán en África y Asia, que son las regiones donde se encuentra la mayoría de PMD (IPCC, 2007b). Por lo tanto, podemos anticipar que el problema de los refugiados ambientales será más intenso en esos continentes.

Los últimos 150 años han sido testigos de patrones de cambio que concuerdan con el cambio climático

En general, la mayoría de los especialistas está de acuerdo con estos pronósticos, pero su impacto económico no puede aun ser determinado con precisión. Por otra parte, mitigar el cambio climático sin duda será muy costoso. Ante esta situación, tanto se puede posponer cualquier acción como actuar cuanto antes, presuponiendo que el coste de no actuar será cada vez mayor. Si de lo que se trata es de minimizar los problemas de desplazamientos ambientale y de conflictos inducidos por el cambio climático, ¿qué enfoque deberíamos adoptar?

Teniendo en cuenta nuestras previsiones de que gran parte de los potenciales refugiados ambientales serán originarios de los PMD, analicemos los actuales patrones migratorios correspondientes a esos países. Actualmente, muchos emigrantes de los PMD se desplazan de un país pobre a otro país pobre y la gran mayoría de desplazados internos de todo el mundo se hallan en los PMD (USCR, 2002; Martin y Widgren, 2002). No obstante, ciertos datos y estimaciones sugieren que muchos residentes de los PMD desean trasladarse hacia los países desarrollados. Por ejemplo, cerca del 90% de las personas que entran legalmente a EE UU cada año y casi todos los deportados de ese país como inmigrantes ilegales son originarios de PMD (UDHS, 2005). Ante tales presiones migratorias, en los últimos años los países desarrollados han dificultado la inmigración procedente de los PMD (Andreas y Snyder, 2001; Martin y Widgren, 2002). Creemos que esas medidas serán cada vez menos efectivas según se intensifique el cambio climático, aumentando la presión de los refugiados ambientales.

Puede ser tentador argumentar, como lo hacen algunos, que las innovaciones y los cambios institucionales aligerarán las presiones. Pero aunque eso fuese así, tales procesos demandarán mucho tiempo. Por ejemplo, el proceso de modificar el sistema energético mundial para que no se base en el consumo de combustibles fósiles es muy lento y, hasta ahora, los intentos institucionales para contener el cambio climático han fracasado. Quizás, como creen algunos, el crecimiento económico de los PMD podría llegar a resolver el problema, reduciendo su dependencia directa del medio ambiente y financiando sus esfuerzos de adaptación y de mitigación de riesgos. Tal vez así sea, pero con la tecnología actual, eso incrementaría la demanda de combustibles fósiles en los PMD y aceleraría el cambio climático en las próximas décadas.

Nuestro análisis sugiere que los PMD son más propensos que los países desarrollados a sufrir los efectos de los desplazamientos por cuestiones ambientales y los conflictos que incrementará el cambio climático; pero las consecuencias políticas probablemente se percibirán no sólo en los PMD. Por ejemplo, en su momento, China podría argumentar que la extremada dependencia de los combustibles fósiles que caracteriza a los países industrializados ha sido la causa principal de los refugiados ambientales que deberán huir de las zonas costeras del país debido a la subida del nivel del mar. Las grandes oleadas de refugiados ambientales podrían también generar una atmósfera favorable al reclutamiento de seguidores por parte del terrorismo internacional, como puede estar sucediendo ya en el Cuerno de África, una región que en las últimas décadas ha padecido ese tipo de oleadas migratorias (Thibodeaux, 2005).

Ante esas sombrías posibilidades y recordando que nuestro análisis de casos sugiere que los gobiernos pueden contribuir a contener los flujos de refugiados ambientales, proponemos que ya hoy se tomen las iniciativas necesarias contra los problemas ocasionados por el cambio climático, antes de que lleguen a provocar desplazamientos masivos de población. Tal esfuerzo podría centrarse en aquellos PMD más proclives a generar refugiados ambientales, reduciendo su dependencia directa del medio ambiente para asegurar la subsistencia de sus habitantes y protegiéndoles de los esperados efectos negativos del cambio climático. Aun siendo factible, ese esfuerzo no dejará de ser complejo y prolongado. Además, será muy costoso. ¿Quiénes orientarán y financiarán dicho esfuerzo? Creemos que han de ser los países desarrollados, dado que su exagerada dependencia de los combustibles fósiles ha sido la primera causa del cambio climático que hoy nos amenaza; después de todo, los países desarrollados practican dentro de sus territorios el principio de «quien contamina, paga.»

No hay duda de que actualmente nuestra propuesta sería rechazada por los países desarrollados. Que finalmente sean capaces de aceptarla dependerá de sus actitudes ante los riesgos. Aunque las cifras exactas son difíciles de precisar, nuestras investigaciones sugieren que si se continúa con las actuales reglas de juego económico, los costes de los conflictos y de los desplazamientos provocados por el cambio climático aumentarán a un ritmo cada vez mayor. Tal vez esto haga ver la conveniencia de adoptar nuestras propuestas cuanto antes, en lugar de seguir demorándolas.

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* Rafael Reuveny es Profesor de Políticas Públicas en la School of Public and Environmental Affairs (SPEA), Indiana University, Bloomington, Indiana, EE UU y Ashley Peterson Allen es estudiante graduada del programa Master of Public Affairs de la SPEA. Contacto: rreuveny@indiana.edu

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