Núria Vidal de Llobatera Pomar*

 

Escribo estas líneas justo después de conocer la muerte prematura de una ecóloga catalana, Maria Rieradevall i Sant (1960-2015), compañera de Narcís Prat, y he recordado una anécdota. A principios de los años 1990, en un barrio obrero del área metropolitana de Barcelona, Maria dio una conferencia hablando de un gusano rojo en el río Llobregat, que era un indicador de la calidad de las aguas. Como se vio en el coloquio posterior, aquellos de entre el público que nunca habían oído hablar de ecología quedaron sorprendidos. Concebían el río sólo como un curso de agua del cual se extraía agua para beber o regar las zonas agrícolas y en el cual, cómo máximo, podía pescarse algún pez. Pero no como un sistema vivo complejo en el que la presencia de un pequeño gusano podía claramente considerarse como un marcador del nivel de calidad del agua que lo albergaba.

No es de extrañar. En las universidades españolas se tardó bastante en empezar a hablar de flujos de materia y energía, de la complejidad y la conectividad de los seres vivos con su entorno físico-químico-biológico y, sobre todo, de la disipación de la energía. Los pioneros en abordar estos temas fueron Ramon Margalef, que los introdujo en Barcelona en 1967, y Fernando González Bernáldez, en Sevilla en 1970. Mucho antes, a nivel mundial, incluso ya a finales del siglo XIX, algunos economistas habían empezado a hablar de las relaciones entre ecología y economía, y es sobre todo a partir del economista rumano Nicholas Georgescu-Roegen cuando se inició una escuela que pondría el acento en el substrato biofísico sobre el que se construyen las economías humanas (Martínez-Alier, 1995). Pero la falta de contacto entre ciencias experimentales, ciencias sociales y humanidades ha hecho difícil conciliar las necesidades de consumo y la limitada disponibilidad de los bienes y servicios que los ecosistemas nos proporcionan.

De gran importancia fue, en 1972, el informe del Club de Roma, que concluía así: “Si el actual incremento de la población mundial, la industrialización, la contaminación, la producción de alimentos y la explotación de los recursos naturales se mantiene sin variación, alcanzará los límites absolutos de crecimiento en la Tierra durante los próximos cien años” (Meadows et al., 1972).

Sin embargo, el modelo económico imperante tanto en el Este como en el Oeste siguió ignorando estas predicciones, pues no podían incluirlas en sus beneficios. En la Cumbre de la Tierra de Río de Janeiro (1992) se constató que parte de la humanidad seguía viviendo como si los recursos naturales fueran infinitos y la capacidad de carga del planeta pudiera soportarlo todo, con la contaminación desbordando los sumideros y liquidando la tierra fértil. Para resolver el problema, se llamó a organizar programas para preservar los recursos naturales a fin de que las necesidades de cada persona sobre la tierra y las de las generaciones venideras pudieran ser satisfechas, y que cada uno, fuera cual fuera su origen, tuviera las mismas oportunidades de realizar su propio potencial humano. Desgraciadamente, estos programas llenos de buenas intenciones, las llamadas Agendas XXI, terminaron en muchos lugares traduciéndose en un documento teórico o adaptándolo a un proyecto estratégico de crecimiento económico añadiéndole la palabra sostenible sin ni tan sólo percibir la contradicción entre ambos conceptos en este contexto. La parte positiva es que muchos movimientos sociales empezaron a conocer el problema y a organizar resistencias.

Poco se ha conseguido. Los flujos monetarios y el intercambio mercantil siguen produciendo devastación y desplazamientos ambientales, mayores desigualdades, aumento de la pobreza y sufrimientos humanos también en los llamados países desarrollados. El cambio climático no se niega, pero tampoco se tiene en cuenta; el aumento de las extracciones de materiales no renovables ha sobrepasado los picos de extracción, y no solamente para el petróleo sino para otros muchos minerales; y se consumen recursos renovables sin dar tiempo a la naturaleza a recuperarse. De hecho, el modelo económico globalizado no sólo va consumiendo recursos, sino también el tiempo para encontrar soluciones. Como decía Margalef, ya en la década de los sesenta del siglo pasado, el planeta tiene una gran capacidad de adaptabilidad; los perjudicados seremos la especie humana. Lo mismo está diciendo hoy Paul Kingsnorth, editor de la prestigiosa revista The Ecologist, que, después de muchos años luchando, se ha retirado al campo: “El planeta no se está muriendo; es nuestra civilización la que lo hace, y ni la tecnología sostenible ni el comercio justo van a evitar que nos la peguemos”[1].

La energía y la materia no pueden reciclarse al cien por cien. La energía utilizada se dispersa y sólo utilizando aún más energía puede recuperarse una parte, nunca la totalidad. Es la segunda ley de la termodinámica: la entropía como medida de la disponibilidad energética. Es imposible recuperar los recursos dispersados, pues la energía requerida para hacerlo sería muy superior al valor energético del mismo recurso. La pérdida del capital mineral de la Tierra es irreversible. Los procesos geológicos que han formado la corteza terrestre se han hecho durante millones de años (Valero y Valero, 2009).

Para tener el campo libre de obstáculos para la expansión del capital se formó la Organización Mundial del Comercio (OMC). Se trata, probablemente, de la más perniciosa de las organizaciones supragubernamentales, constituida sin base democrática, aunque sus acuerdos sean ratificados por los parlamentos de los países adheridos. Esta Organización liberaliza el comercio de bienes y servicios entre países, con complejos acuerdos respaldados por textos jurídicos supranacionales con contratos entre partes asimétricas, promocionando el crecimiento económico exponencial a costa de una mayor explotación de los recursos naturales, destrucción de la soberanía alimentaria, industrial, comercial, financiera y poblacional y el desvío y abuso del poder del estado económico y político en beneficio de las empresas transnacionales. Este es el balance que podemos hacer del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) entre Canadá, Estados Unidos y México, que entró en vigencia el 1 de enero de 1994: la desregularización laboral y ambiental, el aumento de la deuda pública, el despojo territorial de los pueblos indígenas, el acaparamiento de tierras, la corrupción y una creciente pobreza extrema.

Actualmente, la UE y EEUU están negociando el Tratado Transatlántico de Comercio e Inversiones (TTIP). Hace poco terminaron las negociaciones sobre el CETA –un tratado de libre comercio entre la UE y Canadá– y en octubre de este año se ha avanzado el TPP –Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica. Toda esta red tupida de tratados y acuerdos no es más que otro eslabón en la cadena de la impunidad con normas imperativas y coercitivas a favor de las empresas transnacionales, por encima de los poderes legislativos de los estados, los derechos humanos y la protección de los derechos colectivos, anulando los vestigios de democracia, destruyendo tejido social y reprimiendo disidencias.

Pero la crisis actual se entiende no sólo como resultado de la acción de algunos banqueros sinvergüenzas y políticos corruptos y de la falta de alternativas de las “izquierdas”, sino también como consecuencia de las propias contradicciones del sistema. Los programas de austeridad que está aplicando la UE, ahogando con el déficit y la deuda a una gran parte de europeos, no tienen otra finalidad que transferir riqueza social a manos de los poderosos intereses del capital financiero y productivo internacional, con el sometimiento de la naturaleza a los imperativos de valorización del capital. Las fuerzas productivas bajo el dominio del capital cada vez se transforman más en fuerzas destructivas para una gran parte de la población, a pesar de los avances científicos y técnicos que pudieran vaticinar lo contrario. En el primer número de Ecología Política, Michael Löwy recordaba las palabras de Marx en el primer tomo de El capital: “El capitalismo es un sistema que transforma cada progreso económico en una calamidad pública” (Löwy, 1990). Los movimientos sociales, en este contexto, se aplican a dar alternativas a las crisis, también a la ecológica, enfrentándose cada vez de forma más clara al poder del capital. Ahora, a la reivindicación de “la revolución será feminista o no será”, podríamos añadir también “la revolución será ecologista o no será”.

Sin embargo, la modificación en la conciencia colectiva es muy lenta. La educación se ha basado durante muchos años en la creencia, aún persistente, de que la ciencia y la tecnología harían posible el crecimiento económico indefinido, en beneficio de toda la humanidad, y que sólo hacía falta una correcta distribución de la riqueza, ignorando los límites del substrato material biofísico sobre el que se construyen las economías.

Además, la inercia a someterse al sistema es tan grande que incluso en países como Ecuador, donde se había aprobado en 2008 una Constitución donde aparecían los “derechos de la naturaleza”, ha habido pasos atrás. El Gobierno de Correa había aprobado la Iniciativa Yasuní-ITT para mantener esta reserva de la biosfera alejada de la explotación petrolera, y pidió a cambio una compensación por el ingreso no percibido de los 856 millones de barriles de petróleo que se estima hay en la reserva ecológica cuyo consumo lanzaría a la atmósfera más de 407 millones de toneladas de dióxido de carbono. Sin embargo, en agosto de 2013 el mismo Gobierno dio marcha atrás al proyecto y señaló el inicio de la explotación petrolera en parte del parque nacional, reprimiendo a los colectivos disidentes. También el Gobierno de Evo Morales en Bolivia se enfrenta a los pueblos indígenas que fueron su base electoral reprimiendo protestas frente a las actividades extractivas en auge, que están cuestionando la vida de muchas comunidades. Otros países actúan de manera similar.

No sorprende, por lo tanto, aunque sea merecedor de crítica, que en el caso de España partidos emergentes como Podemos y Ciudadanos, uno por la izquierda y el otro por la derecha, utilicen las mismas recetas que los partidos tradicionales: el crecimiento económico con viejas teorías keynesianas y modificaciones fiscales para crear bienestar social sin ninguna referencia a los límites biofísicos.

En este contexto, el manifiesto Última llamada en España fue firmado por muchas personas destacadas en los movimientos sociales, algunas ahora ya cargos públicos o en los equipos que están planteando transformaciones sociales tras conquistar algunos gobiernos municipales [2]. Otros se postulan para nuevas elecciones. Es, por lo tanto, muy importante seguir recordándoles el contenido del manifiesto, que recuerda lo siguiente: “Esto es más que una crisis económica y de régimen: es una crisis de civilización.”

Frente a la situación actual surgen nuevos movimientos como, entre otros, los “postextractivistas” latinoamericanos, la movilización y organización de la “Campaña global para desmantelar el poder de las transnacionales y poner fin a su impunidad, el Tratado Internacional de los Pueblos sobre empresas transnacionales” o los “decrecentistas” en defensa del “Buen Bivir” o Sumak Kawsay de la cosmovisión ancestral kichwa: de una vida digna, en plenitud y equilibrio con la naturaleza. Estos movimientos aún minoritarios reciben despiadadas críticas, incluso de firmantes del citado manifiesto, como muestran algunos artículos [3] o el libro Las miserias del decrecimiento (Iglesias, 2011).

Hay en esta situación una cierta responsabilidad de determinados movimientos ambientalistas que plantean la crisis ecológica al margen de la crisis política y social, o al menos que se expresan con poca pedagogía. Es fundamental, tal como señala el manifiesto Última llamada, que los proyectos alternativos tomen conciencia de las implicaciones que suponen los límites del crecimiento y diseñen propuestas de cambio mucho más audaces, reivindicando a la vez la justicia social y la ambiental.

Referencias

IGLESIAS, J. (2011). Miseria del decrecimiento. Zambra.

LÖWY, M. (1991). “La crítica marxista de la modernidad”, Ecología Política, 1.

MARTÍNEZ-ALIER, J. (ed.) (1995). Los principios de la economía ecológica. Textos de P. Geddes, S.  A. Podolinsky y F. Soddy. Madrid: Argentaria.

MEADOWS, D. H. et al. (1973 [1972]). Los límites del crecimiento: Informe al Club de Roma sobre el predicamento de la humanidad.

VALERO, A.; VALERO, A. (2009). “El agotamiento de la «gran mina Tierra»”, El Ecologista, 63.

* Bióloga y miembro de Ecologistas en Acción (nuriavidaldellobatera@gmail.com)

[1] “Ecología oscura”, http://civalleroyplaza.blogspot.com.es/2013/05/ecologia-oscura.html, consultado el 25-11-2015.

[2] Última llamada (manifiesto), https://ultimallamadamanifiesto.wordpress.com/el-manifiesto/, consultado el 22-10- 2015.

[3] “¿Vosotros creéis que podemos presentarnos a unes elecciones planteando el decrecimiento cuando los demás van a ofrecer lo contrario?”. Citado por Álex Corrons en el artículo “Podemos frente al decrecimiento”, publicado en el blog de Antonio Turiel http://crashoil.blogspot.com.es/2015/10/podemos-frente-al-decrecimiento.html, consultado el 22-10-2015.

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