Manuel González de Molina*, David Soto Fernández** y Francisco Garrido Peña***

 

La literatura sociológica suele separar los conflictos ambientales de los sociales, especialmente de los conflictos “de clase”, como si de dos esferas distintas de la práctica social se tratara. A unos se les considera como una expresión de los nuevos movimientos sociales, y a los de clase, como representantes genuinos de los viejos, cuya conversión en protesta social es cada vez menos frecuente y socialmente restringida. (Modafinil) Se han ofrecido explicaciones sobre este comportamiento conflictivo, basándose en la creciente fragmentación social de las sociedades postindustriales y en sus comportamientos postmaterialistas. Tales transformaciones han creado un contexto favorable a la aparición de otro tipo de protestas, entre ellas la ambiental, y desfavorable a la expresión como protesta de los conflictos de clase. Esta distinción alcanza también a las organizaciones que tratan de encauzar este tipo de conflictividad, los sindicatos y el movimiento ecologista, cuyos intereses se consideran divergentes y a menudo enfrentados. Unos representan a priori el pasado, y los otros, el futuro.

En este artículo tratamos de mostrar que ambos tipos de conflicto son en realidad dos caras de la misma moneda cuando se analizan desde una perspectiva metabólica y se contemplan en su dimensión histórica. La consideración conjunta de los conflictos de clase y de los ambientales resulta conveniente no sólo para el análisis propiamente histórico de los fenómenos socioecológicos, sino también para el propio desarrollo de la ecología política. Para desarrollar esta propuesta, primero se ofrece el fundamento termodinámico que vincula a ambos tipos de conflicto. A continuación se describe su función metabólica y, finalmente, se caracteriza la protesta ambiental como una parte de la protesta de clase.

  1. Sobre el origen termodinámico de los conflictos sociales

La propuesta teórica y metodológica del “metabolismo social” alude al flujo de energía, materiales e información que toda sociedad intercambia con su entorno natural para formar, mantener y reconstruir las estructuras disipativas que le permitan alejarse lo más posible del estado de equilibrio termodinámico. En otros términos, toda sociedad genera orden a partir de la importación de energía y materiales del medio ambiente físico y la exportación hacia el mismo de calor disipado y residuos. A la organización de este intercambio estable de energía, materiales e información la llamamos metabolismo social (González de Molina y Toledo, 2014). Tales estructuras disipativas prestan su servicios y se mantienen gracias a flujos continuados de energía, materiales e información. Sanidad, educación, seguridad, alimentación, vestido, edificación, transporte, etc. son tareas para cuyo desarrollo se han construido estructuras físicas que consumen recursos tanto en su propia construcción como en su funcionamiento. Esta distinción permite diferenciar, como hiciera Nicolas Geogescu-Roegen (1971), entre flujos y fondos.

Los flujos comprenden la energía, la materia y la información que se consumen o se disipan durante el proceso metabólico, como por ejemplo las materias primas o los combustibles fósiles, generando residuos. En cambio, los elementos fondo son las entidades o estructuras que transforman los flujos de entrada en flujos de salida en una escala de tiempo dada y que, por lo tanto, permanecen constantes durante el proceso disipativo. Procesan energía, materiales e información a una tasa determinada por su propia estructura y deben ser periódicamente renovadas o reproducidas (Giampietro et al., 2008a; 2008b). De esa manera, una sociedad, asentada en un territorio concreto, creará un orden más complejo, esto es, tendrá un perfil metabólico más grande cuanto mayor sea el flujo de energía y materiales, o bien extraído de su territorio o importado de otros, o ambas cosas a la vez. Esta característica es aplicable también a las relaciones entre los distintos grupos que componen la sociedad, generando mayores o menores niveles de desigualdad. En este sentido, es posible una interpretación termodinámica de la desigualdad social: como asignación desigual de los flujos de energía y materiales y/o de los elementos fondo (o estructuras disipativas) de que dispone una determinada sociedad, así como del reciclaje de desechos o residuos, esto es, de los servicios de absorción que los ecosistemas ofrecen.

La asimetría se encuentra en el corazón mismo de cualquier proceso disipativo, ya que opera en dos direcciones antagónicas: por un lado produce trabajo (orden) y por otro genera calor no aprovechable (desorden) (Hacyan, 2004). La desigualdad consiste, pues, en un trasvase de orden y desorden en dirección contraria. Este resultado dicotómico se convierte, además, en un poderoso estímulo para la interacción entre individuos y grupos en la búsqueda de más energía y materiales para mantener el orden o disminuir el desorden. En ese sentido, una parte muy relevante de las relaciones sociales tiene por objeto el intercambio de energía, materiales, información y residuos. Como apunta Tyrtania (2009: 70), apoyándose en Boltzmann, la lucha por la existencia es en primera instancia una disputa por la energía disponible. A escala más amplia podríamos decir, igualmente, con Wagensberg (2002), que el progreso de uno de los rincones del universo implica el regreso de otro, ya que la distribución mundial de entropía tiene la forma de un juego de suma cero.

La desigualdad, vista de esta manera, tiene consecuencias directas sobre el medio ambiente. Por ejemplo, un grupo social puede empujar hacia la sobreexplotación de uno o varios recursos si acumula y/o consume una fracción creciente de la energía y de los materiales de que dispone una sociedad y su territorio. Dicho de otro modo, la creación de orden interno en un grupo humano pude tener consecuencias directas sobre el medio ambiente del conjunto de la sociedad. Un ejemplo puede explicarlo de manera más gráfica: en sociedades feudales o tributarias, basadas en un metabolismo orgánico, el aumento de la renta obligaba a los campesinos a ofrecer una parte mayor de su cosecha o de cualquier otro recurso natural, en detrimento de la cantidad disponible para el autoconsumo y solía empujarles a roturar nuevas tierras, a pescar, capturar o cazar más individuos, y a extraer o recolectar un volumen mayor de productos. La ampliación de la frontera agrícola, si no existía tierra en abundancia, forzaba a romper el equilibrio entre los distintos usos del territorio y creaba una situación de inestabilidad en el metabolismo social, que podía conducir a la sobreexplotación o al colapso ecológico. Con la expansión del imperialismo colonial, desde mediados del siglo XIX, la exclusión derivada del desarrollo de la agricultura de plantación también generó problemas similares y conflictos por el acceso a los recursos.

A la vista de esta relación asimétrica, las sociedades humanas han construido estructuras disipativas de carácter social basadas en la cooperación y en la igualdad, de lo contrario sería imposible la vida en sociedad y el propio éxito evolutivo, ya que la asimetría máxima llevaría igualmente al desorden o al equilibrio termodinámico. No obstante, son frecuentes también los comportamientos free rider de grupos de la especie humana que a costa de maximizar su orden incrementan la entropía en el conjunto de la sociedad, siendo los menos dotados de estructuras disipativas los más perjudicados. Este comportamiento se pone de manifiesto tanto en la disputa por los recursos (energía, materiales e información) como en la pugna por evitar los efectos del desorden entrópico (la contaminación, por ejemplo).

  1. La función metabólica de los conflictos sociales

La distribución desigual de los recursos ha constituido históricamente una fuente permanente de conflictos y protesta social y un poderoso motor de la evolución histórica de las sociedades. Desde un punto de vista termodinámico, la acción humana, ya sea individual o colectiva, es capaz de elevar la entropía total del sistema social o disminuirla, generando orden. Entropía y neguentropía son resultados posibles de la práctica humana. En consecuencia, los conflictos sociales y los territoriales contienen una fuente potencial de cambio socioecológico y han sido y son un factor de primera importancia que influyen en la dinámica evolutiva del metabolismo social y de las relaciones socioecológicas entre distintos grupos humanos (Soto et al., 2007; González de Molina y Toledo, 2011). De hecho, el conflicto funciona como un dispositivo de reajuste de los desequilibrios más fuertes en la distribución social de entropía.

Efectivamente, toda protesta social tiene un impacto contradictorio sobre su entorno, en este caso físico, esto es, tiene repercusiones entrópicas o neguentrópicas: puede producir orden o desorden, elevar la entropía (física y/o social) o disminuirla. Por ejemplo, la Guerra del Golfo Pérsico ha tenido efectos nocivos por la quema de pozos petrolíferos o la contaminación de los mares, por no hablar de los daños sobre la población civil. La defensa del bosque comunal que muchas comunidades campesinas e indígenas han realizado desde hace siglos, sacándolo del mercado, ha tenido un impacto positivo desde el punto de vista de su conservación, aunque ese no haya sido muchas veces un objetivo explícito en la protesta. Del mismo modo, las protestas que muchos agricultores europeos llevaron a cabo en las últimas décadas del siglo XX en demanda de más pantanos o de trasvases de agua entre cuencas, han provocado un incremento del gasto de energía y materiales y han aumentado el grado de insostenibilidad (entropía).

Pero. al mismo tiempo, el conflicto y la protesta asociada a él suelen ser guiadas por motivaciones que resulta imprescindible tener en cuenta. La acción colectiva es un componente básico de la capacidad autopoiética e incluso neopoiética de los sistemas sociales. Desde este punto de vista, el de la intencionalidad, la acción colectiva puede promover la construcción de estructuras disipativas que disminuyan la entropía o desorden interno, reduzcan también la entropía externa, o bien la transfieran al medio ambiente físico. El factor crucial reside en el carácter de las estructuras disipativas (de alta o baja entropía) a que el proceso de autoorganización impulsada por la acción colectiva dé lugar. En consecuencia, una protesta surgida de un conflicto social y regida por un programa de cambio del régimen metabólico dominante puede dar lugar, desde su estado inicial, al nacimiento de estructuras disipativas o neguentrópicas que disminuyan el desorden interno y, al mismo tiempo, el consumo de energía y materiales de tal manera que se minimice la transferencia de entropía al entorno, esto es, el nivel de entropía externa. El desorden pude generar por medio de la protesta social (información de alta calidad o de baja entropía) un nuevo orden emergente, autoorganizado y coherente.

  1. Sobre la relevancia biofísica o metabólica de los conflictos sociales.

De acuerdo con lo dicho, todos los conflictos sociales tienen efectos sobre la configuración metabólica de las sociedades y, por lo tanto, podría hacerse una lectura ambiental de los mismos aunque no sean conflictos explícitamente ambientales. La razón de esta consideración se encuentra en el trade off que suele darse entre la entropía social y la entropía metabólica, compensando una a la otra y viceversa. En las sociedades de metabolismo orgánico, ambos tipos de entropía han guardado una vinculación muy estrecha hasta confundirse, dado que la disputa por los recursos, esto es la entropía metabólica, era la que generaba la desigualdad social y, por lo tanto, la entropía social. El conflicto social o de clase y el conflicto ambiental eran la misma cosa. Quizá por esto se ha considerado con razón que estos conflictos, en los que la subsistencia está vinculada a la explotación sostenible de los recursos, son ecologistas (“ecologismo de los pobres”), ya que evitan la degradación de los recursos naturales, dando lugar a un tipo de ecologismo en nada semejante al postmaterialista de los países desarrollados (Martínez Alier, 2005).

Sin embargo, en las sociedades de metabolismo industrial se ha producido una separación aparente entre los conflictos ambientales y los sociales o de clase gracias al desarrollo del dinero, la propiedad privada y el mercado (Naredo, 2015). Dicho de otra manera, ha sido la supremacía de la mercancía (el dinero) la que ha ocultado el conflicto ambiental en favor de un conflicto entre clases por la distribución de las rentas (plusvalía, salario). Este nuevo entramado institucional y el uso creciente de los combustibles fósiles han hecho posible la separación entre conflictos sociales o de clase y conflictos ambientales. Sin embargo, y desde esta perspectiva, los conflictos sociales que tienen las relaciones de producción o distribución en el centro, esto es los conflictos de clase, siguen siendo en el fondo conflictos ambientales, habida cuenta de su impacto en el metabolismo social.

La desigualdad provoca situaciones que tienden a elevar la entropía social, por ejemplo generando pobreza relativa, privación de bienes y marginación social, descontento y protesta social, etc. Estos conflictos pueden tener una orientación reductora de entropía (neguentrópica) porque favorecen la coordinación y la cooperación; o, por el contrario, pueden aumentar aún más la entropía al situar el eje de los rozamientos dentro de la misma clase social por medio de la criminalidad, la violencia, la explotación de los sectores más vulnerables (xenofobia y género). El mecanismo utilizado por las economías de mercado en la mayoría de los países, especialmente en los “desarrollados”, ha consistido en compensar tal aumento de la entropía social con la importación de cantidades crecientes de energía y materiales del entorno para generar orden, elevando de manera progresiva el perfil metabólico de tales países (González de Molina y Toledo, 2014: 228). Esta es la manera en que se explica la afirmación de Ulrich Beck, refiriéndose a las sociedades occidentales o sociedades del riesgo, de que la desigualdad no había desaparecido con el modelo de crecimiento económico de postguerra, sino que había “subido al piso de arriba”. Desde esta perspectiva, el crecimiento del consumo exosomático en los últimos dos siglos podría entenderse, no sólo pero también, como la respuesta del sistema ante las crecientes desigualdades generadas por el mismo crecimiento económico y la acumulación capitalista, que amenazaban con elevar hasta niveles insustentables la entropía social. En esta interpretación, el consumo exosomático se convierte en un instrumento para compensar, mediante la construcción e instalación de nuevas y más costosas estructuras disipativas, el mantenimiento de un orden social injusto, reduciendo la entropía interna y elevando paralelamente la entropía externa, esto es, transfiriéndola al entorno. De hecho, la desigualdad social ha crecido tendencialmente desde la Revolución Industrial, y parece esta una característica constitutiva del propio sistema. Esta estrecha vinculación entre las entropías social y entropía metabólica o biofísica no hubiera sido factible sin las posibilidades que han ofrecido los combustibles fósiles y la tecnología asociada, haciendo posible la elevación continuada del consumo exosomático.

  1. La protesta ambientalista o ecologista como protesta de clase

Esta consideración biofísica de los conflictos sociales resulta pertinente cuando se trata de analizar los conflictos específicamente ambientales. En textos anteriores (Soto et al., 2007; Herrera et al., 2010) hemos hecho la distinción entre conflictos ambientales y ambientalistas para destacar el distinto papel que tienen unos y otros en la transición socioecológica y, por lo tanto, en el cambio metabólico. Es conveniente insistir en esto porque la literatura no suele discriminar la protesta ambiental en función de su impacto sobre el metabolismo social. Los escasos trabajos que se ocupan de las relaciones entre metabolismo y conflictos tienden a vincular el desarrollo de estos con el crecimiento del consumo de materiales y, por lo tanto, con el cambio cuantitativo (Martínez Alier et al., 2014). Pero se ha prestado mucha menos atención a los cambios cualitativos en el metabolismo, esto es, a la relación entre transición socioecológica y conflictos.

Los conflictos ambientales tienen su centro en el acceso, manejo y distribución de los recursos naturales y los servicios ambientales, origen de los flujos que mantienen las estructuras disipativas de toda sociedad. Dicho de otra manera, tienen su origen en la asignación desigual de la entropía en términos físico-biológicos y, por esto, son conflictos metabólicos. En esa medida, el conflicto ambiental es permanente, estructural, consustancial al propio funcionamiento y evolución de las sociedades. La protesta que surge de este tipo de conflicto tiene efectos sobre la dinámica del metabolismo social. Tiene la capacidad de equilibrar el balance entre entropía interna y externa de un grupo social o de un territorio o desequilibrarlo aún más. Su funcionalidad es, pues, la de reducir la entropía externa de un sistema, esto es, de reducir la entidad del flujo entrópico transferido al entorno físico-biológico; o, dicho de otra manera, internalizar los costes ambientales de los procesos productivos o consuntivos, reduciendo de este modo la entropía metabólica. Por ejemplo, las disputas por el acceso a los recursos naturales entre grupos sociales (señor y siervos o campesinos por el aprovechamiento del comunal), entre comunidades (disputa por las lindes territoriales entre pueblos) y entre estados (disputas, incluso con resultado de guerra, entre estados por el acceso y disfrute de uno o varios recursos; o las protestas originadas en los llamados conflictos NIMBY (not in my backyard) generados en los efectos sociales de la acomodación de los residuos.

Ahora bien, la reducción de la entropía interna del sistema a que dan lugar puede ser sólo coyuntural, en la medida en que no cuestiona la configuración específica del régimen metabólico dominante. De hecho, muchas de estas protestas únicamente generan cambios puntuales o de ubicación. En efecto, la reducción de la entropía metabólica en un territorio puede “compensarse” por dos vías: aumentando la entropía social, por ejemplo produciendo paro o reducción de salarios para compensar los costes internalizados de una actividad contaminante, o aumentando los precios finales que paga el consumidor. O se puede compensar deslocalizando en otro territorio, donde la legislación ambiental sea menos exigente, la actividad de alta entropía. Los conflictos NIMBY producen un tipo de protesta que puede generar estas consecuencias: deslocalización de actividades mineras o industriales que generan residuos tóxicos o peligrosos.

En cambio, existen conflictos que dan lugar a una protesta que cuestiona la configuración misma del metabolismo social y que no solo provocan una reducción del perfil metabólico de una sociedad o territorio, sino que también tratan de evitar un aumento de la entropía social o que la entropía metabólica se traslade a otro territorio. Una parte de la literatura existente en historia ambiental, fundamentalmente en el ámbito académico norteamericano, ha considerado, dentro de este tipo de conflictos, únicamente los abanderados por movimientos ecologistas organizados y en espacios territoriales estatales o supraestatales, situando, por lo tanto, el ámbito de la conflictividad ambiental en la historia de las últimas décadas (Walters, 2004; Zalko, 2014). Pero existen en la literatura histórica abundantes ejemplos de conflictos, especialmente campesinos e indígenas, que pueden ser entendidos no solo desde la defensa de un bajo perfil metabólico, sino también desde la defensa de formas de manejo de los agroecosistemas sustentables (Soto et al., 2007). Probablemente los mejores ejemplos de este tipo de conflictos en la literatura histórica reciente se encuentran en los surgidos en torno a los comunales. Es bien conocido el papel de este tipo de instituciones en el mantenimiento de los equilibrios de los agroecosistemas en sociedades de base energética orgánica (Ortega, 2002; Lana, 2008). Tanto para la edad moderna (Warde, 2013) como para la contemporánea (Lana y Laborda, 2013), se han analizado conflictos en torno a los cambios en las regulaciones de los comunales, vinculados al acceso y al manejo de los recursos naturales. Para el mundo contemporáneo, contamos con estudios (Iriarte, 2009; Soto, 2014) de conflictos exitosos para las comunidades campesinas que han frenado la introducción de perfiles metabólicos propios del mundo industrial. Estos ejemplos también muestran como en aquellos casos en los que las comunidades campesinas pierden el control de parte o de la totalidad de estos recursos se ven abocadas a integrarse en el mercado, incrementando tanto la entropía interna metabólica como exportándola hacia otros territorios.

Este tipo de protesta es la que podemos llamar propiamente ambientalista o ecologista y supone la promoción de un modelo alternativo de funcionamiento socioecológico basado en la sustentabilidad. La ecología política promueve este tipo de movilización y diseña nuevos arreglos institucionales que eviten que la reducción del perfil metabólico se traslade a otro territorio o se traduzca en un incremento de la entropía social. Y, al contrario, que los conflictos sociales generados por un acceso y distribución desigual de los recursos tienda a compensarse con incrementos de la entropía biofísica o metabólica. Por ejemplo, una propuesta consecuente de decrecimiento, para que sea sostenible, debe minimizar la entropía social y, por lo tanto, debe basarse en una reducción muy apreciable de la desigualdad social. Algunas de las propuestas de decrecimiento que promociona una parte del movimiento ecologista conducen directamente al paro y a la reducción de los servicios sociales y, en consecuencia, a un aumento de la entropía social. En este sentido, la vieja dicotomía entre la equidad social o la conservación del medio ambiente que ha atravesado en los últimos años a la izquierda no tiene sentido desde el punto de vista de la ecología política. La sustentabilidad ambiental no es posible sin equidad social, y esta no es posible sin un uso sostenible de los recursos naturales. En este sentido, la protesta ambientalista o ecologista es una de las principales manifestaciones que reviste en la actualidad, y que revestirá en el futuro, la protesta “de clase”.

Referencias

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* Universidad Pablo de Olavide (mgonnav@upo.es)

** Universidad Pablo de Olavide

*** Universidad de Jaén

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